Mariana Enríquez / El mirador

Siempre había querido decirle a la nena, la hija del último y actual dueño, que no tuviera miedo. No había nada que temer. Ella estaba ahí, pero la nena no la percibía, no podía verla; nadie podía percibirla salvo que, claro, tomara forma. Pero sin forma le estaba negada la presencia. La nena no tenía sensibilidad especial alguna: solo estaba aterrada. Pasaba corriendo frente a la escalera que llevaba al mirador del hotel, imaginando que allí, en la torre, que durante años fue la construcción más alta de Ostende, se escondía una loca, una loca de cabello largo que se miraba en el espejo, vestida con un camisón blanco; le tenía miedo al cocinero italiano que echaba leña dentro de la caldera, aun después de que fuera despedido (creía que podía encontrarlo en los pasillos, acechante, y que la echaría al fuego a ella también, junto con la madera). Ahora, ya una mujer, la hija del dueño no pasaba los inviernos en el hotel. Decía que no soportaba la mediocridad del balneario solitario en los inviernos helados, puro viento y sin siquiera un cine abierto en Pinamar; decía que también le tenía miedo a un eventual ladrón. Pero era mentira. Se trataba del mismo miedo que la paralizaba en los pasillos circulares del hotel cuando era chica, que la alejaba del comedor casi monacal del primer piso, o del gran espejo que esperaba su restauración en la habitación-depósito, donde temía ver reflejado algo desconocido.
    Extraño. Y más raro aún era lo que contaba la gente, los huéspedes, el propio dueño. La historia del obrero que murió en la construcción y fue emparedado, como si el hotel tuviera pretensiones de catedral gótica. La huésped que aseguraba escuchar festivos ruidos en el comedor principal, que se disolvían con un precavido chistido cuando ella intentaba acercarse. El cocinero que confirmaba los rumores de los fantasmas celebrantes. Todo falso. Ella era la encargada de encontrarle al hotel eso que los demás temían o inventaban. Y nunca lo había logrado. Ni cuando los belgas abandonaron el hotel para irse a la guerra. Ni durante los años de la arena, con el edificio enterrado hasta el primer piso. Ni en el verano de la ballena, con todas esas moscas que invadieron la playa con su zumbido de muerte alimentándose del animal muerto y varado. El verano que nadie se bañó.
    Sí, se alojaba en el hotel gente desesperada. Sí, los había escuchado rumiar deseos de muerte y les había regalado sueños de infancias terribles y dolores olvidados. Pero ninguno había estado listo. Y era mentira que el tiempo no pasaba para seres como ella. Estaba cansada. Esperaba que cada verano fuera el último, y pasaba cada vez más tiempo en el mirador, adonde apenas llegaba el rumor de los vivos, que ella sabía imitar tan bien, pero que no comprendía.
    Y si este saco de mierda no entra en la valija me voy a cagar de frío, hace frío de noche en la costa, pensó Elina, y no pudo evitar ponerse a llorar otra vez como le pasaba siempre ahora con cada pequeño contratiempo; como cuando se le quemaba la lamparita del comedor y no tenía repuesto —ni idea de cómo cambiarla—; como cuando se olvidaba de pagar la luz y tenía que cruzar la ciudad hasta las oficinas de la empresa; como cuando se quedaba sin pastillas y salía a buscar una farmacia de turno a las cuatro de la mañana. Había pedido licencia en la facultad, y había tratado de fingir cierta cordura para familia y amigos, pero tan complicado era que ya no contestaba el teléfono y apenas los mails y que se lo bancaran; no le importaba lo preocupados que estaban. Ni siquiera les informó que había dejado terapia para quedarse solo con las pastillas; no tenía nada más que hablar ni que desenterrar, solo quería ese estado vagamente distante y químico que la desconectaba pero le permitía vivir un poco, cada vez menos, pero lo suficiente.
    Ni siquiera tenía ganas de ir al hotel pero se lo había prometido a sí misma, hacía meses, antes del hospital, cuando todavía creía que una semana en el mar podía hacerla sentir mejor, obligarla a dejar de pensar en Pablo. Se había ido y no había vuelto a llamarla, ni a escribirle; no sabía si estaba vivo o muerto, y ella prefería cualquiera de las dos noticias, cualquiera de las dos antes que la vida en suspensión esperándolo desde hacía un año. Como siempre, le mandó un mensaje avisándole adónde se iba. Incluso le mandó el teléfono. Iba a cumplir años en el hotel. Si Pablo estaba vivo, si alguna vez la había querido, tenía que llamar.
    Extrañaba las caricias en la espalda, reírse de su paranoia, sus intentos inútiles de consolarla, las horas que tardaba en bañarse, que casi no le gustara comer, los  huesos de su cadera, la forma de hablar moviendo las manos; quería poder volver a mirar sus fotos y ponerse celosa cuando él le prestaba más atención al gato que a ella y caminar bajo el sol él siempre con anteojos negros y los llamados de madrugada y mirarlo dormir y que supiera quedarse callado y ella irritada cuando él estaba demasiado tiempo callado y las mañanas rogándole que no se fuera y llorar cuando se iba aunque volviera a las dos horas y ella nunca nunca lo hubiera dejado así, sin noticias, sin despedida ingrato pero qué pasaba si se había muerto porque era posible nadie había sabido más de él salvo que se lo ocultaran pero cómo podrían ocultarle algo si la habían visto vomitar sangre de no comer, si la habían visto mordiendo la almohada hasta rasgar la funda si la habían visto lastimándose y borracha y esperando durante horas un mail la mirada fija en la pantalla hasta el dolor de cabeza y los ojos rojos y llorar sobre el teclado y no salir esperando un llamado; si la habían escuchado mandándolos a la mierda todas esas pelotudeces de seguir adelante a rey muerto rey puesto la vida continúa tenés que coger hay miles de hombres estás linda vamos a bailar quiero presentarte a alguien.    Le gustó la chica, pero con los años había aprendido a no confiar en las primeras impresiones. Recordaba aquella vez, hacía casi veinte años, cuando había visto llegar a una mujer rubia, con la nariz roja de llorar y los ojos perdidos; esa misma noche descubrió que pasaba unos días en el hotel para estar cerca del mar y tratar de consolarse, un poco, de la muerte de su hijo. Ella tomó la forma del niño, y se le apareció en los pasillos, en la habitación, cerca del balneario, en la escalera que llevaba al primer piso; pero la mujer solo gritó y gritó y se la llevaron en una ambulancia. Estaba con su marido. Había aprendido la lección: solo debía intentarlo con mujeres solas.
    La chica se llamaba Elina, y estaba sola. Era hermosa, pero no se daba cuenta. Tenía las ojeras del insomnio y demasiados cigarrillos; tenía una expresión desafiante y era antipática con los locuaces y encantadores dueños. Ni siquiera miraba a los demás huéspedes. El primer día no bajó a la playa, ni a desayunar, ni a almorzar, y en la cena movió la comida en el plato y disimuladamente tomó tres pastillas con el vino. Ella supo que Elina odiaba la playa. ¿Por qué estaba ahí entonces? Algo le había pasado en una playa, años atrás. Ella debía averiguarlo esa misma noche, para que Elina lo recordara en sueños.
    Caminó por los pasillos alfombrados de azul hasta la habitación. Elina había pagado una de las mejores, con microondas y heladera, una suite , pero estaba claro que no iba a usar ninguna de las comodidades. Todavía no era el momento de tomar forma. Mañana. Esta noche bastaba con que soñara con aquella noche en la playa, cuando Elina tenía diecisiete años y pensaba que era invulnerable; esa noche cuando a la salida de un boliche había accedido a acompañar al hombre borracho hasta el balneario vacío. Él le había tapado la boca para que no gritara, pero Elina ni siquiera se había movido, por miedo. Y después no se lo había contado a nadie. Solamente se había lavado, y había llorado, y se había comprado unas cremas íntimas para aliviar el olor y el ardor de la arena que le quemaba la suave piel interna.
    Qué lindo momento para acordarme de esa mierda, pensó Elina, y miró por la ventana de su habitación, que daba a la pileta. No es que lo hubiera olvidado, pero rara vez esa noche en la playa aparecía en sueños. Pero sabía que por eso la había dejado Pablo. Porque él a veces la tocaba y ella recordaba la arena entre las piernas y el dolor, y tenía que pedirle basta, y jamás había podido explicarle nada por miedo, hasta que él se había hartado y cómo no, si ella estaba arruinada para siempre.
    Afuera una pareja hablaba, cada uno sentado en su reposera, tomada de las manos. Los detestó. Los chicos se daban chapuzones aunque no hacía calor, y un hombre de unos cincuenta años leía un libro de tapas amarillas, a la sombra. Pocos huéspedes, o al menos esa era la sensación que daba el hotel, tan silencioso. Esta no fue una buena idea, pensó Elina, y esperó una hora, dos horas, pero nadie la llamó desde la recepción para avisarle que tenía un llamado. Treinta y un años tan sin saber qué hacer. Qué hacer. Veinte años más dando clases en la facultad. Veinte años más de docente . Veinte años más de poca plata y morirse sola; veinte años de reuniones de profesores y rezongos. No tenía otro plan. Y además, si tenía que ser franca, a lo mejor ya ni siquiera podía volver a ser docente . En su última clase, se había puesto a llorar mientras explicaba a Durkheim, qué tarada. Salió corriendo. No podía olvidar las risitas de los chicos, nerviosas antes que crueles, pero cómo le hubiera gustado matarlos. Se encerró en la sala de profesores. Alguien la encontró temblando. Algún otro llamó a una ambulancia y poco más recordaba hasta que despertó en una clínica —cara, con profesionales encantadores e insoportables, pagada por su madre—, y las sesiones de grupo, y la horrible sensación de que no le importaba lo que decían los demás, y pensar en cómo morir mientras hacía actividades prácticas («¿podré clavarme el pincel en la yugular?»), y las sesiones de terapia individual donde se quedaba muda porque no podía explicar nada y el alta dudosa. Sus padres le habían alquilado un departamento para que fuera independiente, para que se recuperara antes, para que se integrara, todos esos lugares comunes. Y Pablo que ni siquiera había preguntado por ella, dondequiera que estuviera. Y volver a la facultad un mes a instancias del psiquiatra, pero solo lo había logrado dos semanas, y licencia, y ahora la playa.
    Se recogió el pelo en una desprolija cola y decidió ir a almorzar —como de costumbre, se había  despertado demasiado tarde, porque ya no controlaba la cantidad de pastillas que estaba tomando—. Y después, se dijo, a la playa. Había sol. Decían que el mar tranquilizaba. Cuando salía, pasó junto a unas extrañas esculturas de ovejas que parecían salidas de un pesebre enorme, y miró con cierta curiosidad a dos adolescentes jugando a embocar un corcho dentro de la boca de un sapo de bronce.
    Otra vez movió la comida en el plato, pero se las arregló para pasar dos bocados y una Seven-Up entera, por lo menos azúcar. Y salió hacia el balneario, que quedaba apenas a una cuadra de distancia; se llegaba por un camino de empedrado rodeado de arbustos que le cortaron la respiración, y si algo se esconde ahí, pero corrió y llegó hasta las antiguas escaleras de madera y el mar, la playa enorme más diáfana y de arena más clara que en el resto de la costa, y el cielo de un azul violáceo porque iba a llover. Se sentó en una de las sillas, bajo la carpa, y miró a unos hombres cuarentones de cuerpos todavía esbeltos jugar al fútbol; pensó en acercarse, a lo mejor llevarse uno a la cama por qué no si no garchaba desde hacía un año, pero sabía que no, que la desesperación se huele, y ella apestaba. Vio a las chicas desafiando el viento con sus bikinis. Y esperó la lluvia. Se dejó empapar. Y cuando el pelo largo ya le goteaba sobre los pantalones, cuando ya el agua fría le chorreaba desde el cuello hasta el pecho y el vientre, sacó del bolso la gillette y empezó con los exactos cortes en el brazo, uno, dos, tres, hasta ver la sangre y sentir el dolor y algo parecido a un orgasmo. Que siguiera el frío, así podía cubrirse. Aunque no le importaba tanto. Solo temía que algún alma caritativa lo notara, se compadeciera, e hiciera el temido llamado a Buenos Aires o a la ambulancia o a la línea de asistencia al suicida.
    Cuando volvió, preguntó si había recibido algún llamado. «No, querida», le dijo la telefonista, toda sonrisas. En la habitación, se hundió en la bañadera y volvió a repasar los cortes, para que la sangre flotara a su alrededor y tiñera el agua de rojo. Era hermoso. Se hundió y abrió los ojos bajo el agua, a un océano de espuma rojiza.
    No había querido hablar con nadie, pero en el desayuno una chica recién llegada —creía, porque estaba muy pálida, y parecía algo incómoda— se sentó en su mesa. Por la mañana el comedor se llenaba. Elina pidió café con leche, para poder seguir despierta, porque no había dormido y se sentía mareada. El corazón pataleó dentro de su pecho con la primera embestida de la cafeína, pero no le importó. Qué lindo morir así, de pronto, sin planearlo, de una forma tan sencilla. Mucho mejor que las pastillas: cuando lo había intentado, cuando despertó con un tubo en la garganta, se dio cuenta de lo difícil que era conseguir una sobredosis. Después comprendió su error, aprendió cuáles eran las pastillas que debía haber tomado, pero no se atrevió a repetirlo.
    La chica le preguntó, después de un tímido hola, si había subido a la habitación de Saint-Exupéry. Elina le dijo que todavía no, aunque pensaba qué mierda me importa la pieza de un escritor. Pero la chica insistió. No por afán literario. «Me dijeron que si se sacan fotos ahí adentro, siempre salen borroneadas. Dicen que queda registrado el fantasma. Yo no sé. Pero este hotel se merece un fantasma».
    A lo mejor, le dijo Elina, pero el de Saint-Exupéry no me da miedo, la verdad. La chica se rio. Tenía una risa rara, forzada pero no falsa. Como si no estuviera acostumbrada a reírse. Le cayó bien. O por lo menos no le resultó tan antipática como los chicos ricos y parafinados, los señores de conversación tan interesante, las chicas relajadas con sus novios de anteojos y libros bajo el brazo, los cuarentones que descorchaban, por la noche, vinos caros y los olían, mientras suspiraban antes de encender un puro.
    «¿Y sabías lo del mirador?», le preguntó la chica. Algo, dijo Elina. Nomás que no se lo muestran a cualquiera, porque la estructura es vieja, no lo reciclaron y es peligroso. La chica negó con la cabeza. Tenía manos largas, pero era muy bajita. El efecto resultaba desproporcionado, a punto de ser deforme. «No es peligroso. La escalera es empinada. Yo lo conozco. Podríamos ir. No lo cierran con llave, es mentira. La puerta está un poco trabada. Hay que empujarla».
    Está bien, dijo Elina. Mañana vamos. Pidió esas veinticuatro horas de gracia para ver si podía dormir. Y, más importante, para encontrar algún locutorio con Internet, por si Pablo había escrito.
    Pero nunca llegó al locutorio. Reconocía el temblor en las manos, la falta de aire, esa necesidad de salir del cuerpo, ese pensar siempre en lo mismo. Encendió un cigarrillo en el pasillo y volvió fumando a la habitación, a esperar la noche y el día siguiente boca arriba en la cama, con la televisión encendida pero incapaz de comprender el sentido de programa alguno, aterrada porque no podía llorar.
    Los seres como ella no se entusiasmaban, no se excitaban. Solo estaban seguros. Y ella estaba segura de que Elina era la indicada. Que iba a hacerlo.
    La había llevado hasta el mirador. Era cierto que los dueños cerraban la puerta que daba a la escalera de madera, tan empinada, con llave; pero por supuesto esas herramientas no podían detenerla. Elina había subido tras ella, respirando con dificultad; en la subida, se había clavado una astilla en la mano, pero ni siquiera se quejó. Y cuando llegó hasta el espacio cuadrado del mirador, las ventanas desde donde, en puntas de pie, se podía ver el mar a lo lejos, la luz ocre, el olor a madera y las sombras por debajo, en una suerte de hueco bajo la torre, ella la vio sonreír.
    —La hija del dueño, cuando era chica, creía que acá tenían escondida a la loca.
    —¿Qué loca? —Elina seguía sonriendo.
    —Ninguna loca, nunca hubo una. La nena había leído algún libro con una loca encerrada y se sugestionó.
    —Siempre encierran a las locas en los libros —murmuró Elina.
    —Podrían escaparse.
    —Podrían —dijo Elina, y se sentó en el suelo, a jugar con restos de vidrios de una reforma que nunca había terminado de realizarse—. Cumplí años anteayer —continuó—. Treinta y un años.
    —¿Y no quisiste festejarlos?
    Elina la miró, y la chica sonrió, aunque seguramente no era eso lo que tenía que hacer. A lo mejor debía abrazar a Elina, como solía ver que hacían las personas. Pero eso podía arruinarlo todo.
    Mejor era traerla al mirador otra vez, al día siguiente.
    Y dejarla encerrada.
    Y a lo mejor mostrarle su verdadera forma antes de abandonarla sola ahí arriba.
    Y evitar que los huéspedes y los dueños escucharan los gritos. Era capaz de controlar qué llegaba a los oídos de la gente y qué no.
    Y esperar a que el hambre la desesperara, y hablarle desde el otro lado de la puerta, hablarle de que nadie vendría a buscarla, porque a nadie le interesaba.
    A lo mejor incluso entrar otra vez, varias veces si hacía falta, y mostrarle cada vez algo más de su verdadera forma. Y de su verdadero olor. Y, por su supuesto, de su verdadero tacto. Ah, ella sabía que nada aterraba tanto como su tacto.
    Y esperar el golpe, el ruido, los gritos: Elina había observado con atención no solo las ventanas, sino la escalera. Un paso en falso en esa escalera era suficiente. Y si no, Elina podía volver a subirla, y volver a arrojarse desde lo alto. Era capaz de hacerlo.
    Y entonces el hotel tendría a Elina paseando en círculos con sus manos frías y sus brazos ensangrentados.
    Y ella sería libre, porque al fin la había encontrado.

Escribí este cuento a pedido, como suele ocurrir con muchos de mis cuentos, pero en una circunstancia particular. Fue después de una suerte de encierro-residencia de escritores en el Viejo Hotel Ostende, bajo la siempre generosa atención de los Salpeter, especialmente de la querida Roxana. El hotel, como se sabe, tiene sus mitos y también su pasado literario notable: la trama de Los que aman, odian, la novela policial escrita a cuatro manos por Bioy y Silvina Ocampo, transcurre allí. Y también se alojó en el Saint-Exupéry, se puede visitar su habitación. Y varias medallas más. Como sea, fuera de temporada, en 2005, se había ahí reunido un grupo enorme del que sólo nombraré a algunos porque no tengo buena memoria y no recuerdo a la totalidad de los invitados: Hebe Uhart, insólita e inteligente como siempre; Fogwill, con sus hijos; Fabián Casas que una noche tuvo miedo; Juan Forn que vino una tarde y jugó al fútbol; Marina Mariasch al lado de la chimenea porque hacía frío. Fue intenso y divertido y también hubo encontronazos y malhumores y antipatías. Mariano Llinás filmó todo acompañado de Agustín Mendilaharzu. No sé qué hizo con el material y por mí está bien. Yo no estaba en mi mejor temporada mental, por resumirlo de alguna manera.

Se me ocurrió que el hotel necesitaba un fantasma. Me contaban muchas historias pero ninguna de fantasmas y me encargué de eso. Escribí sobre dos jóvenes, en (más o menos) dos planos, una es la fantasma-vampira, la otra está deprimida. Alguien me dijo alguna vez –creo que Claudio Zeiger– que los planos de dos mujeres jóvenes le recordaban a “Lejana” de Cortázar pero, como suele suceder, si fue una influencia no fue consciente, no estaba pensando en ese magnífico cuento cuando escribí éste que, por supuesto, no se le compara. Pero “El mirador” tiene cosas que me gustan: esa mujer joven amarga, la soledad radical de la tristeza patológica y la locación: me gustan los cuentos sobre o en hoteles, y no sólo los de terror, aunque especialmente. Ningún lugar que recibió a tanta gente con sus fantasmas y sus oscuridades puede dejar de ser un lugar hechizado. El mejor cuento de terror que leí en mi vida se llama “Campanadas”, es de Robert Aickman y transcurre en un hotel. Es terrorífico, un desquicio y una exquisitez.

“El mirador” está incluido en mi primer libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama, que en 2009 publicó Emecé y ahora acaba de ser reeditado por Anagrama. También apareció en Libro de huéspedes. 100 años del viejo hotel Ostende (Planeta) una historia del lugar desde múltiples ángulos que como bonus incluye algunos de los cuentos escritos en aquel encuentro: éste y los de Marina Mariasch, Cecilia Pavón, Pedro Molina Temboury y Dani Umpi.

Este artículo fue publicado originalmente el día 3 de febrero de 2017

Mariana Enríquez / Julie

Mariana Enriquez

La trajeron de Estados Unidos directo a mi casa en Buenos Aires. No querían que pasara tiempo en un hotel mientras buscaban un departamento para alquilar. Mi prima gringa Julie: había nacido en Argentina pero, cuando tenía dos años, sus padres, mis tíos, habían migrado. Se instalaron en Vermont: mi tío trabajaba en Boeing, mi tía —la hermana de mi padre— paría hijos, decoraba la casa y secretamente hacía reuniones espiritistas en su amplio y hermoso living. Latinos ricos, rubios, de apellido alemán: sus vecinos no sabían muy bien cómo ubicarlos porque venían de Sudamérica pero se apellidaban Meyer. De todas maneras, la primera hija delataba la sangre morena infiltrada, la de mi abuela india: Julie tenía los ojos oscuros y muertos de un ratón, el pelo implacable siempre erizado, la piel color arena mojada.

La comunicación con mi familia gringa, aunque frecuente, era trivial. Fotos en la nieve. Esos horribles retratos que les gustan a los norteamericanos con las sonrisas anchas, el fondo azul cielo de verano, las ropas domingueras. Charlas sobre los logros familiares, todos económicos: el nuevo auto, los viajes a Nueva York y Florida, las aplicaciones a universidades —siempre de los varones: Julie elegía «otros caminos»—, las Navidades blancas, los animalitos del bosque cercano que arruinaban el jardín, la permanente renovación de cuartos y cocina. Por supuesto nadie podía ser tan feliz como ellos y nosotros teníamos muy claro que mentían, pero apenas nos importaba. Vivían lejos en ese otro mundo rico al que jamás nos invitaban: nunca dijeron «les compramos pasajes» o «vengan a pasar un Año Nuevo en la nieve». En las fotos que enviaban Julie siempre aparecía seria, mal vestida y, sinceramente fea. Hinchada quizá y con el pelo enmarañado y débil. Parecía una enferma grave. 

Julie tenía veintiún años cuando sus padres, mis tíos, decidieron traerla de vuelta a la Argentina. Yo era un año más chica, apenas. Hubo muchos gritos, primero por teléfono y después en la casa sobre si aceptar o no la visita, que amenazaba ser larga. Yo vivía con mis padres: no conseguía trabajo, no tenía dinero para irme. La casa, aunque algo descuidada, era grande y cómoda. El problema no era el espacio. El problema era que la familia gringa nunca nos había ayudado. Nunca habían mandado un solo dólar. Nunca habían preguntado qué necesitábamos y habíamos necesitado muchas cosas durante todos los años argentinos de crisis, renacimiento, pérdida, locura, desastre y renacimiento. Mi padre, además, tenía una objeción ideológica. Volvían porque en efecto Julie estaba enferma y habían gastado fortunas en tratamientos en Estados Unidos. No todo era cubierto por el todopoderoso seguro de salud de Boeing. O, probablemente, mi tío no era un empleado de la compañía tan jerárquico como le gustaba alardear. Vienen a usar la salud pública de este país, bramaba mi padre. Mi madre no trataba de conciliar, no decía «es tu hermana». Lo dejaba pegar portazos. Sabía que, finalmente, íbamos a recibirlos. 

Llegaron una noche de lluvia en pleno verano. Acompañé a mi padre al aeropuerto. Julie era bizca, obesa, estaba vestida con un equipo de gimnasia de algodón color gris y el viaje en avión le había hinchado las manos. Pensé que no había nada que salvar: hay gente que se deja estar, que va demasiado lejos. Julie era así. El pleno abandono. Y nosotros ni siquiera sabíamos qué le pasaba exactamente. Mi tía apenas había llorado por teléfono, son cosas que se dicen cara a cara, pero es un problema mental. Es mental.

***

Las discusiones se daban alrededor de la mesa de la cocina. Yo trabajaba y estudiaba, veía poco a mis padres y a mi familia gringa, pero siempre asistía a las discusiones nocturnas. Ellos estaban de malhumor: no les gustaban las veredas rotas, desconfiaban de los médicos que habían ido a visitar, se escandalizaban por la cantidad de gente que vivía en la calle —y esto hacía aullar a mi padre, que contraponía a los indigentes de Nueva York—, no les gustaba la comida, extrañaban el frío y la variedad de yogures en el supermercado. Julie apenas hablaba aunque era educada. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. Era esquizofrénica, decía mi tía, pero en los últimos años había empeorado mucho. No quería dar detalles. 

Siempre estaban vestidos con ropa deportiva, los tres. Remeras y pantalones de algodón, zapatillas, nada de maquillaje. Así son los gringos de entrecasa, decía mi padre. Pero ellos no son gringos, insistía yo, y él me pasaba una mano por el pelo. 

Las discusiones seguían. No quiero que se atienda en el Moyano, parece un manicomio medieval, decía mi tío. Mi madre, ofendida, aseguraba que ella se había tratado ahí una depresión y que, en efecto, las instalaciones estaban deterioradas por negligencia de las autoridades, pero los profesionales eran de excelencia. Yo me metí en la discusión: ustedes vivieron acá, les dije, no hace tanto, y el Moyano siempre fue igual. Todo estaba deteriorado para ellos, los príncipes de Vermont. Mientras tanto Julie no parecía demasiado loca, salvo por cómo comía: sin parar, con las manos, sin respirar hasta que el plato estaba vacío y después sonreía y entonces se tomaba medio litro de Coca-Cola. 

La gran discusión estalló una tarde, cuando volvieron los tres de la consulta de una psiquiatra famosa. Habían llorado, se les notaba. También rezongaban porque el taxi había sido caro y encima era un auto viejo que apestaba a gasolina (decían «gasolina» y no «nafta» como si hablaran en doblaje mexicano). Cuando entraron, nos ignoraron. Yo tenía el día libre, mis padres recién llegaban de trabajar, debían ser las seis de la tarde.

Es tu culpa, gritaba mi tío. Your fault. You and your dammed ouija board!

Mi padre dijo en esta casa se habla cristiano. Son mis invitados. Sos mi hermana. ¡Son argentinos, carajo!

Lo miraron desconcertados y vi a mi tía quebrarse. Noté las canas que asomaban de su cuero cabelludo, los anteojos ladeados, las arrugas que le marcaban los costados de la boca como tajos verticales o decoraciones rituales. No fue eso, dijo, no pudo ser eso, era un juego. 

Basta de misterio, dijo mi padre. Se puso de pie, se cruzó de brazos y exigió saber la historia. Mi tía se la contó llorando como una criatura. Julie estaba presente, muda pero impresionada. Mi tío miraba el piso y en un momento, cuando la narración de los detalles de la locura llegó a la impudicia, tuvo que salir al patio.

La historia no era tan complicada, hasta era un convencionalismo de película de terror. Julie había empezado a jugar con un amigo invisible de chica, luego con varios. Le duraron demasiado: tenía catorce años y seguía hablando con sus amigos. Le dijo a mi tía que habían llegado a la casa en las sesiones de espiritismo y ouija que, durante años, fueron como reuniones sociales. Reuniones que se detuvieron entonces, ante la revelación y se dictaminó que las «voces» nada tenían que ver con los fantasmas sino con la esquizofrenia de Julie, potenciada por los problemas en la escolarización que obligaron al homeschooling. Los amigos-espíritus-voces no hacían nada, solamente hablaban con ella, no tenían sugerencias macabras, no rompían cosas ni hacían ruidos como poltergeists. Era fácil convivir con ellos y Julie. Sí, resultaba creepy escucharla parlotear y reír y a veces llorar con nadie, pero si eso iba a ser todo, era compatible con una vida normal. ¿Y mis primos? Ellos ya estaban en la Universidad. Se habían perdido, por suerte, la peor y más reciente fase de la enfermedad.

Mi tía había encontrado a Julie teniendo sexo con los espíritus. Mi madre se atoró con el vino cuando escuchó esto y escupió un buen trago sobre la mesa: parecía sangre aligerada, demasiado acuosa, sobre la fórmica blanca. Mi padre miró a Julie con pudor y ella le contestó con una mirada descarada. Ahí se fue mi tío. No sé cómo lo hace, continuó mi tía, ya sin vergüenza, desnuda, aliviada. Se masturba, claro, pero no es una masturbación convencional. Si la vieran: se le marcan en el cuerpo dedos. ¡Hay manos que le retuercen los pechos! ¡Manos invisibles!

Se puso a llorar. Por decir algo, yo dije que me recordaba a la película El ente. Julie habló, entonces. Su castellano era neutro, pero perfecto.

Es diferente. En esa película la protagonista es violada. A mí me gusta lo que ellos me hacen. Son los únicos que me quieren. 

No acompañó a su madre en el llanto. Sencillamente abrió una bolsa de papas fritas y se puso a comerlas como comía todo: a dos manos, la sal y la grasa pegadas a los labios. 

Los médicos dicen que es posible, dijo mi tía mientras se secaba la cara con un tissue. Que a veces la mente puede ejercer un poder sobre el cuerpo tan grande que se producen reacciones inexplicables. 

Como lo psicosomático, intervino mi madre y se puso a contar sobre su depresión y la colitis ulcerosa, las diarreas con sangre, el asma que como vino se fue. No me gusta recordar la depresión de mi madre: fue posparto y creo que es mi culpa. Bueno, no lo creo: lo fue. Yo la causé, las intenciones no cuentan.

Julie se terminó las papas, dijo que no con la cabeza y aseguró que todas las pastillas y los tratamientos del mundo no iban a curarla porque no había nada que curar. A mí me gusta, dijo. No sé por qué es un problema, dijo.

Ah, no lo sabés, gritó mi tía y le arrancó la bolsa de papas de las manos. Ella se limpió la grasa de las manos en nuestro sillón. Igual los sillones estaban bastante sucios. 

No lo sé, dijo Julie. Y agregó en inglés que su vida sería normal si no estuviese arruinada por medicamentos, las pastillas que engordaban y deformaban. I became a monster, dijo. But they want me anyway.

Mi tío entró. La escuchó cuando contaba, en inglés, sobre el placer de esos dedos fantasma, que no eran fríos, que eran una delicia. Le dio una cachetada que le hinchó la boca de inmediato aunque no hubo sangre. Y le dijo puta. Whore. Ella, acostumbrada, se retiró a la habitación con su teléfono (nunca se desprendía del celular). Nosotros nos quedamos temblando. Mi tía fingió un desmayo, creo que para que dejáramos de pensar en la imagen de su hija obesa, en la grasa bajo la piel que manipulaban con goce y amor las manos del más allá.

                                                                     ***

Después de tres semanas amenazaron con irse: no de vuelta a Estados Unidos sino a alquilar un departamento para «dejar de molestarnos». Mi madre les pidió que se quedaran, por cortesía, y ellos, tan groseros como siempre, dijeron muchas gracias y no volvieron a mencionar la partida. 

No tienen un mango, decía mi padre entre dientes mientras regaba las plantas de nuestro jardincito interno y, de pura rabia, empapaba al gato que corría indignado y se ocultaba tras el helecho mayor. La trajeron acá porque allá no pueden pagarle un tratamiento, es carísima la psiquiatría en Yanquilandia y acá el cambio los favorece. Además, hay mejores profesionales en salud mental. Allá no saben nada. Te medican y se acabó. 

Sin embargo, no los echaba. Después de todo, era su familia, y Julie siempre cerraba con llave la puerta de su habitación. Si tenía sexo ahí adentro, era muy discreta. Había empezado un nuevo tratamiento que implicaba internación medio día y más medicamentos. Volvía medio dormida y estaba más pálida y más gorda. A mí me daba mucha lástima pero no sabía qué hacer. 

A veces, antes de ir a la facultad, Julie y yo tomábamos el desayuno juntas en el patio. Era otoño, días preciosos, y ella quizá por imitarme comía con más elegancia. Igual se manchaba pero no era su culpa. Era la medicación que la hacía temblar. Mi prima me caía bien. Tenía dignidad. Y no retrocedía. Yo escuchaba a sus padres hablando en inglés —suponían que nosotros no los entendíamos—, discutiendo porque los médicos no podían convencerla de que los espíritus amantes no existían. Ella estaba segura, ella se sentía querida, ¿por qué sacarle eso? La veía en el patio antes de ir a su media internación, mirando las plantas, sonriéndole al gato, y cada mañana mientras ella deglutía sus cereales y yo tomaba mi café, trataba de buscarle una solución, que la liberara a ella y sacara a mis tíos de la casa. Además, por las conversaciones, por las discusiones, supe lo que ellos querían: internarla. Dejarla en Argentina. Volverse sin la hija loca que quedaba tan mal en las reuniones, no tanto por su sexo con los espíritus —eso podía permanecer secreto— sino porque su estado les negaba planes de viajes a Florida, de mudanza quizá, de casa frente al lago. Su aspecto los obligaba a la vergüenza. La iban a abandonar. No podían pagar una institución en Estados Unidos. Acá podían ubicarla en un lugar público, gratis. Julie era argentina, después de todo. ¿Y quiénes quedarían encargados de visitarla? ¿Mis padres? ¿Yo? 

Tenía que haber otra gente como ella. No sé si le creía o no: eso no era importante. No les dije nada a mis padres ni a Julie ni a nadie: ni mis amigos sabían los detalles del caso. Me sumergí en Internet. Debía haber más gente que tenía sexo con espíritus y seguro se congregaba, con suerte en una comunidad que no fuese anónima ni que solo existiese online. Había gente que compartía sus fetiches por estatuas y maniquíes, incluso por juguetes de peluche; había hombres que tenían sexo disfrazados de bebés y mujeres adictas a comer plástico y hombres y mujeres que se excitaban lamiendo globos oculares. 

Pero lo del sexo con muertos fantasmas no resultó tan fácil de encontrar. Al principio lo más cercano que encontré fueron necrófilos en perpetua queja por no poder siquiera acercarse a un féretro abierto. Leyendo su procacidad empecé a darme cuenta de la belleza de Julie. De su rechazo a la vulgaridad incurable de sus padres. De cómo había arruinado su cuerpo hasta el grotesco para demostrar que sin embargo era hermoso de una manera que nosotros no conocíamos. 

Tras una semana de búsqueda intensiva, cuando ya me daba por vencida encontré a un grupo en Estados Unidos, The Marjorie Simmons Association. Tuve que pagar y escribir una nota de pedido de admisión y esperar la respuesta de los administradores, pero una mañana encontré el mail de Congratulations en mi bandeja. Y esa misma noche chateé con una Melinda y le conté mi dilema. Nuestro dilema. Ella quiso saber por qué no hablaba Julie y le expliqué que estaba muy medicada. Melinda entendió: siempre nos patologizan, me dijo. Organicé, sin decirle nada a Julie, una cita con Melinda para el día siguiente. Por Skype pero solo una llamada: no había confianza para verse las caras. 

Cuando se lo conté a mi prima, temblaba. No pude terminar de explicarle. Tiró al piso su desayuno, dio tres pasos gordos hasta mí y me abrazó con verdadero agradecimiento. Olía muy bien. A pesar de su brutalidad y torpeza con la comida, era escrupulosamente limpia.

Por qué no los buscaste vos, quise saber. Estás siempre con el teléfono, estás siempre online.

No lo sé, dijo sinceramente. La gente me da miedo. 

¿Entonces vas a tener miedo esta noche? ¿Suspendo la cita?

No, me dijo con los ojos redondos y agitó sus deditos rechonchos. Ellos quieren encarcelarme. ¿Lo sabías?

Tenés que escapar, le dije.

                                                                            ***

En el Buquebús que nos llevaba a Uruguay Julie estaba tan feliz que ni siquiera le importaban las miradas de desaprobación de las flaquísimas mujeres que cruzaban el Río de la Plata para pasar un fin de semana en Colonia. Habíamos escapado justo a tiempo, con la tormenta familiar desatada. Mi tío ya había vuelto a Estados Unidos pero ahora la que anunciaba su regreso era mi tía, llorosa, quejumbrosa, falsa hasta el escándalo. Había conseguido una clínica muy buena, decía, y se comprometía a pagarla. Cómo no voy a pagar por mi hija, gritaba. Mi padre, cruel y seguro al mismo tiempo, llamó por teléfono a la clínica y, por altavoz para que todos pudiéramos oírla, nos hizo escuchar cómo la encargada de contabilidad decía que sí, tenían fecha de admisión de la paciente pero aún no habían recibido ningún depósito de dinero. Yo no escuché la pelea: estaba trabajando. Me enteré por Julie. Desde esa primera noche con Melinda había hecho grandes progresos: ya eran amigas. Me habían prohibido participar de las conversaciones y accedí, aunque me daba curiosidad. Entendía. Resultó que las visitadas por espíritus —así se hacían llamar— no eran solamente mujeres, había muchos visitados también. Resultó que tenían su propia comunidad: en Estados Unidos, vivían en un trailer park en Arizona. La Asociación se llamaba así en honor a una viuda, Marjorie Simmons, que había logrado tener sexo con el espíritu de su propio esposo muerto. El problema era que no existía ninguna rama de la Asociación en la Argentina. Nuestra única y pequeña comunidad en Sudamérica está en Uruguay. La pronunciación del nombre del país había sido atroz y todavía resultaba más estúpidamente atroz que esta Melinda no supiese que Uruguay quedaba justo enfrente de Buenos Aires, con un río de por medio, pero yo no pensé que por esta ignorancia ella o su Asociación fuesen un fraude. Era gringa: los gringos son así. No saben nada del mundo, son incapaces de enterarse, no se les ocurre mirar un mapa.

Entre Julie y Melinda organizaron el recibimiento en la comunidad uruguaya. Quedaba a las afueras de un pueblo cercano a Colonia, Nueva Helvecia o Colonia Suiza. Ese lugar era famoso por retiros new age y comunidades que practicaban alguna espiritualidad alternativa. Era un buen lugar para ocultarse. 

Nueva Helvecia quedaba muy cerca de Colonia: sesenta kilómetros. Julie seguía tomando las pastillas; Melinda le explicó que en la comunidad sabrían cómo ayudarla a dejarlas y manejar la abstinencia. Teníamos las coordenadas, la descripción de la casa que buscábamos y un nombre: Rolf. Seguro no era real. Qué fácil era desaparecer, pensé. Hacía falta determinación, no demasiada, alguien en quien confiar y un poco de dinero. Julie le había robado a su madre unos quinientos dólares. La comunidad no pedía más. Se autoabastecían, tenían una chacra, recibían donaciones. 

Julie habló bastante en el corto viaje: una hora de Buquebús, otra de auto. Me contó sobre las primeras visitas, sobre las diferencias entre los visitantes, a uno le gustaba especialmente lamerle el agujero del culo, lo dijo así, como una bestia y casi me mareo: estaba perdiendo la elegancia. O quizá de verdad estaba loca. Ahora ya no lo sabría. Le pedí que se callara, le dije que podríamos perdernos y se quedó en silencio pero ofuscada. Yo no la conocía, me daba cuenta. No sabía si sus padres, aunque gringos y tacaños y desagradables, no estarían diciendo la verdad. Quizá ellos sí la escuchaban hablar de manera explícita, desbocada y estaban hartos. Quizá le habían enseñado a comportarse en público, con ayuda de las pastillas. Ah, ¿y si me había equivocado?

Llegamos a la casa indicada. Era bonita, pero parecía algo abandonada. El silencio lo quebraba el cacareo de gallinas. Rolf esperaba vestido de blanco. Era alto y canoso. Llevaba anteojos negros. Mi prima se tiró en sus brazos y después en los míos. Afuera del auto, yo encendí un cigarrillo. Le ofrecí el paquete a Rolf, que rechazó. Le habló a Julie. Le dio la bienvenida. Yo le alcancé el bolso: ella saltaba, infantil, el culo enorme (ese que le chupaban tan bien) zangoloteaba como si estuviese lleno de agua. Rolf me agradeció y después dijo, con un acento puramente uruguayo que delataba lo apócrifo de su nombre: «Hasta acá llegaste».

¿La van a tratar bien?, pregunté.

Rolf me sonrió. Tenía una dentadura perfecta, blanquísima, cuidada.

Por supuesto, dijo. 

Julie volvió a besarme y después se fue. Rolf cargaba su bolso. Ella hablaba sin parar. Yo adiviné el futuro. 

Yo volvería a casa. Fingiría no saber nada del paradero de Julie. La buscaríamos un tiempo. La daríamos por desaparecida. Sus hermanos vendrían; volvería su padre. Se la daría por muerta. Y yo regresaría a Nueva Helvecia y jamás encontraría la casa linda pero algo abandonada, ni vería otra vez los dientes de Rolf ni a mi prima alejándose con su culo desbordado por un camino de tierra seca, bajo el sol, al encuentro de los que eran como ella.

EL CUENTO POR SU AUTOR

Mis cuentos siempre suelen surgir de una imagen o de una historia que escucho, algo vaga, inespecífica, que nunca profundizo o investigo: sencillamente imagino más. En «Julie» convergen varias cosas. Por un lado algo muy extraño en mi caso, porque no soy una escritora cinéfila. Desde que la vi por primera vez, en televisión y sin ningún tipo de precaución o aviso previo, quedé obsesionada con la película de terror El Ente, de 1982, protagonizada por Bárbara Hershey. La trama es muy sencilla: a Bárbara la ataca sexualmente un ser invisible, la viola. Sexo sin consentimiento con un fantasma. Hay una escena muy lograda donde se ven los dedos invisibles apretándole los senos. Nunca la volví a ver porque, imagino, no está muy bien la película, pero me impresionó muchísimo entonces y me impresiona mucho ahora la idea de una violación fantasmal. Muchos años después, escuché de una persona cercana a mi familia una historia que se relaciona con la de este Ente, pero es más retorcida: la hija adulta de una familia adinerada, de New England, decía que la atacaba sexualmente un fantasma. La familia practicaba el espiritualismo y el caso era como el de un poltergeist violento y degenerado. Había algo en estas historias que me inquietaba mucho pero no quería escribir un cuento sobre violaciones fantasmales por muchos motivos pero sobre todo porque me parecía un tema demasiado serio para una metáfora tan obvia. 

Como me interesa el ocultismo, en mis pesquisas llegué a Jack Parsons, un científico e ingeniero pionero en el diseño y construcción de cohetes que después de breve paso por el marxismo, a fines de los años 30 se unió a la Iglesia de Thelema, la orden esotérica del ocultista británico Aleister Crowley. La vida de Parsons es apasionante, pero él no tiene que ver con este cuento. La que viene al caso es su esposa, Marjorie Cameron, con quien se casó en 1946. Él creía que Marjorie era una mujer invocada en rituales mágicos sexuales. Poco después del matrimonio, a Parsons le explotó un cohete y murió. Ella empezó rituales para comunicarse con su espíritu y formó una sociedad secreta. Aparentemente, logró conjurarlo y tener sexo con él después de muerto, en el desierto. Marjorie Cameron era artista plástica -extraordinaria- actriz y poeta. Ese sexo con un fantasma, pero con consentimiento, un fantasma invocado por el deseo de una mujer brillante, es lo que está por debajo de este cuento.

Marjorie Cameron es más interesante que esta historia, así que cuando la terminen, si pueden, busquen el documental sobre su vida, Wormwood Star

Este cuento fue escrito a pedido del escritor español Luisgé Martín para la revista madrileña Eñe. Se publicó solamente ahí.

Mariana Enríquez
23 de febrero de 2020