Virginia Woolf / La mujer ante el espejo

Virginia Woolf

Una reflexión

The Lady in the Looking-Glass by Virginia Woolf

La gente no debería dejar espejos colgados en las habitaciones, como tampoco debería dejar abiertos talonarios de cheques o cartas en las que se confiese algún horrible delito. Era imposible no mirar, aquella tarde de verano, el gran espejo que había fuera, en el vestíbulo. El azar así lo había dispuesto. Desde las profundidades del sofá, en la sala de estar, se veía reflejado en el espejo italiano no sólo la mesa de mármol que había enfrente, sino también un trozo de jardín. Se veía un largo sendero de hierba que discurría entre macizos de altas flores hasta que el marco dorado del espejo lo cortaba en una esquina.
La casa estaba vacía y te sentías, puesto que eras la única persona que había en la sala de estar, como uno de esos naturalistas que, cubiertos de hierba y hojas, permanece agazapado para observar a los animales más tímidos —como el tejón, la nutria o el martín pescador— que merodean libremente por los alrededores sin ser vistos. Esa tarde la habitación estaba llena de criaturas así de tímidas, de luces y sombras, cortinas ondeando, pétalos cayendo…, cosas que nunca ocurren, al parecer, cuando alguien mira. La vieja y silenciosa estancia campestre, con sus alfombras, su chimenea de piedra, sus librerías empotradas y sus escritorios lacados en rojo y oro, estaba llena de criaturas nocturnas como éstas.
Llegaban haciendo piruetas, caminando delicadamente de puntillas con las colas en abanico y picoteando con sus picos insinuantes, como grullas o bandadas de elegantes flamencos que hubiesen perdido su color rosado, o como pavos reales con las colas veteadas de plata. Y había también sombríos resplandores y oscurecimientos, como si una sepia tiñese súbitamente el aire de púrpura; y la sala tenía sus pasiones y furias y envidias y penas, que la acechaban y la cubrían como un ser humano. Nada permanecía igual durante más de dos segundos.
Pero, fuera, el espejo reflejaba la mesa del vestíbulo, los girasoles y el jardín con tanta nitidez y tan fijamente que parecían atrapados de manera irremediable en su propia realidad. Era un contraste extraño: todo fugacidad aquí, todo quietud allá. Resultaba imposible evitar que la mirada saltase de una cosa a otra. Además, como todas las puertas y ventanas estaban abiertas al calor, había un constante suspiro interrumpido, la voz de lo transitorio y lo perecedero, que iba y venía como el aliento humano, mientras en el espejo las cosas habían dejado de respirar y permanecían inmóviles en el éxtasis de la inmortalidad.
Hacía media hora que la señora de la casa, Isabella Tyson, había recorrido el sendero con un ligero vestido de verano, su cesta, y había desaparecido, cortada por el marco dorado del espejo. Era de suponer que había ido a por flores a la parte baja del jardín; o, como parecía más natural, a cortar una planta ligera y fantástica y frondosa y trepadora, una clemátide, o uno de esos elegantes manojos de corregüela que se retuercen sobre feos muros y estallan aquí y allá en brotes blancos o violetas. Isabella se parecía más a la fantástica y trémula corregüela que al erecto áster, la almidonada zinnia, o a sus propias rosas ardientes y encendidas como farolas en los rígidos postes de los rosales. La comparación revelaba cuán poco, después de tantos años, sabíamos de ella. Porque es imposible que una mujer de carne y hueso, a sus cincuenta y cinco o sesenta años, sea realmente una corona de flores o un zarzillo. Tales comparaciones son completamente ociosas o superficiales… son incluso crueles, pues se interponen temblorosamente como la corregüela entre la propia mirada y la verdad. Ha de existir la verdad; ha de haber un muro. Y, sin embargo, era extraño que conociéndola después de tantos años fuese imposible decir cuál era la verdad sobre Isabella; que aún se hiciesen frases como ésta sobre corregüelas y clemátides. En cuanto a los hechos, era un hecho que Isabella era una solterona; que era rica; que había comprado una casa y reunido con esfuerzo —llegando a veces hasta los rincones más oscuros del mundo y con gran riesgo de picaduras venenosas y enfermedades orientales— las sillas, los escritorios y las alfombras que ahora vivían su existencia nocturna ante nuestros ojos. En ocasiones parecía como si supiesen más sobre ella de lo que a nosotros, que nos sentábamos en ellas, escribíamos en ellos y las pisábamos con tanto cuidado, nos estaba permitido saber. En cada uno de esos escritorios había montones de cajones pequeños, y cada uno de estos cajones contenía casi con seguridad cartas, cartas atadas con lazos, perfumadas con varitas de lavanda o pétalos de rosa. Pero también era un hecho —si es que son los hechos lo que importa— que Isabella había conocido a mucha gente, había tenido muchas amistades; y por eso, quien tuviera la audacia de abrir el cajón y leer sus cartas, encontraría indicios de muchas discusiones, citas, recriminaciones por haber faltado a las citas, largas e íntimas cartas de amor, violentas cartas de celos y reproches, terribles palabras de despedida —pues todos aquellos encuentros y citas habían quedado en nada— es decir, Isabella nunca se casó, y sin embargo, a juzgar por la indiferencia de su rostro, que era como una máscara, había vivido veinte veces más pasión y experiencia que esos que pregonan sus amores a los cuatro vientos. Bajo la tensión de pensar en Isabella la habitación se volvió más sombría y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas y las sillas de las mesas más alargadas y jeroglíficas.
Estas reflexiones concluyeron violentamente, y sin el menor ruido. Una figura grande y negra apareció en el espejo; lo borró todo, dejó sobre la mesa un montón de losetas de mármol con vetas rosas y grises, y desapareció. Pero la escena quedó alterada por completo. Por el momento resultaba irreconocible e irracional y enteramente borrosa. Era imposible relacionar las losetas con algún propósito humano. Y luego, poco a poco, se vieron afectadas por cierto proceso lógico que comenzó a poner en ellas orden y sentido y a situarlas en el marco de lo habitual. Finalmente resultaron ser simples cartas. El hombre había traído el correo.
Allí estaban, sobre la mesa de mármol rezumando luz y color al principio, y en estado bruto, sin absorber. Y luego fue extraño ver cómo se desplazaban y colocaban y ordenaban e integraban en la escena y recibían la quietud y la inmortalidad que el espejo confería. Permanecían allí dotadas de una nueva realidad y una nueva importancia y también de una mayor solidez, como si hiciese falta un cincel para separarlas de la mesa. Y, ya fuese o no una fantasía, parecían haberse convertido en algo más que un puñado de cartas, en tablillas con la verdad eterna grabada en ellas… quien pudiese leerlas descubriría todo cuanto había que saber acerca de Isabella, sí, y también acerca de la vida. Las páginas anteriores de estos sobres de aspecto marmóreo debían de poseer un significado tallado con profundidad y grabado con claridad. Isabella entraría y las cogería, una por una, muy despacio, y las abriría, y las leería detenidamente, palabra por palabra, y luego, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiese llegado hasta el fondo de todas las cosas, rompería los sobres en trocitos pequeños y ataría las cartas y cerraría el cajón del escritorio decidida a ocultar lo que no deseaba que nadie supiera.
Este pensamiento resultó ser como un desafío. Isabella no quería que se supiera… pero no podría seguir evitándolo por más tiempo. Era absoluto, era monstruoso. Si tanto ocultaba y tanto sabía, sería preciso abrir el interior de Isabella con el instrumento que hubiese más a mano: la imaginación. Había que fijar la mente en ella en ese preciso instante. Había que retenerla allí. Había que negarse a ser intimidado de nuevo con dichos y hechos como los que producía el momento: con cenas y visitas y conversaciones de cortesía. Había que ponerse en el lugar de Isabella. Tomando la frase en su sentido literal resultaba fácil ver los zapatos que calzaba en ese momento, allí en la parte baja del jardín. Eran muy estrechos y alargados y elegantes: hechos del más suave y flexible cuero. Como todo lo que Isabella llevaba, eran exquisitos. Y ella permaneció en pie, junto al alto seto, en la parte baja del jardín, empuñando las tijeras que llevaba colgadas de la cintura para cortar alguna flor marchita, alguna rama que hubiese crecido en exceso. El sol le caía a plomo en la cara, en los ojos; pero no, en el momento crítico un velo de nubes ocultó el sol, dibujando en sus ojos una expresión dubitativa… ¿era burlona o tierna, alegre o triste? Sólo se veía el perfil impreciso de un hermoso rostro, más bien difuso, mirando al cielo. Tal vez pensaba que debía encargar una redecilla nueva para las fresas; que debía enviar flores a la viuda de Jonson; que ya era hora de visitar a los Hippesley en su nueva casa. Ésas eran sin duda las cosas de las que hablaba durante la cena. Lo que querías captar y verter en palabras era su ser más íntimo, ese estado que es a la mente lo que la respiración es al cuerpo, eso que llamamos felicidad o infelicidad. Al mencionar estas palabras resultaba evidente que ella tenía que ser feliz. Era rica; era distinguida; tenía muchas amistades; viajaba: compraba alfombras en Turquía y vasijas azules en Persia. Avenidas de placer partían en distintas direcciones del lugar donde se encontraba Isabella, con sus tijeras levantadas para cortar las ramas temblorosas mientras las finas nubes velaban su rostro.
Con un rápido movimiento de tijeras cortó el ramo de clemátides y éste cayó al suelo. Y mientras caía, seguro que también la luz se volvió más intensa y fue posible adentrarse un poco más en su ser. Luego la ternura y la pena inundaron su mente… Cortar una rama que había crecido en exceso la entristecía porque era un ser vivo y la vida era algo muy preciado para ella. Sí, y al mismo tiempo, la caída de la rama le recordaría que también ella habría de morir, y le haría pensar en la futilidad y evanescencia de las cosas. Y más tarde, interrumpiendo rápidamente este pensamiento, con un buen juicio, pensó que la vida la había tratado bien; aun cuando habría de caer, sería para yacer sobre la tierra y pudrirse dulcemente entre las raíces de las violetas. De modo que allí estaba, pensando. Y sin llegar a definir ningún pensamiento… —pues era una de esas personas reservadas cuyas mentes guardan sus reflexiones enredadas en nubes de silencio—, Isabella estaba llena de pensamientos. Su mente era como su sala de estar, donde las luces avanzaban y retrocedían, hacían piruetas y caminaban suavemente, desplegaban sus colas, picoteaban su camino; y entonces, todo su ser quedaba bañado, como la sala, por una nube de conocimiento profundo, una pena secreta, , y luego se llenaba de cajones cerrados, atestados de cartas, como sus escritorios. Hablar de «abrir el interior de Isabella» como si fuese una ostra, emplear para ella sólo las mejores herramientas, las más sutiles y más dúctiles, era irreverente y absurdo. Había que imaginar… ahora estaba en el espejo. Te hacía sobresaltarte.
Al principio estaba tan lejos que resultaba difícil verla con claridad. Se acercó sin prisa, con vacilación, colocando una rosa aquí, levantando un clavel allá para olerlo, pero sin detenerse en ningún momento; y fue creciendo más y más en el espejo, volviéndose más y más plenamente la persona en cuya mente intentabas penetrar. La ponías a prueba poco a poco… encajabas en aquel cuerpo visible las cualidades que habías descubierto. Allí estaba su vestido gris verdoso, y sus zapatos alargados, su cesta, y algo brillaba en su cuello. Llegó de un modo tan gradual que no parecía estropear la imagen del espejo sino introducir un elemento nuevo que se movía con suavidad y alteraba los demás objetos, como pidiéndoles, con cortesía, que hiciesen sitio para ella. Y las cartas y la mesa y el sendero y los girasoles que habían aguardado en el espejo, se separaron y abrieron para acogerla entre ellos. Finalmente estaba allí, en el vestíbulo. Se detuvo. Se quedó de pie junto a la mesa. Estaba absolutamente inmóvil. De inmediato, el espejo empezó a derramar sobre ella una luz que parecía dejarla allí clavada; que parecía corroer como el ácido lo accesorio y superficial, dejando sólo la verdad. Era un espectáculo delicioso. Todo se desprendía de ella —nubes, vestido, cesta, brillante— todo lo que habías llamado corregüela o clemátide. Allí estaba el sólido muro. Aquí la mujer. Permanecía de pie, desnuda, bajo esa luz despiadada. Y no había nada. Isabella estaba absolutamente vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. No se preocupaba por nadie. En cuanto a su correspondencia, todo eran facturas. Mírala ahí de pie, vieja y angulosa, con sus venas y sus arrugas, con la nariz alta y el cuello lleno de pliegues, ni siquiera se toma la molestia de abrirlas.
La gente no debería dejar espejos colgados en las habitaciones.

«Relatos completos». Edición de Susan Dick. Edición castellana: Alianza editorial S.A. (Alianza Tres). Versión castellana de Catalina Martínez Muñoz.

A. S. Byatt / La cosa del bosque

A. S. Byatt

    Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque. Las dos eran evacuadas, y las habían enviado en tren lejos de la ciudad junto con un numeroso grupo de otros niños. Todos tenían una etiqueta con su nombre prendida al abrigo con un imperdible, así como un bolso o mochila en la mano y la reglamentaria máscara antigás. Llevaban bufanda de lana y gorro, y muchos tenían guantes de lana sujetos a una larga cinta que les pasaba por detrás del cuello y a lo largo de las mangas, por el interior del abrigo, de manera que los diez dedos de lana colgaban fuera como un par de manos de repuesto, a semejanza de un espantapájaros. Con las piernas desnudas, los zapatos desgastados y los calcetines arrugados, casi todos mostraban rozaduras en las rodillas en distintos grados de cicatrización. Estaban en esa edad en que los niños sufren caídas frecuentes, y tenían las rodillas desprotegidas. Cargados con sus bolsos, algunos de los cuales eran casi demasiado grandes para que pudieran transportarlos, y con los objetos personales que acarreaban —una muñeca, un coche de juguete, una revista de historietas—, parecían un alborotado ejército de enanos avanzando ruidosamente por el andén.
    Las dos niñitas acababan de conocerse y se habían hecho amigas en el tren. Compartían un trocito de chocolate y mordían por turnos una manzana. Una le cedió a la otra la página interior de su revista de historietas, el Beano. Se llamaban Penny y Primrose. Penny era delgada, morena y alta, tal vez algo mayor que Primrose, que era rolliza, rubia y de cabellos rizados. Primrose tenía las uñas comidas, y un cuello de terciopelo en su elegante abrigo verde. Penny era de una palidez transparente, casi enfermiza, con un toque azulado en los finos labios. Ninguna de las dos sabía adonde se dirigía ni cuánto duraría el viaje. Tampoco sabían por qué se iban, ya que sus respectivas madres no habían encontrado el modo de explicarles el peligro. ¿Cómo se le dice a un hijo «Te envío lejos porque pueden caer bombas enemigas del cielo, porque las calles de la ciudad pueden arder como un incendio forestal de ladrillos y vigas, pero yo me quedo aquí, donde creo que diariamente correré el peligro de acabar quemada, enterrada viva, ahogada por los gases, y al fin veré quizá un ejército gris invadiendo la ciudad en tanques, o remontando el río en submarinos, con los cañones llameantes?
    Así pues, las madres —que no se parecían en absoluto— actuaron de manera semejante y no explicaron nada, lo cual resultaba más sencillo. Sabían que sus hijas eran pequeñas, incapaces de entender o imaginar aquello.
    En el tren, las niñas discutieron sobre si se trataba de una especie de vacaciones o de alguna clase de castigo, o un poco de cada cosa. Penny había leído un libro sobre
boy scouts
, pero los chicos del tren no parecían exploradores, sino un heterogéneo batallón de niños perdidos. Llegaron a la conclusión de que tal vez no eran chicos de muy buena conducta y que por este motivo los habían enviado lejos. Para su gran satisfacción, se definieron como «bien educadas» y decidieron mantenerse juntas. Se sentarían una al lado de la otra, y ese tipo de cosas.


    * * *


    El tren avanzaba lentamente, alejándose más y más de la ciudad y de sus hogares. No era un tren limpio; el tapizado de su compartimiento tenía el olor húmedo de los pantalones sin lavar, y las bocanadas de vapor caliente que pasaban delante de su ventanilla estaban llenas de minúsculas partículas de ceniza, de carbonilla y, de vez en cuando, de chispas encendidas que aguijoneaban la cara y los dedos como agujas calientes si alguien abría la ventana. Era muy ruidoso también, cada vez que tomaba un poco de velocidad. La locomotora emitía grandes gemidos rugientes, y las invisibles ruedas traqueteaban debajo con un rítmico y monótono tap-tap-tap-CRACH, tap-tap-tap-CRACH. Una capa de vaho y hollín cubría las ventanillas. El tren se detenía a menudo y, cuando se paraba, usaban los guantes para limpiar un círculo en el cristal y atisbar los campos inundados, las laderas aradas y las modestas estaciones cuyos nombres se habían camuflado cuidadosamente, cuyos andenes estaban desprovistos de vida.
    Las niñas ignoraban que la ausencia de nombres tenía como fin desorientar o engañar a un ejército invasor. Les dio la impresión —no llegaron a reflexionar sobre ello, pero la idea germinó en su interior— de que los habían borrado por su causa, con la intención de que no supieran adónde iban o de que, como Hansel y Gretel, no pudieran encontrar el camino de vuelta. No hablaron de esta inquietud, pero trabaron la clase de conversación que los niños tienen sobre cosas que les desagradan por completo, cosas que los irritan, les disgustan o los atemorizan. Budín de sémola con su textura granulosa, puré de guisantes, la grasa de la carne asada. Oír el crujido de los escalones y los marcos de las ventanas en la oscuridad o por obra del viento. Tener la cabeza sujeta brutalmente hacia atrás por encima de la palangana mientras te lavan el pelo y el agua fría te corre por dentro de la camiseta. Las pandillas agresivas en el patio de recreo. Sentían la presión de todos los otros chicos desconocidos en todos los otros compartimientos como una pandilla en potencia. Compartieron otro trocito de chocolate, se lamieron los dedos, y observaron un enorme ganso blanco que agitaba las alas a la orilla de un estanque negro como la tinta.
    El cielo adquirió un tono gris oscuro, y al fin el tren se detuvo. Los niños descendieron, se pusieron en doble fila, y los condujeron a un autobús del color del lodo.
    Penny y Primrose consiguieron sentarse juntas, pero estaban encima de la rueda y las dos empezaron a sentirse mareadas cuando el autobús avanzó dando tumbos por sinuosos caminos rurales, bajo el azote de las ramas, oscuras hojas de oscuros brazos de madera contra un cielo oscuro, mientras jirones de tenues nubes se deslizaban sobre la luna llena que de trecho en trecho asomaba entre el follaje.    * * *


    Los alojaron temporalmente en una gran casa solariega requisada a su propietario, que se iba a acondicionar como hospital para heridos que requirieran una larga convalecencia, y como depósito secreto de obras de arte y otros objetos valiosos. Se les dijo a los niños que el alojamiento sería temporal, hasta que les encontraran familias que los acogieran en su hogar. Penny y Primrose se tomaron de la mano y se dijeron que sería maravilloso si pudieran ir juntas a la misma familia, pues así se tendrían al menos la una a la otra. Pero no comentaron nada de esto a las mujeres de aire fatigado que les daban órdenes, porque, con la sagacidad de los niños pequeños, sabían que su pedido podía ser contraproducente, que a los adultos les gusta decir que no. Imaginaron familias posibles con las que podían enviarlas. No hablaron de lo que imaginaban, ya que esas visiones, al igual que los letreros negros de las estaciones, las atemorizaban demasiado, y las palabras podían convertir ese horror en algo palpable, como por arte de magia. Penny, que amaba la lectura, imaginaba siniestros defensores Victorianos de la severidad, como el señor Brocklehurst de Jane Eyre o el señor Murdstone de David Copperfield. Primrose, sin saber por qué, imaginaba una mujer gorda con cofia blanca y brazos gruesos y sonrosados, que sonreía amablemente pero obligaba a los niños a llevar delantales de arpillera y a fregar los peldaños de la escalera y el horno.
    —Es como si fuéramos huérfanas —le dijo a Penny.
    —Pero no lo somos —contestó Penny—. Si conseguimos seguir juntas…


    * * *


    La enorme casa tenía una imponente escalinata doble frente a la puerta de entrada, con grifos y unicornios esculpidos en la balaustrada. No había luz, a causa de los cortes de electricidad por razones de defensa. Todos los postigos se mantenían cerrados. No se filtraba ninguna claridad acogedora por el vano de la puerta o de las ventanas. Los niños subieron penosamente la escalera en doble fila, colgaron su abrigo en unos improvisados ganchos marcados con un número de identificación, y recibieron la cena (estofado irlandés y arroz con leche con una cucharada de mermelada rojo sangre) antes de ir a acostarse en largos dormitorios improvisados en los que antaño habían dormido los criados. Tenían camas de campaña (cedidas por el ejército) y burdas mantas grises. Penny y Primrose lograron adjudicarse dos camas adyacentes, pero no pudieron conseguir dos que estuvieran ubicadas en un rincón. Hicieron cola para cepillarse los dientes en un diminuto cuarto de baño, y ambas sufrieron una angustia sofocante (nuevamente, sin hablarlo) al pensar en cómo harían si en mitad de la noche querían hacer pis, ya que el lavabo estaba en el piso inferior, las luces permanecían apagadas y había un largo camino hasta la puerta. También las atemorizaba la idea de que, en medio de la oscuridad, los otros niños empezaran a reír, a correr, a fastidiar, y se convirtieran en una pandilla. Pero nada de eso sucedió. Todos se sentían exhaustos, angustiados y huérfanos. Un silencio incómodo, una corriente de sueño agitado se extendió sobre ellos. Los únicos sonidos —que parecían provenir de todos los rincones del gran dormitorio— eran sollozos y gemidos ahogados, que brotaban de las caras sepultadas en las almohadas.
    Cuando llegó el nuevo día, las cosas parecieron, como de costumbre, mejores y más prometedoras. Les sirvieron el desayuno en una vasta sala abovedada. Sentados frente a mesas de caballete, comieron copos de avena cocidos en agua con una pizca de la mermelada roja, y bebieron una taza de té cargado. Luego les dijeron que podían salir a jugar hasta la hora de almorzar. En esa época no se vigilaba estrechamente a los niños —procedieran de donde procedieran— y se les permitía ir y venir con total libertad, así que a estos evacuados no se los confinó en ninguna clase de encierro ni campo de refugiados. Les indicaron que tenían que estar de vuelta a las doce y media, y que para entonces los supervisores confiaban en haber solucionado el problema de su futura vida provisional. Era una incógnita cómo se suponía que sabrían que eran las doce y media, pero se daba por descontado que, aunque casi ninguno tenía reloj, estarían al tanto de la hora. Estaban acostumbrados a ello.
    Penny y Primrose salieron juntas a la terraza, decentemente vestidas con su abrigo y sus zapatos con cordones. La terraza les pareció enorme, y ciertamente era muy extensa. Cubierta con una fina capa de grava, tenía aquí y allá unos toques de verde brillante, y zonas invadidas por el musgo. Más allá había una balaustrada de piedra, con una escalera que conducía al parque de abajo. Esa mañana, el césped crecido tenía reflejos plateados. Largos arriates flanqueaban el jardín, llenos de flores anuales marchitas y de húmedas matas de tallos. Un jardinero habría advertido los primeros signos del abandono, pero éstas eran niñas de ciudad y lo que advirtieron fue la ensortijada masa de tallos húmedos y el olor húmedo a plantas. A lo largo del jardín, que parecía ser mucho más extenso que la extensa terraza, había un seto de tejos podados, erizado de ramitas y brotes que sobresalían desordenadamente. En medio del seto había un portillo y, pasado éste, árboles, un terreno arbolado, un bosque, se dijeron las niñas.
    —Vayamos al bosque —propuso Penny, como si fuera lo que tenía que decir.
    Primrose vaciló. La mayoría de los otros niños corrían de un lado a otro por la terraza, arrastrando los pies por la grava. Algunos chicos jugaban con una pelota en el césped. El sol salió con todo su esplendor de detrás de una brumosa nube, y los árboles parecieron de súbito brillantes y secretos a la vez.
    —De acuerdo —asintió Primrose—. No tenemos porqué alejarnos.
    —No. Nunca he estado en un bosque.
    —Ni yo tampoco.
    —Tenemos que ir a verlo, ahora que podemos —dijo Penny.
    Había una niña muy pequeña —una de las más pequeñas— cuyo nombre, como le decía ella a todo el mundo, era Alys. Con y griega, les decía a los que sabían deletrear y a los que no sabían, entre los cuales seguramente se contaba. Hacía muy poco que había dejado de usar pañales. Era extraordinariamente bonita, sonrosada y blanca, con grandes ojos azules, y ricitos dorados que le cubrían la cabeza y el cuello y dejaban entrever la piel sonrosada. Al parecer, no había nadie que se hiciera cargo de ella, ningún hermano o hermana mayor. Ni siquiera había sido capaz de lavarse las huellas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas con hoyuelos.
    Alys había hecho varios intentos de juntarse con Penny y Primrose, pero ellas no querían, llenas como estaban de entusiasmo por haberse conocido y por su mutua simpatía. Así pues, les dijo:
    —Yo también voy al bosque.
    —No, no vas —contestó Primrose.
    —Eres demasiado pequeña. Tienes que quedarte aquí —dijo Penny.
    —Te perderás —añadió Primrose.
    —Vosotras no os perderéis. Iré con vosotras —afirmó la criatura, con una encantadora sonrisa destinada a padres y abuelos amantes.
    —No queremos que vengas con nosotras, ¿entiendes? —replicó Primrose.
    —Es por tu propio bien —agregó Penny.
    Alys siguió sonriendo esperanzadamente, y la sonrisa adquirió visos de máscara.
    —No pasará nada —aseguró Alys.
    —Corramos —dijo Primrose.
    Y corrieron; corrieron escalones abajo y a través del césped, y más allá del portillo, bosque adentro. No miraron atrás. Tenían piernas largas, hacía mucho que habían dejado de ser bebés. Los árboles estaban silenciosos a su alrededor, con las ramas extendidas hacia el sol, respirando sin hacer ruido.


    * * *


    Primrose tocó la corteza caliente de los arbolillos jóvenes más cercanos, y se despojó de sus guantes para palpar las grietas y los nudos. Se maravilló de la blancura escamosa y el pardo polvoriento de los plateados abedules, de las hojas blanquecinas de los álamos temblones. Penny escudriñó en la espesura del bosque. Había matorrales, una maraña de zarzas y helechos. No se veía sendero alguno marcado. La oscuridad y la luz iban y venían, atrayentes y misteriosas, por obra del viento que empujaba las nubes por delante del sol.
    —Tenemos que tener cuidado para no perdernos —dijo Penny—. En los cuentos, la gente hace marcas en los troncos de los árboles, desenrolla un ovillo de hilo o deja un rastro de guijarros blancos, para encontrar el camino de vuelta.
    —No hay por qué perder de vista el portillo —señaló Primrose—. Exploremos sólo un poquito.
    Emprendieron la marcha, muy lentamente. Iban de puntillas, abriéndose camino a través de la maleza, que a veces les llegaba hasta los delgados hombros. Niñas de ciudad como eran, no estaban habituadas al silencio. Al principio, la ausencia de ruido humano las llenó de una suerte de temor reverencial, como si, aunque no pudieran planteárselo en estos términos, se hubieran introducido en algún lugar primordial de donde ellas —o los que las habían precedido— provenían, y que por ende reconocían. Poco después empezaron a oír los tenues sonidos del entorno. El parloteo de pájaros invisibles, los trinos repetidos y los gritos de alarma en lo alto, en lo hondo del bosque. Los zumbidos y aleteos de los insectos. El crujido de las hojas secas, los movimientos precipitados en los matorrales. Deslizamientos, toses secas, sonoros chasquidos. Siguieron adelante, señalándose una a la otra enredaderas cubiertas de relucientes bayas de color carmesí, negro, esmeralda, manojos de hongos venenosos, ya escarlata, ya de una palidez espectral, ya de un púrpura de carne muerta, algunos como minúsculas sombrillas, y otros como trozos de carne que brotaran de los troncos de árbol. Descubrieron moras, pero no las recogieron, no fuera a ser que en ese lugar resultaran peligrosas o engañosas. Admiraron desde una prudente distancia los rígidos y tiesos tallos de los aros, tachonados de gruesas bayas rojas. Se detuvieron a observar cómo hilaban las arañas, balanceándose de rama en rama, tirando de sus sedosos cables, reforzando nudos y junturas. Olfatearon el aire, que rebosaba de un olor cálido a setas, y un olor húmedo a musgo, y un olor a savia, y un efluvio lejano a cenizas apagadas.


    * * *


    ¿Lo oyeron o lo olieron primero? Tanto el sonido como el olor fueron al principio infinitesimales y dispersos. Ambos dieron la extraña impresión de provenir —en oleadas— de todo el perímetro del bosque. Ambos fueron creciendo muy despaciosamente en intensidad y ambos llegaban entremezclados, un sonido y un olor constituidos por muchos sonidos y olores dispares. Un crujido, un chasquido, una presión, un golpe sordo combinado con un martilleo de trilladora y mayal, y, sumado a todo esto, un chillido de vapor borboteante que se elevaba, bullía, estallaba, lleno de burbujas y flatulencias, de siseos y explosiones, de degluciones y regüeldos. El olor era peor que el sonido, y más agresivo. Era un olor penetrante a putrefacción, el olor a cosas agusanadas en el fondo de cubos de basura abandonados, el olor a desagües atascados y pantalones sin lavar, mezclado con el olor a huevos podridos, a alfombras carcomidas y a sábanas viejas manchadas. Los olores y sonidos nuevos y corrientes del bosque, de hojas y humus, pelo y plumas, se extinguieron como luces, por así decirlo, cuando la atmósfera de la cosa la precedió. Las dos niñitas cruzaron una mirada y se cogieron de la mano. Sin hablar y llevadas por el instinto, se agazaparon detrás de un tronco caído, y temblaron cuando la cosa salió a la luz.
    Su cabeza pareció adquirir forma entre los árboles, o hacerse visible primero a la distancia. El rostro —que era triangular— semejaba una máscara de carne o caucho sobre el bulbo informe y protuberante de una cabeza como un nabo monstruoso. Su color era el de la carne desollada, acribillada por los gusanos, y en su expresión no había cólera ni avidez, sino la más pura angustia. El rasgo más distintivo era una boca enorme con las comisuras caídas, contraída por una especie de dolor. Los labios eran finos y tumefactos, como verdugones dejados por un látigo. Tenía unos ojos blancos y opacos, ciegos, bordeados de pestañas carnosas y de cejas como tentáculos de una anémona de mar. La cara colgaba cerca del suelo y se aproximaba a las niñas balanceándose entre gruesos antebrazos, rollizos, fuertes y en jarras, como un híbrido de lavandera monstruosa y dragón primitivo. La piel de esos antebrazos era reluciente y estaba salpicada de pintas de todos los colores, desde el verde del moho hasta el marrón rojizo del hígado crudo y el blanco sucio de la podredumbre seca.
    El resto del descomunal cuerpo parecía una combinación de piezas pegadas, como cartón piedra todavía húmedo, o el caparazón de piedras, pajas y tallos con que el frígano se protege bajo el agua. Tenía forma tubular, como la tiene un zurullo, una amalgama provisional. Estaba constituido por carne maloliente y vegetación pútrida, pero también le colgaban velos membranosos y prótesis de materiales artificiales, trozos de alambrera, trapos sucios, lana de alambre con restos de estropajos, tuercas y tornillos herrumbrosos. Tenía débiles tocones y muñones a modo de patas delgadísimas, que crecían en todas las direcciones, oscilantes y ondulantes como los pies con ventosas de una oruga o las cerdas vibrátiles de ciertos ciempiés. Avanzaba sin descanso, torciendo y aplastando todo lo que encontraba a su paso, arbustos incluidos, pero no los árboles robustos, que sorteaba torpemente. Las niñas observaron, con una fascinación preñada de horror, que, cuando la cosa se encontraba con un pedrusco puntiagudo o un tronco de árbol delgado, se dejaba escindir a lo largo y, hendido en dos o tres gusanos más pequeños, lo rodeaba reptando perezosamente, para luego reunificarse con una sacudida. Su progreso era dolorosamente lento, muy maloliente y, al parecer, muy penoso, porque gemía y gimoteaba en medio de sus otros gorgoteos y eructos. Las niñas pensaron que no podía ver o que, al menos, era indudable que no veía con claridad. La cosa encorvada y su hedor pasaron a uno o dos metros del tronco tras el que se cobijaban, dejando a su paso un reguero de baba sanguinolenta entremezclada con follaje muerto, endurecido y reseco.
    El extremo de su cuerpo era chato y romo, casi transparente, como el de algunas lombrices.
    Cuando hubo desaparecido, Penny y Primrose, arrodilladas en el musgo y las hojas muertas, se tendieron los brazos una a otra y se estrecharon, sacudidas por los sollozos. Luego se pusieron de pie, siempre en silencio, y, cogidas de la mano, miraron el rastro de destrucción y aniquilamiento, que salía serpenteando del bosque para después volver a éste. Regresaron cogidas de la mano, sin mirar atrás, temerosas de que el portillo, el jardín, los escalones de piedra, la terraza y la enorme casa se hubieran transfigurado, o que simplemente ya no estuvieran. Pero los chicos seguían jugando al fútbol en el jardín, un grupo de niñas saltaba a la comba y cantaba con voz aguda en la grava. Se soltaron de la mano y entraron en la casa.
    No volvieron a hablarse.


    * * *


    Al día siguiente las separaron y las enviaron con familias desconocidas. El tiempo que permanecieron con estas familias —Primrose en una granja de productos lácteos, Penny en la casa del párroco— no fue de hecho muy prolongado, si bien en esa época parecía discurrir muy lentamente y no tener fin. Estas familias extrañas semejaban mundos oníricos en los que se hubieran extraviado, ignorantes de las reglas físicas o sociales que los regían. Más tarde, si recordaban la evacuación, era del modo en que se recuerdan los sueños, con ayudas mnemotécnicas concebidas para recuperar lo que se desvanece con el despertar. Así, Primrose recordaba el sonido de la leche al salpicar en la paja, y Penny recordaba el contorno anguloso de los corsés vacíos de la mujer del párroco, colgando en la cuerda para tender la ropa. Recordaban los villanos de los dientes de león, pero no es posible recordar algo así de cualquier parte y cualquier época. Recordaban la cosa que habían visto en el bosque, en cambio, tal como se recuerdan esos contados sueños —casi todos pesadillas— que tienen la cualidad de la vida misma, no de un fantasma ni de un escenario provisional y cambiante. (Sin embargo, ¿qué son los sueños sino la vida misma?) Recordaban una carne demasiado sólida, un hedor demasiado nítido, un golpeteo y un susurro que excitaban los nervios y cartílagos de sus oídos en crecimiento. En su memoria, como en tales sueños, sentían: «No puedo escapar, es una cosa real en un lugar real».
    Como muchos otros evacuados, volvieron tan pronto de la evacuación que aún vivieron la guerra en la ciudad: bombardeos aéreos, un resplandor y un bramido sobrenaturales, paisajes cambiados, agujeros en el mundo allí donde habían estado los muertos recientes. Ambas perdieron a su padre. El padre de Primrose estaba en el ejército y murió, casi al final de la guerra, a bordo de un transporte de tropas sobrecargado hundido en el Lejano Oriente. El padre de Penny, un hombre mucho mayor, trabajaba en el cuerpo auxiliar de bomberos y murió en una cortina de fuego en East India Docks, a orillas del Támesis, mientras arrojaba agua con una raquítica manguera. Acabada la guerra, a ambas les resultó muy difícil recordar a estos dos hombres diferentes. Las sujeciones de la memoria no lograban asir a los ahogados y los quemados vivos. Primrose veía una sonrisa tonta bajo una gorra caqui, porque su madre conservaba una foto. Penny creía recordar a su padre, canosoya, sacudiéndose la ceniza de las botas y las vueltas del pantalón y poniéndose el casco antes de salir. Creía recordar un ligero temblor de miedo en su fatigado rostro, y los músculos sosegados por la determinación. No era mucho lo que cualquiera de ellas recordaba.


    * * *


    Después de la guerra, sus destinos siguieron siendo semejantes y distintos. La madre viuda de Penny se consagró a su pena, cerró su rostro y sus cortinas, se movía con rigidez, como una autómata, y leía poesía. La madre de Primrose se casó con uno de los muchos admiradores, visitantes y parejas de baile que había tenido antes de que se hundiera el barco, dio a luz a otros cinco hijos, y sufrió de varices y de la tos del fumador. Cuando el rubio de su pelo se apagó, se tiñó con agua oxigenada. A causa de la guerra, Penny y Primrose, ambas hijas únicas, vivieron a partir de entonces en familias amputadas o irreales. Penny se enamoró de profesores poetas, y a su debido tiempo —era una chica inteligente— fue a la universidad, donde escogió la carrera de Psicología Evolutiva. Primrose recibió poca educación. Continuamente tenía que faltar a la escuela para ocuparse de los otros. También ella se tiñó con agua oxigenada los rizos rubios cuando se volvieron castaños y perdieron su brillo. Engordó mientras Penny adelgazaba. Ninguna de las dos se casó. Penny se hizo psicóloga infantil y trabajaba con los niños maltratados, desplazados o trastornados. Primrose hacía un poco de esto y un poco de aquello. Fue camarera. Trabajó en una tienda. Prestó ayuda en diversas guarderías parroquiales y en reuniones del Ejército de Salvación, y así descubrió que tenía talento para relatar historias. Se convirtió en la tía Primrose, con su propio repertorio de cuentos. Se ocupaba de contar historias en jardines de infancia y de animar fiestas infantiles. Era muy reclamada en Halloween, y tenía su propio círculo de sillas de plástico amarillo brillante en un centro comercial de los alrededores, donde cuidaba a los niños de mujeres agobiadas y, mientras los vigilaba, les ofrecía un estremecimiento de miedo y de terror que los hacía rebullir de placer.


    * * *


    La casa envejeció de una manera diferente. Durante ese periodo —mientras las niñitas se convertían en mujeres— fue cedida al Estado, que la transformó en un museo viviente donde aún habitaban los descendientes en carne y hueso de quienes la habían alzado, demolido, ampliado con una nueva ala, reducido cerrando un corredor. En horarios precisos se hacían visitas guiadas. En el curso de esas visitas, la sala de baile y los salones privados se cerraban al paso con gruesas cuerdas carmesí sujetas a pedestales de latón. Los aburridos y los curiosos se asomaban para observar las camas con dosel y los sillones de seda rosa, las fotografías con marco de plata de la familia real en tiempos de guerra, los agrietados retratos del Renacimiento y el Siglo de las Luces de reinas muertas mucho tiempo atrás y de antepasados solemnes o plácidamente pensativos. En la habitación donde los evacuados habían comido sus alimentos racionados, se exhibía la historia de la casa en carteles, en vitrinas, con noticias útiles y ejemplares abiertos de viejos diarios íntimos y anales. Había reproducciones de las pinturas famosas que se habían mantenido ocultas allí durante la guerra. Una placa recordaba a los muertos de la casa: un jardinero, un ayudante de jardinero, un chófer y un hijo de la familia. Había asimismo fotografías de las camas del hospital militar, y de enfermeras empujando sillas de ruedas por el parque. No se hacía ninguna mención de los evacuados, cuya presencia parecía haber sido demasiado efímera para dejar rastro alguno.


    * * *


    Las dos mujeres se encontraron en esta sala un día de otoño de 1984. Habían llegado con un grupo de personas que iban de dos en dos detrás del guía, charlando entre sí, y habían preferido rezagarse entre las imágenes y los recuerdos, antes que fisgonear en el cuidado desorden de caballeros y damas ausentes expuesto en mesillas de salón y escritorios. Deambulaban por la sala, cada una a solas consigo misma, en direcciones opuestas, sin darse por enteradas de la presencia de la otra. Ambas habían perdido a su madre esa primavera, con una semana de diferencia, aunque ellas desconocían esa coincidencia. Su muerte las había llevado a pensar en tomarse unas vacaciones, y las dos habían elegido esa parte del mundo. Penny llevaba un traje de pantalón color carbón y sombrero de terciopelo negro. Primrose vestía una larga chaqueta floreada de punto sobre un jersey de cachemira rosa nacarado, y una larga falda susurrante de cintura elástica, con un estampado mostaza. Sus caderas y sus pechos eran voluminosos. Se encontraron porque, en el mismo momento, ambas entrevieron una imagen en un libro ilustrado que tenía un aire medieval. Primrose pensó que se trataba de un libro muy antiguo. Penny supuso que era una imitación medieval del siglo XIX. La imagen mostraba a un caballero a pie, en un bosque, a punto de descargar su espada contra algo. El caballero resplandecía en la curvatura de la página, bajo la luz que captaba el dorado de su yelmo y su cinturón. No era posible ver qué se disponía a matar. La causa era que, tanto por lo enmarañado de la vegetación de la estampa como por el modo en que se exhibía el libro en la vitrina, el enemigo, o la víctima, quedaba en sombras.
    Ninguna de las dos sabía leer las letras antiguas (o supuestamente antiguas) del texto que acompañaba a la ilustración. Bajo el libro había una explicación, o descripción, escrita a máquina, mecanografiada con una cinta gastada y con una presión despareja en las teclas. Tuvieron que inclinarse hacia delante para leerla y para descifrar la leyenda que se abría paso en el grueso lomo del libro, o que escapaba de él, y así fue como llegaron a ver la cara de la otra, muy cerca, en el cristal transparente que las reflejaba. Sus rostros reflejados y transparentes perdían los detalles —el carmín agrietado de los labios, las bolsas bajo los ojos, los delgados surcos de las arrugas— y parecían a la vez más jóvenes y más grises, menos sólidos. Y así fue como llegaron a reconocerse, cosa que tal vez no habrían hecho, la cara rolliza frente a la cara huesuda. Susurraron el nombre de la otra, Penny, Primrose, y su aliento empañó el cristal y veló al caballero y su oponente. Casi me muero, casi me lo hago encima, se dijeron más tarde Penny y Primrose, y ambas vivieron este silencioso momento como una conmoción profunda y peligrosa. Aun así se quedaron quietas, con las cabezas juntas e inclinadas, las piernas temblorosas, las rodillas entrechocándose, y leyeron la leyenda del pie, que hablaba del repugnante Gusano, el cual, según decía la tradición, había infestado la región y había muerto más de una vez a manos de vástagos de la casa, sir Lionel, sir Boris, sir Guillem. El Gusano, explicaba el texto escrito a máquina, era un gusano inglés, no un dragón europeo, y, a semejanza de la mayoría de ellos, carecía de alas. Algunos de los que lo habían avistado declaraban que tenía patas —manos o pies— rudimentarias. Según otros no poseía miembros. En su forma monstruosa, compartía la capacidad de los gusanos comunes o de jardín de desarrollar rápidamente una nueva cabeza o tronco si se lo dividía, de manera que dos o más gusanos reemplazaban al original. Ésa era la razón de que lo hubieran matado tantas veces, y que no obstante reapareciera. Lo habían visto desplazándose con un enjambre de crías reptantes, pero éstas bien podían ser simples segmentos revivificados. El papel mecanografiado estaba sujeto con chinchetas y parecía continuar en otra parte, en alguna página no visible, no expuesta a los visitantes.


    * * *


    Siendo como eran inglesas, el recurso en el que pensaron fue el té. Había un salón de té cerca de la casa solariega, en una cuadra reformada de la parte trasera. Permanecieron en silencio, lado a lado, sosteniendo una bandeja de plástico salpicada de escaramujos, y compraron bollos, mermelada de frambuesa de primera calidad en un minúsculo bote, y unos pequeños tubos de nata cuajada.
    —No se podía conseguir nata ni mermelada de verdad durante la guerra —dijo Primrose en voz baja cuando se sentaron en una mesa de un rincón.
    Añadió que el racionamiento durante la guerra la había convertido en una golosa impenitente, y la delgada Penny asintió: la nata cuajada seguía siendo un enorme placer.
    Se observaron una a otra con cautela, e intercambiaron retazos anodinos de su biografía en un tono educadamente mesurado. Primrose pensó que Penny estaba demacrada, y Penny pensó que Primrose estaba avejentada. Establecieron la maraña de coincidencias: los padres muertos, su condición de solteras, su dedicación profesional al cuidado de los niños, la reciente muerte de sus madres. Avanzando en círculos como los batidores, se fueron aproximando a la cosa secreta del bosque. Hablaron de un modo cortés sobre la mansión. Primrose admiraba la calidad de las alfombras. Penny dijo que era agradable ver las viejas pinturas colgando otra vez en las paredes. Primrose comentó que resultaba extraño, la verdad, que hubiera todos esos documentos históricos y ninguna constancia de que ellos, los niños, hubieran estado allí. No, repuso Penny, figuraba la historia de la familia, y de los soldados heridos, pero no la de ellos, tal vez porque eran demasiado insignificantes. Demasiado pequeños, corroboró Primrose con un gesto de asentimiento, sin saber a ciencia cierta qué quería decir con «demasiado pequeños». Era curioso, dijo Penny, que se hubieran reencontrado delante de ese libro, con esa imagen. Me da escalofríos, añadió Primrose sin mirar a Penny, con una vocecita tan tenue como una tela de araña. Nosotras vimos a esa cosa. Cuando estuvimos en el bosque.
    Es verdad, dijo Penny. La vimos.
    ¿Nunca te preguntaste si realmente la habíamos visto?, preguntó Primrose.
    Jamás, afirmó Penny. Quiero decir, no sé qué es lo que vimos, pero siempre estuve totalmente segura de que la habíamos visto.
    ¿Ha cambiado… o la recuerdas bien?
    Era una cosa horrible, y sí, la recuerdo muy bien, no he podido olvidar ni un solo detalle. Y sin embargo olvido toda clase de cosas, dijo Penny con una voz débil, una voz evanescente.
    ¿Y alguna vez dijiste algo de esto a alguien, hablaste de esto?, inquirió Primrose con tono apremiante, inclinándose hacia delante con las manos crispadas en el borde de la mesa.
    No, contestó Penny. No lo había hecho. ¿Quién podía creer tal cosa, quién iba a creerles?
    Eso mismo pensé yo, dijo Primrose. No hablé de ello. Pero lo tengo fijo en la mente como una tenia solitaria en el intestino. Creo que no me hace ningún bien.
    A mí tampoco me hace bien, reconoció Penny. Ningún bien. He pensado en todo esto, le dijo a la mujer envejecida sentada frente a ella, cuyo rostro temblaba bajo los rizos dorados teñidos. Creo… Creo que hay cosas que son reales, más reales que nosotras mismas, pero que rara vez nos cruzamos en su camino, o no se cruzan ellas en el nuestro. Puede ser que en los momentos muy malos entremos en su mundo, o nos demos cuenta de lo que hacen en el nuestro.
    Primrose sacudió la cabeza enérgicamente. Daba la impresión de que compartir todo aquello le procuraba alivio, y Penny, para quien no representaba un alivio, hizo una mueca de dolor.
    —A veces pienso que esa cosa acabó conmigo —le confesó Penny a Primrose, con una vocecita infantil que salía de una garganta de mujer y que arrancó al rostro de Primrose una temerosa sonrisa de niña que no era una sonrisa.
    —Pero fue con ella con la que acabó, ¿no? —dijo Primrose—, con esa cría. Se cruzó en su camino, ¿no es así? Y, cuando la cosa se fue, ella no estaba por ninguna parte. Así fue comopasó.
    —Nadie preguntó nunca por ella, ni la buscó —añadió Penny.
    —Me pregunto si no la habremos inventado —dijo Primrose—. Pero no lo hice, no lo hicimos.
    —Se llamaba Alys.
    —Con y griega.
    Habían visto un revoltijo, un revoltijo asqueroso, recordaron, pero no había ningún signo de algo que pudiera haber sido una niñita insistente llamada Alys, ni nada que hubiera formado parte de ella ni le hubiera pertenecido.
    Primrose se encogió de hombros con gesto voluptuoso, dejó escapar un profundo suspiro, y acomodó sus carnes en la ropa.
    —Bueno, sea como sea, ahora sabemos que no estamos locas —declaró—. Penetramos en un misterio, pero no fue invento nuestro. No fue una ilusión. Así que ha sido una suerte que nos encontráramos, porque ya no tenemos por qué tener miedo de estar locas, ¿no? Podemos seguir adelante, por así decirlo.


    * * *


    Acordaron cenar juntas al día siguiente. Se alojaban en pensiones distintas, y ninguna de las dos pensó en intercambiar las direcciones. Eligieron un restaurante de la plaza principal del pueblo —El estofado de Serafina— y una hora, las siete y media. Ni siquiera contemplaron la posibilidad de pasar el día juntas. Primrose hizo una excursión en autobús. Penny encargó unos bocadillos y dio un largo paseo solitario. El cielo estaba gris y caía una suave llovizna. Las dos volvieron con dolor de cabeza a su alojamiento, y se hicieron un té con las bolsitas y el calentador eléctrico incluidos en el servicio de habitaciones. Se sentaron en la cama. La cama de Penny tenía una colcha con rosas silvestres. La de Primrose, un edredón con funda de algodón a cuadros blancos y negros. Encendieron la televisión, miraron el mismo programa de concursos, oyeron las risas exageradamente alegres. Penny se lavó de un modo un tanto frenético en su minúsculo cuarto de baño; Primrose se cambió despaciosamente la ropa interior y se puso medias limpias. De pie entre el cuarto de baño y el armario, Penny vio que el aire de la habitación se llenaba con una suerte de humo gris. Al revolver en la maleta en busca de una blusa limpia, Primrose se sintió mareada, como si la alfombra estuviera girando. ¿Qué iban a decirse?, se preguntaron, y se dejaron caer pesadamente y sin aliento en el borde de la cama. ¿Por qué?, dijo la confusa mente de Primrose; ¿por qué?, se interrogó Penny crudamente. Primrose dejó la blusa y subió el volumen del televisor. Penny caminó hasta la ventana. Tenía una buena vista, con un romántico trozo de landa que se elevaba hasta una cima recortada contra el cielo. La noche se había apoderado de ella; la tierra estaba negra; las luces de las casas se filtraban débilmente en la oscuridad.
    Llegaron las siete y media y pasaron, y ninguna de las dos mujeres se movió. Ambas se imaginaron a la otra esperando en una mesa, observando la puerta que se abría y se cerraba. Ninguna se movió. ¿Qué podrían haber dicho?, se preguntaron, pero lo hicieron con escaso interés. Estaban habituadas a no preguntar demasiado, habían tenido mucha práctica.


    * * *


    Al día siguiente las dos pensaron intensamente en el bosque, aunque de manera indirecta. Era una mañana primaveral, excelente para los bosques, y las nubes cargadas de agua del día anterior habían dado paso a un sol radiante, con una brisa suave y un calor muy leve. Penny pensó en el bosque, se calzó unos zapatos cómodos y, como si se evadiera, salió en la dirección opuesta. Primrose no era dada al razonamiento. Se sentó ante su desayuno, que era inglés y copioso, tocino y champiñones, tostadas y miel, y dejó que los sentimientos que le inspiraba el bosque afloraran a su piel, con aguijonazos y retortijones. El bosque, el bosque real e imaginado —tanto antes de entrar en él con Penny como después de haberlo hecho—, había sido siempre a la vez una fuente de atracción y una fuente de malestar, que se difuminaba en terror. En los bosques la luz era más dorada y con una sombra más oscura que cualquier luz en las terrazas de la ciudad, incluso que el resplandor de los bombardeos. El dorado y las sombras se entrelazaban, como una promesa de vitalidad. Habían visto algo amorfo y hediondo, pero el bosque persistía.
    Así pues, sin pronunciar una frase en su mente —«Voy a ir»—, sino apaciguando su estómago, fortificando sus rodillas y apretando ligeramente los puños, Primrose decidió que iría. Y se encaminó directamente allí, con el hambre saciada, y llegó con el primer cargamento de turistas cuando aclaraba la mañana, para luego escabullirse y tomar el camino que una vez habían tomado, a través del césped y más allá del portillo.
    El bosque era casi el mismo, pero más espeso y más atractivo con su nuevo verdor. El cuerpo de Primrose decidió ir en una dirección completamente diferente de la que las niñas habían seguido. Nuevos helechos se desenroscaban con una fuerza serpentina. La lluvia del día anterior aún brillaba en las laxas hojas jóvenes de los avellanos y en los hilos de las telarañas. Pequeñas gargantas emplumadas, encima de ella y en las profundidades del bosque, lanzaban trinos y gorjeos embrujadores para afirmar su posición de machos y defender su territorio, lo cual era para Primrose simplemente el coro. Oyó un cacareo y vio un destello de un bellísimo rosa carne, todo de plumas, y un reflejo azul. No era buena en el reconocimiento de pájaros, pero logró reconocer «un petirrojo» —había uno brincando de rama en rama—, «un mirlo» resplandeciente como el azabache, y «un herrerillo» que hacía cabriolas, delicado, azul y amarillo, un trozo menudo de vida ardiente. Siguió avanzando a buen paso, distrayéndose siempre con los brillos y reflejos que captaba con el rabillo del ojo. Descubrió un terraplén cubierto de musgo en el que crecían ramilletes de prímulas —la flor cuyo nombre ella llevaba— y, en la calidez de su corazón, que latía con afán en su pecho, lotomó vagamente como una buena señal, una señal personal. Recogió unas pocas, acarició sus pálidos pétalos, enterró la nariz en ellas, olió su suave aroma dulzón a miel, miel primaveral sin el zumbido del verano. Sabía más de flores que de pájaros porque, cuando era pequeña, en las estanterías de la escuela había un libro,
Las hadas de las flores
, con las flores primorosamente ilustradas, acederilla y pamplina, pimpinela y madreselva, flores que ella nunca había visto, acompañadas de criaturas humanas verdaderamente hermosas, todos niños, desde bebés a muchachitas y muchachitos, vestidos con el azul y el dorado, el rojizo y el morado de las flores y frutos, caminando, bailando, delicadas figuraciones materiales de la vida esencial de las plantas. Y ahora, al deambular por el bosque, las vio y las reconoció, anémonas y brionias, consueldas y ortigas blancas, y —pese al lugar donde se encontraba— sintió el agradable roce de lo invisible, de la vida invisible que bullía en las hojas y a lo largo de los tallos, pese al lugar donde se encontraba, pese a lo que no había olvidado haber visto allí. Cerró los ojos por un instante. El sol destellaba y destellaba. Veía fulgores y centelleos por doquier. Veía estelas de azul intenso, más en el interior del bosque y entre los troncos de los árboles, y la luz que las bañaba.
    Se detuvo, inquieta por el ruido de su respiración trabajosa. No estaba muy en forma. Vio entonces un movimiento fugaz en los helechos, una voluta de piel, delgada y de un rojo encendido, que temblaba en el tronco de un árbol. Vio una ardilla, una ardilla roja, que la observaba desde una rama. Tuvo que sentarse, mientras se acordaba de su madre. Se sentó, un tanto pesadamente, en un montículo de hierba. Los recordaba a todos, Cascanueces y Topito, Tejón y el Lirón Soñoliento, Tritón el Ingenioso y la Rana Fernanda. Su madre no contaba historias y no abría las puertas de mundos imaginarios. Pero era muy hábil con las manos. Todas las Navidades durante la guerra, cuando los juguetes —y, a decir verdad, las telas— estaban fuera del alcance, Primrose se encontraba al despertar con un nuevo animal de peluche de regalo, hecho con piel sintética con botones por ojos y garras de uñas córneas, o, en el caso de los anfibios, hecho con retales de satén y tafetán. Había algo artístico en ellos. La ardilla de peluche era la quintaesencia de una ardilla, el zorro estaba alerta, el tritón era rastrero. No llevaban chaquetas ni gorros antropomórficos, lo que hacía más fácil conferirles una naturaleza imaginaria. Ella creía en Papá Noel, y el descubrimiento de que los juguetes eran obra de su madre, la desaparición de la magia, había representado un duro golpe. Había sido incapaz de sentirse agradecida por la habilidad y la imaginación de su madre, tan poco características de una coqueta como ella. Los animales continuaron acumulándose. Una araña, un Bambi. Por la noche Primrose se contaba historias sobre una mujer-niña, una hechicera que vivía en un bosque encantado, rodeada por un ejército de animales sabios y afables que la amaban y protegían. Dormía atrincherada tras una pila de animales de peluche, así como la casa se atrincheraba durante los bombardeos tras una ineficaz pila de sacos de arena.
    Primrose comprobó que la ardilla era decepcionante, más enjuta y más parecida a una rata que sus gordezuelas primas grises de la ciudad. Pero sabía que era rara y especial, y cuando vio que se alejaba de rama en rama, haciendo restallar su cola desplegada como una vela, asiéndose con sus diminutas manecitas, fue tras ella como si se tratara de un mensajero. La conduciría hasta el centro, pensó, era preciso que llegara al centro. El animalillo podría haber saltado fácilmente fuera de su vista, pensó, pero no lo hizo. Se demoraba y olisqueaba y miraba a su alrededor con nerviosismo, esperándola. Ella se abrió paso entre las zarzas, adentrándose en las sombras más densas y más verdes. Los jugos vegetales le mancharon la falda y la piel. Comenzó a relatarse una historia sobre la perseverante Primrose, que no se daba por vencida y seguía avanzando hacia «el centro». Era imperioso que tuviera una razón para haber ido allí, una razón que tenía que ver con alcanzar el centro. Todas sus historias infantiles eran siempre en tercera persona. «No estaba asustada.» «Se enfrentó a las bestias salvajes, que se encogieron de miedo.» Se había hecho carreras en las medias, tenía los zapatos enlodados y resollaba ruidosamente. La ardilla se paró para limpiarse la cara. Ella aplastó unas campánulas azules y vio las siniestras capuchas de las calas.
    No tenía ni idea de dónde se encontraba, o cuánto había avanzado, pero llegó a la conclusión de que el claro en el que se hallaba era el centro. La ardilla se había detenido y corría arriba y abajo por el tronco de un mismo árbol. Había una especie de montículo cubierto de musgo que, con un poco de imaginación, se habría asemejado casi a un trono. Se sentó en él. «Llegó al centro y se sentó en la silla de musgo.»
    ¿Y ahora qué?
    No había olvidado lo que habían visto, el rostro infeliz de mirada vacía, las poderosas garras, la estela de putrefacción acumulada. No había ido hasta allí para buscar a la cosa ni para enfrentarse a ella, pero había ido porque la cosa estaba ahí. Toda su vida había sabido que ella, Primrose, había estado realmente en un bosque mágico. Sabía que el bosque era una fuente de terror. Nunca había atemorizado a los pequeños que entretenía en fiestas, escuelas, guarderías, contándoles historias de niños perdidos en el bosque. Los atemorizaba con cosas viscosas que trepaban por el desagüe, salían como un enjambre del sifón del inodoro, o golpeteaban en las ventanas por la noche, y eran aniquiladas mediante el coraje y la magia. Había duendes en los vertederos de la ciudad, lejos de las farolas. Pero en sus historias los bosques eran fuentes de encantamiento, con colores brillantes y vida secreta invisible, hadas de las flores y otras criaturas mágicas. Había lugares en que se utilizaban palabras como «lentejuelas» y «perlas» para nombrar gotas reales de rocío sobre hojas reales de acedera. Primrose sabía que el encantamiento y la cosa que habían visto provenían del mismo lugar, que ese resplandor y el hedor ceniciento tenían el mismo origen. Ella los volvía seguros para los niños reduciéndolos a decorados de un espectáculo infantil y a bonitas ilustraciones. No examinaba lo que sabía —era preferible no hacerlo—, pero sabía muy bien lo que sabía, pensó vagamente.
    ¿Y ahora qué?
    Sentada en el musgo, oyó una voz en su cabeza que decía: «Quiero volver a casa». Y se oyó lanzar una risita amarga, enteramente de persona adulta, porque ¿de qué casa hablaba? ¿Qué sabía ella de tener una casa?
    Vivía encima de una tienda de comida china para llevar. Tenía una peligrosa rinconera en la que cocinaba, una cama, un riel para colgar ropa, un sillón deformado por generaciones de traseros. Pensó en este lugar, y se le apareció en desvaídos tonos pardos y crema, oculto tras volutas de vapor de la cocina china, impregnado de olor a cerdo guisándose y caído de pollo en ebullición. Su casa no era real, como eran reales las robustas ramas y raíces del bosque, no tenía miel de prímulas ni lentejuelas ni perlas. Los animales de peluche, o algunos de ellos, estaban amontonados en la cama y la alfombra, con la piel ajada, la prístina mirada desaparecida de los ojos rayados. Sentada allí, en el trono de musgo del centro, pensó en lo que uno piensa que es real. Cuando su madre había entrado, sollozando, para decirle «Papá ha muerto», ella se había preguntado si tendrían de postre pudin de tapioca o de sémola, y si habría mermelada, y a continuación había pensado que la nariz goteante de su madre era horrible, y que daba la impresión de que estaba fingiendo. Aún hoy recordaba la sémola y la mermelada de mora, más bien asquerosa, su sabor y su textura; entonces ¿esto era real, esto era la casa? Más tarde había inventado la imagen de un mar turbio azul verdoso bajo un sol dorado, en el que una enorme columna blanca de aguas arremolinadas se alzaba de un barco que se iba a pique. Era una imagen muy hermosa, pero no era real. No conseguía acordarse de su padre. Se acordaba de la cosa del bosque, y se acordaba de Alys. El hecho de que el montículo cubierto de musgo tuviera bonitos colores —carmesí y esmeralda, dijo, y nombró al azar: culantrillo— no significaba que no recordara a la cosa. Recordó lo que había dicho Penny acerca de «cosas que son más reales que nosotras». Ella había encontrado una. Allí, en el centro, el surtidor de agua era más real que la sémola, porque estaba en el lugar en que reinaban tales cosas. La palabra que halló fue «reinaban». Había entendido algo, y no sabía qué era lo que había entendido. Quería desesperadamente volver a su casa, y quería no moverse nunca. La luz era hermosa en las hojas. La ardilla agitó la cola y de improviso se marchó, saltando entre las ramas. La mujer se puso trabajosamente en pie y se lamió los arañazos de las zarzas en el dorso de las manos.


    * * *


    Penny había salido en lo que suponía que era la dirección contraria. Caminaba a buen paso, siguiendo los setos vivos y los caminos que bordeaban los campos, y de vez en cuando franqueaba una cerca gracias a los escalones que había a tal efecto. Durante el primer trecho de camino mantuvo los ojos fijos en el suelo, y el oído atento a sus propios pasos, como si éstos perturbaran a los rastrojos y los guijarros. Pisoteaba las arvejas y las pamplinas, y se volvía para mirar el rastro de plantas aplastadas. Recordaba a la cosa. La recordaba diariamente con toda nitidez. ¿Por qué estaba en esa parte del mundo, si no era para arreglar cuentas con ella? Pero seguía avanzando, advirtiendo y no advirtiendo que la forma de los campos y la configuración del terreno torcía su recorrido y le hacía describir la sinuosa curva de una hoz. Mientras el día transcurría, ella encontró su ritmo y alzó los ojos para admirar el trigo recién crecido en los surcos, una distante alondra. Cuando vio el bosque en el horizonte supo que era el bosque, aunque lo estaba viendo desde una perspectiva nueva que lo hacía parecer encaramado en un altozano cónico, como si unos anillos de fuerza lo hubieran asido y estrujado. Los árboles eran frondosos y tentadores. Era casi el crepúsculo cuando llegó. Las sombras se espesaban, las zonas oscuras de la enmarañada maleza se oscurecían. Ascendió la cuesta, y franqueó una cerca descubierta súbitamente.
    Una vez dentro del bosque se movió con cautela, como si la estuvieran cazando o como si ella misma fuera a la caza. Se quedó completamente inmóvil y olisqueó el aire en busca de la podredumbre que recordaba; escuchó los sonidos de los árboles y las criaturas, tratando de distinguir un lejano martilleo de trilladora y un arrastrarse. Olió una podredumbre, pero era una podredumbre normal, hojas y tallos que se descomponían para volver a la tierra. Oyó sonidos. No el canto de los pájaros, pues el día ya llegaba a su fin, sino alguno que otro graznido ronco de advertencia, el crujido de algo, el trémulo estremecimiento de algo más. Oyó los latidos de su corazón en el aire marrón que se espesaba.
    Había apostado por la libertad y se había alejado, y alejándose había llegado allí, como sabía que ocurriría. No tenía sentido buscar troncos de árbol o matas de hierba conocidos. Habían tenido toda una vida, la propia vida de ella, para volverse irreconocibles.
    Comenzó a pensar que distinguía oscuros túneles en la maleza, donde algo habría podido revolcarse y deslizarse. Brotes aplastados, tallos y hojas quebrados, nada de ello muy reciente. Había cosas prendidas en lasespinas, tenues jirones incoloros de lana o piel húmeda. Escudriñó los túneles y observó dónde se concentraban más los restos. Se obligó a introducirse en la oscuridad, encorvada y por momentos a cuatro patas. El silencio era denso. Encontró cosas que recordaba, lombrices de lana de tejer, fibras de paños de algodón, tiras de papel pegadas. Encontró extraños tubos membranosos con forma de salchicha, que contenían pelos, fragmentos de huesos y otras materias inanimadas. Eran como monstruosos excrementos de búho, o como las bolas tubulares de pelo que vomitan los gatos. Penny siguió avanzando, apartando con cuidado las fustigantes zarzas y los gruesos tallos. La cosa había estado allí, pero ¿hacía cuánto tiempo? Cuando se detuvo y olfateó el aire, y aguzó los oídos, no había nada más que el bosque adormecido.
    De improviso salió a un lugar que recordaba. El claro era más grande, los árboles más gruesos y añosos, pero el tronco caído tras el cual se habían escondido aún seguía allí. El lugar era casi un campamento fantasma. De los árboles del contorno colgaban raídos gallardetes y banderines, como las raídas banderas, chamuscadas y desgarradas, de la capilla de la casa solariega, con sus manchas marrones de tierra o sangre. La cosa había estado allí, nunca se había ido.
    Penny dio vueltas lentamente por el claro como una sonámbula, observándose como uno se observa en un sueño, buscando cosas. Encontró un pasador de pelo de falso carey y un botón de zapato con su eje de metal. Encontró el esqueleto de un pájaro, muy reciente, aplastado, con unas pocas plumas adheridas. Encontró fragmentos ambiguos y varios dientes, de diversas formas y tamaños. Encontró —diseminados por los alrededores, semiocultos entre las raíces, manchados de verde pero de un blanco brillante— una colección de huesecillos, dedos de manos o pies, una costilla y, por último, una caja craneana y una frente. Pensó en meterlos en su mochila, pero luego se dijo que no podía, y los apiló al pie de un acebo. No era anatomista. Al menos algunos de los huesos más pequeños podían ser de un tejón o un zorro.
    Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra el tronco caído. Pensó que tal vez tenía que buscar algo con que cavar un hoyo, para enterrar los huesecillos, pero no se movió. Ahora me observo como uno hace en un sueño mientras está a salvo, pensó, pero entonces, cuando la vi, era uno de esos sueños horrorosos en que uno está dentro, en que uno no puede escapar. Excepto que no era un sueño.


    * * *


    Había sido su encuentro con la cosa lo que la había llevado a interesarse profesionalmente en los sueños. Algo que parecía irreal se había aproximado bamboleándose, serpenteando, había penetrado pesadamente en la realidad, y ella lo había visto. De niña era muy aficionada a la lectura; pero, después de haber visto a la cosa, había sido incapaz de habitar la encantadora y habitual irrealidad de los libros. Se había vuelto diestra en estudiar lo que no se podía ver. Se interesó en los muertos, que habitaban la historia real. Se vio atraída por las fuerzas invisibles que se agitaban en las moléculas y hacían que éstas se aglomeraran o se dispersaran. Se había convertido en psicoterapeuta «para ser útil». Esto no era del todo exacto o suficiente como explicación. La esquina del manto que cubría lo impensable se había retirado lo bastante para que ella pudiera entreverlo. Ella estaba en ese mundo. No era por casualidad que había acabado por especializarse en niños gravemente autistas, niños que se sacudían nerviosamente, o que golpeaban las cosas, o que se quedaban con la mirada perdida, que permanecían sentados en el servicial regazo de Penny, húmedos y ausentes, y no le relataban sueños, no hablaban de sus proyectos. El mundo que ellos conocían era un mundo real. Penny pensaba a menudo que ése era el verdadero mundo real, del que incluso sus desesperados padres se encontraban parcialmente protegidos. Alguien tenía que ocuparse de los casos perdidos. Penny se creía capaz de hacerlo. La mayoría de la gente no podía. Ella sí.
    Todas las hojas del bosque se pusieron a temblar poco a poco y luego a sacudirse ruidosamente. A lo lejos se oía algo pesado que avanzaba despacio. Penny se quedó muy quieta, expectante. Oyó el viejo ruido sordo, olió la vieja pestilencia. No venía de una dirección; estaba a cada lado, estaba todo alrededor, como si la cosa cercara el bosque, o como si se moviera dividida en múltiples fragmentos, como se explicaba en el antiguo texto. Ya había oscurecido. Lo que era visible carecía de un color distintivo, sólo sombras de tinta y gris elefante.
    Ahora, pensó Penny, y, tan súbitamente como había empezado, la perturbación cesó. Fue como si la cosa hubiera dado media vuelta; ella sintió cómo disminuía el temblor del bosque hasta recuperar la quietud. De pronto, sobre la copa de los árboles, un enorme disco de oro blanco se elevó y quedó suspendido, lo que acentuó las sombras y tiñó de plateado los bordes. Penny recordó a su padre, de pie bajo la fría luz de la luna llena, que decía con una mueca que esa noche probablemente llegarían los bombarderos: había una luna llena brillante y sin nubes. Él había desaparecido en un horno rugiente amarillo rojizo, según Penny había adivinado, u oído, o imaginado. Su madre la había hecho salir antes de dejar hablar al bombero portador de la noticia. Ella se había agazapado como un ratón en la escalera y en los rincones oscuros, tratando de oír lo que se hablaba, de recibir un fragmento de realidad con el que adherirse a la verdad del dolor de su madre. Su madre no quería su compañía, o no podía tenerla. Captó trozos extraños de conversación: «Nada que realmente pudiera identificarse», «absolutamente ninguna duda». Él había sido un hombre amable y fatigado con ceniza en las vueltas del pantalón. Había habido un funeral.Penny recordaba haber pensado que no había nada, o casi nada, en el féretro que sus compañeros bomberos llevaban a hombros; era tan liviano para levantar, tan fácil de depositar en la tabla de mármol del crematorio…
    Era cierto que habían estado viviendo tras las cortinas cerradas a causa de la defensa pasiva, pero su madre había seguido viviendo tras las cortinas cerradas mucho después de que la guerra hubo acabado.
    Recordaba que alguien la había invitado a una merienda, para animarla. Había habido fuegos artificiales de interior, conservados desde antes de la guerra. Fuegos chinos, encendidos en platillos, y un pequeño Vesubio cónico, con una mecha azul y decorado con un dragón rosa y gris. El volcán no había hecho otra cosa que escupir chispas hasta que casi habían dejado de mirarlo, y entonces había vomitado una columna de ceniza increíblemente leve que subió y subió, hasta alcanzar una altura cinco o seis veces mayor que la original, y bruscamente se apagó. Como un panecillo gris, o un zurullo muy viejo. Ella se echó a llorar. Era ingrato de su parte. Se había hecho un esfuerzo al que ella no había respondido.
    La luna había liberado al bosque, por lo que parecía. Penny se puso de pie y se quitó de la ropa los restos de mantillo. Había estado preparada para la cosa, y ésta no había acudido. Ignoraba si su deseo había sido enfrentarse a ella, o comprobar que era tal como ella siniestramente la recordaba; se sintió un tanto decepcionada de verse liberada del bosque. Pero aceptó su liberación y encontró el camino de vuelta a los campos y a su pueblo, siguiendo la brillante estela luminosa de la luna.


    * * *


    Las dos mujeres tomaron el mismo tren para volver a la ciudad, pero no se vieron hasta que descendieron. Los pasajeros se dirigían a la salida apresuradamente o arrastrando los pies, casi todos con la cabeza gacha. Ambas mujeres recordaron cuando habían partido durante la guerra, con sus piernecitas como palillos y las máscaras antigás. Ambas alzaron la cabeza al acercarse a la barrera, no con la esperanza de que estuvieran esperándolas, porque nadie las esperaba, sino de un modo mecánico, para evaluar dónde ir y qué hacer. Vieron la cara de la otra en la oscura penumbra, dos redondeles pálidos y reconocibles, lo bastante alejados para que un intercambio de palabras, e incluso de saludos, resultara incómodo. La falta de luz las reducía a la similitud: órbitas oscuras, boca tensa. Por un instante se detuvieron y simplemente se miraron. En aquella primera ocasión, la cúpula de la estación había estado llena de espirales de vapor, y el aire cargado de ceniza. Ahora, el tren diesel de líneas aerodinámicas y morro chato del que habían bajado era azul y oro bajo una capa de suciedad. Vieron a la otra a través de ese velo negro imaginario que la pena, o el dolor, o la desesperación tienden sobre el mundo visible. Vieron el rostro de la otra y pensaron en la imborrable infelicidad del rostro que habían visto en el bosque. Ambas pensaron que la otra era el testigo que confirmaba con toda certeza la realidad de la cosa, que les impedía refugiarse en la creencia de que la habían imaginado o inventado. Así pues, fijaron en la otra una mirada vacía y desesperada, sin dar signos de reconocimiento, y luego cogieron su equipaje y se alejaron en la multitud.
    * * *
    Penny descubrió que, por alguna razón, el velo negro se había convertido en parte de su visión. Pensaba constantemente en rostros —el de su padre, el de su madre—, ninguno de los cuales conservaba su forma ante el ojo de su mente. El rostro de Primrose, la niñita optimista, la mujer que alzaba los ojos de la vitrina para clavarlos en ella, que la miraba con aire conspirador por encima de la nata cuajada. La pequeña y rubia Alys, con su dulce sonrisa zalamera. La cara semihumana de la cosa. Como si todo dependiera de ello, intentó recordar totalmente esa cara, y sufrió con el detalle de la horrible boca con las comisuras caídas, de la falta completa de sentido de los ojos blancos y ciegos. Las caras presentes eran discos vacíos, lunas sombreadas. Sus pacientes iban y venían, niños perdidos, u ocupados, o atrapados tras su máscara de ensimismamiento o ansiedad o sobreexcitación. Cada vez era más incapaz de distinguir una de otra. El rostro de la cosa estaba clavado en su cerebro y solicitaba celosamente su atención, le impedía concentrarse en su actividad cotidiana. Había vuelto al lugar de la cosa, y no la había visto. Necesitaba verla. Lo necesitaba porque la cosa era más real de lo que ella era. Habría sido preferible no haberla siquiera vislumbrado, pero sus caminos se habían cruzado. La cosa había irrumpido desconsideradamente en su vida, le había sorbido la médula, sin advertir siquiera quién o qué era ella. Volvería y la enfrentaría. ¿Qué otra cosa había?, se preguntó, y se respondió: nada.
    De modo que regresó, sola en el tren mientras los campos pasaban a toda velocidad, y dormitó a lo largo de una noche eterna bajo la colcha con rosas silvestres de la pensión. Esta vez hizo el mismo recorrido de antaño, saliendo de la casa y franqueando el portillo; encontró enseguida el viejo rastro, su mirada atenta descubrió la estela de desechos de la cosa, y muy pronto estaba de vuelta en el claro, donde encontró intacto el túmulo de huesecillos que había dejado junto al tronco de un árbol. Lanzando un leve suspiro, cayó de rodillas, y luego se sentó de espaldas al bosque en descomposición y llamó en silencio a la cosa. Casi de inmediato percibió la perturbación, vio la agitación de las ramas, oyó el lento avance, olió el viejo olor. Era un día gris y ordinario. Cerró los ojos por un breve momento, mientras el ruido y el movimiento se incrementaban. Cuando la cosa llegara, la miraría a la cara, vería lo que era. Juntó las manos en el regazo, sin apretarlas. Sus nervios se relajaron. Su sangre fluyó más lentamente.Estaba preparada.


    * * *


    Primrose se encontraba en el centro comercial, colocando en círculo sus sillas de plástico con los colores del arco iris. Los huesos le crujieron cuando se inclinó sobre ellas. Fuera llovía torrencialmente, pero el centro era como un palacio de cristal encerrado en una caja de vidrio. Bajo las sillas multicolores resplandecía el suelo de mármol moteado. Justo enfrente había una fuente, con luces brillantes que iluminaban el agua verdosa y creaban círculos dorados en torno a los pulidos guijarros y las monedas arrojadas para pedir un deseo. Los niñitos se reunieron a su alrededor: sus madres se despedían de ellos con un beso, les decían que se comportaran bien y escucharan a la amable señora. Todos tenían un vasito de plástico transparente con zumo de naranja y una galleta envuelta en papel de aluminio. Eran de todos los colores: piel negra, piel morena, piel sonrosada, piel pecosa, abrigo rosa, abrigo amarillo, capucha morada, capucha roja. Algunos sonreían y otros lloriqueaban, algunos no dejaban de moverse y otros permanecían quietos. Primrose se sentó en el borde de la fuente. Había decidido qué hacer. Les dedicó su mejor sonrisa, la más cálida, y se arregló los rizos dorados. «Prestad atención», les dijo, «y os contaré algo fabuloso, una historia que nunca se ha contado antes».
    «Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque…»

A.S.Byatt

El libro negro de los cuentos

A. S. Byatt / Material en bruto

A. S. Byatt

    Siempre les decía lo mismo para comenzar:
    —Intentad evitar lo falso, lo forzado. Escribid sobre aquello que verdaderamente conozcáis. Convertidlo en algo nuevo. No inventéis un melodrama por el gusto del melodrama. No intentéis correr, y mucho menos volar, antes de que seáis capaces de andar con comodidad.
    Cada año los fulminaba amistosamente con la mirada. Cada año ellos escribían melodramas. Era evidente que necesitaban escribir melodramas. Había renunciado a decirles que el taller de escritura creativa no era una forma de psicoterapia. De una manera a la vez pasmosa y ridícula, era precisamente eso.
    El taller funcionaba desde hacía quince años. Se había trasladado desde un aula de una escuela a una iglesia victoriana abandonada, convertida en un centro de arte y ocio. El pueblo se llamaba Sufferacre, lo cual se suponía que era una deformación de sulfuris aquae, y era un balneario de aguas termales del condado de Derby venido a menos. Era también su ciudad natal. En los sesenta había escrito una novela rebosante de furia, iconoclasta y escandalosa llamada Chico malo. Se había marchado a Londres en busca de fama, y había vuelto discretamente, diez años más tarde. Vivía en una caravana, en un terreno que no le pertenecía. Recorría grandes distancias, en moto, para dirigir talleres de escritura creativa en pubs, aulas de escuela y centros de arte. Se llamaba Jack Smollett. Era un hombre alto, risueño y rubicundo con largos cabellos dorados, que caminaba arrastrando los pies y llevaba jerséis de punto de trenza de colores oleosos y pañuelos de un rojo brillante. Las mujeres lo apreciaban, como apreciaban a los perros labradores entusiastas. Casi todas —y en sus clases predominaban las mujeres— sentían más deseos de cocinar para él pasteles de manzana y empanadas de Cornualles, que de hacer el amor con él apasionadamente. Creían que no se alimentaba de un modo adecuado (y tenían razón). De tiempo en tiempo, cuando él exhortaba a sus alumnos a ceñirse a lo que conocían, alguien observaba que ellos mismos eran lo que él «realmente conocía». ¿Escribirás sobre nosotros, Jack? No, contestaba siempre, eso sería traicionar vuestras confidencias. Siempre hay que respetar la vida privada de los demás. Los profesores de los talleres de escritura creativa tenían algo en común con los médicos, aun cuando —una vez más— la escritura creativa no fuera una terapia.

    De hecho, había intentado sin éxito vender dos historias diferentes basadas en las confesiones (o invenciones) de sus alumnos. Ellos se le ofrecían como ostras abiertas en platos inmaculados. Compartían con él horror y falso patetismo, ensoñaciones, injurias y venganza. No sabían escribir, sus invenciones eran burdas, y él no lograba encontrar el modo de ejecutar las operaciones necesarias para transformar en hilos de seda la sucia paja, o para convertir los sangrientos trozos de carne cruda en un plato sabroso. Así que cumplía su palabra de no traicionarlos, aunque no enteramente por propia voluntad. Amaba de verdad escribir. Amaba más escribir que cualquier otra cosa, ya fuera el sexo, la comida, el alcohol, el aire puro, incluso el calor. Escribía y reescribía sin cesar, en su caravana. Estaba reescribiendo su quinta novela. Chico malo, la primera, la había escrito de un tirón apenas acabado el bachillerato, y el primer editor a quien la había enviado la había aceptado sin vacilar. Era justamente lo que él había esperado. (Bueno, era uno de los dos guiones  que se representaban en su joven cerebro: el reconocimiento inmediato o la lucha penosa y esforzada. Cuando llegó el éxito, le pareció a todas luces evidente que desde un principio había sido el único resultado posible.) Así que no fue a la universidad, ni aprendió un oficio. Era, como bien sabía, un escritor con mayúscula. De su segunda novela, Sonríe y sonríe, se habían vendido 600 ejemplares, y los restantes se habían tenido que saldar. La tercera y la cuarta —reescritas con frecuencia— estaban en sobres marrones sellados y vueltos a sellar, en una caja de hojalata que guardaba en la caravana. No tenía agente editorial.


    * * *
 

   Los talleres funcionaban de septiembre a marzo. En verano trabajaba en festivales literarios, o en colonias de veraneo en islas soleadas. Se alegraba de reencontrarse con sus alumnos en septiembre. Seguía considerándose rebelde y sin ataduras, pero era una persona de hábitos. Le gustaba que las cosas sucedieran en momentos precisos y recurrentes, de un modo preciso y recurrente. Más de la mitad de sus alumnos eran viejos estudiantes fieles que volvían año tras año. Cada clase tenía un grupo estable de unas diez personas. Al comienzo del año este número solía doblarse por la afluencia de entusiastas recién llegados. Para Navidades muchos de ellos ya habían abandonado, seducidos por otros cursos, intimidados por los asistentes regulares, o vencidos por algún drama doméstico o por lasitud personal. El centro de ocio San Antonio era tenebroso a causa de sus altos techos, y estaba lleno de corrientes de aire a causa de las viejas puertas y ventanas. Los propios alumnos habían llevado estufas de queroseno y unas cuantas lámparas de pie con pantallas que imitaban vidrieras de colores. Las viejas sillas de la iglesia se habían dispuesto en círculo, bajo esas bonitas luces.


    * * *


    Le gustaban las listas de sus nombres. Le gustaban las palabras, era escritor. A veces hablaba de todo lo que Nabokov había extraído de la lista de nombres de los compañeros de clase de Lolita, cuánto revelaba ésta de Estados Unidos, qué imagen más poderosa sugerida por unas pocas palabras. A veces trataba de elaborar una lista imaginaria que pudiera agradarle más que la real. Nunca tenía éxito. Escribía apellidos alusivos equivalentes —Pastor, por ejemplo, por Cura, u Oro por Argenta—, y descubría que su texto reproducía inexorablemente la concatenación precisa que existía en la original. La lista de su clase actual era:
Abbs, Adam
Archer, Megan
Armytage, Blossom
Forster, Bobby
Fox, Cicely
Hogg, Martin
Parson, Anita
Pearson, Amanda
Pygge, Gilly
Secrett, Lola
Secrett, Tamsin
Silver, Annabel
Wheelwright, Rosy
    Estudiaba la lista en busca de vanas simetrías. Pygge y Hogg, deformaciones de «cerdo». Pearson y Parson. El predominio de aes y la ausencia de es y erres. Durante cierto tiempo había mantenido un registro de apellidos que daban cuenta de antiguas ocupaciones desaparecidas: Archer, Forster, Parson, Wheelwright, arquero, guardabosque, pastor, carretero. ¿Abundaban más en el condado de Derby que en otros lugares?
    Luego estaba la lista de las ocupaciones, que también constituía un microcosmos imperfecto.
    Abbs, diácono de la Iglesia anglicana
    Archer, agente inmobiliario
    Armytage, veterinaria
    Forster, cajero de banco en paro
    Fox, solterona de ochenta y dos años
    Hogg, contador
    Parson, maestra de escuela
    Pearson, granjera
    Pygge, enfermera
    Secrett, Lola; estudiante esporádica, hija de:
    Secrett, Tamsin; medio de vida: una pensión alimenticia
(sic)
    Silver, bibliotecaria
    Wheelwright, estudiante de ingeniería
    El trabajo más reciente que sus alumnos habían hecho era:
    Adam Abbs. Un relato sobre el martirio de monjas en Ruanda.
    Megan Archer. La historia del rapto y violación prolongados de un agente inmobiliario.
    Blossom Armytage. Un relato sobre la refinada tortura de dos perros Sealyham.
    Bobby Forster. La historia del vengativo engaño y asesinato de un examinador injusto del examen de conducir.
    Cicely Fox. Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito.
    Martin Hogg. Ahorcamiento, evisceración y descuartizamiento en el reinado de Enrique VIII.
    Anita Parson. Un relato sobre reiterados abusos sexuales y sacrificios satánicos de niños, que se mantienen ocultos.
    Amanda Pearson. Un relato sobre un marido infiel abatido a hachazos por su vengativa esposa.
    Gilly Pygge. Ingenioso asesinato cometido por un cirujano cruel durante una operación.
    Lola Sccrett .Crisis nerviosa de una mujer menopáusica, madre de una hija hermosa y paciente.
    Tamsin Secrett. Crisis nerviosa de una adolescente irresponsable, hija de una madre sabia pero impotente.
    Annabel Silver. Iniciación sadomasoquista de una víctima de la trata de blancas en el norte de África.
    Rosy Wheelwright. Ciclo de poemas de amor lésbico muy explícitos en que intervienen motocicletas.
    Había aprendido a sus expensas a no involucrarse de ningún modo en la vida de sus alumnos. Cuando se había mudado a la caravana había tenido una visión bastante convencional sobre su cálido refugio como un lugar secreto al que llevar mujeres para darse un revolcón, para ligar, para compartir noches veraniegas de desnudez y vino tinto. Había estudiado a sus nuevas alumnas, de un modo sumamente obvio, en busca de candidatas, apreciando pechos, admirando tobillos, comparando las bocas rosas y redondas con las grandes y rojas y las adustas sin maquillaje. Había tenido uno o dos encuentros físicos realmente buenos, uno o dos fracasos con lágrimas, un caso de exceso que lo había llevado a vigilar tembloroso la entrada a su terreno noche tras noche, y a veces a escudriñar espantado por la ventana de la caravana.
    Los escritores creativos son escritores creativos. En las historias escritas con el fin de ser leídas y criticadas en clase empezaron a aparecer descripciones cada vez más detalladas de su ropa de cama, su estufa, las ráfagas de viento contra las paredes de su caravana. Empezaron a circular competitivas descripciones de su cuerpo desnudo. Varones despiadados o cobardes (según quién fuera la escritora creativa) tenían en el pecho un vello espeso o áspero, o un pelo suave como el de un zorro, o matas rojizas erizadas y pinchudas. Una o dos descripciones de penetraciones brutales y pubis atenazados fueron seguidas de una caída de la tensión dramática, tanto en su vida como en el arte. Renunció —para siempre— a llevar mujeres de su clase a su sofá cama. Renunció, para siempre, a hablar individualmente con sus estudiantes o a hacer distinciones entre ellas. El tema del sexo en una caravana se marchitó y no volvió a surgir. Su acosadora se fue a una clase de cerámica, transfirió sus afectos, y fabricó columnas achaparradas, barnizadas con fuego y pintura blanca. Cuando las historias sobre su vida sexual disminuyeron, se volvió misterioso y autoritario, y descubrió que gozaba con ello. La camarera de La Peluca y la Pluma iba a verlo los domingos. Él era incapaz de encontrar las palabras apropiadas para describir los orgasmos de la chica —sucesos prolongados en que alternaban extrañamente un ritmo staccato con otro de temblores—, y eso le molestaba y le agradaba a la vez.    Sentado solo en el bar de La Peluca y la Pluma por la tarde, antes de su clase, leía las «historias» que tenía que devolver. Martin Hogg había descubierto la tortura que consiste en eviscerar a alguien enrollando los intestinos en un huso. No sabía escribir, y Jack pensaba que era mejor así; abusaba de palabras como «espantoso» y «horrible», pero era incapaz, quizá inevitablemente, de hacer surgir en la mente del lector la imagen de un intestino, un huso, el dolor o un verdugo. Jack imaginaba que Martin gozaba con lo que escribía, pero ni siquiera transmitía bien su entusiasmo al supuesto lector. Le impresionó más la fantasía de Bobby Forster sobre el asesinato de un examinador del examen de conducir. Había una cierta intriga, con elementos como unas esposas, cables de freno cortados, una señal indicadora de arenas movedizas que se hacía desaparecer, e incluso una coartada perfecta para el apacible hombre convertido en verdugo. Forster escribía en algunos momentos una frase aguda, sobresaliente, que era memorable. Jack había encontrado una de ellas en Patricia Highsmith, y otra, por pura casualidad, en Wilkie Collins. Había hecho frente a este plagio —con bastante pericia, juzgaba— subrayando las frases y escribiendo en el margen: «Siempre he dicho que leer a los grandes escritores, y empaparse de ellos, es esencial para escribir bien. Pero no hay que llegar al plagio». Forster era un hombre meticuloso, de rostro blanco tras unas gafas redondas. (Su héroe era pulcro y pálido, con gafas que dificultaban ver qué estaba pensando.) En ambas ocasiones dijo con suavidad que el plagio había sido inconsciente, que debía de haber sido una jugarreta de la memoria. Por desgracia, esto había llevado a Jack a sospechar que toda otra elegancia excesiva de estilo era también un plagio.


    * * *


    Llegó a «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Cicely Fox era una alumna nueva. Su redacción estaba escrita a mano, con pluma y tinta, ni siquiera con bolígrafo. Le había entregado el trabajo con una nota despreciativa.
    «No sé si ésta es la clase de cosas a las que se refiere cuando dice que escribamos sobre aquello que realmente conozcamos. Lamentablemente, he visto que hay algunas lagunas en mi memoria. Espero que me perdone por ellas. El texto tal vez carezca de interés, pero su escritura me resultó muy grata.»
    Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito.
    Es extraño pensar en actividades que en otra época formaban de tal modo parte de nuestra vida que parecían inevitables a diario, como caminar y dormir. A mi edad, estas cosas vuelven con su naturaleza contingente, cosas que hacíamos sin precaución con dedos rápidos y la espalda curvada. Hoy día es la dificultad de abrir los envoltorios de plástico, o las relucientes luces parpadeantes del microondas, que semejan velos y sombras.
    Tomemos la pasta de grafito. Los fogones de las cocinas de nuestra infancia y juventud eran grandes cofres de calor intenso que relucían sombríamente. En el frente tenían pesadas puertas con falleba que daban acceso a diversos hornos, grandes y pequeños, diversos humeros y el fogón propiamente dicho, donde se colocaba el combustible. No hay palabras para expresar la negrura y el resplandor extremos. Resplandecía con un brillo dorado la barra que cruzaba el frente de la cocina, donde se colgaban los paños de cocina, y los pomos de latón de las puertecitas, que había que pulir todas las mañanas con Brasso —un líquido pulverulento color amarillo pálido—. Resplandecían las rugientes llamas dentro del pesado cofre de hierro forjado. Si se abría la puerta cuando el fuego estaba bien encendido, éste se podía ver y oír: una temblorosa cortina transparente roja y amarilla, salpicada de azul, salpicada de blanco, con un púrpura centelleante, que rugía, crepitaba y silbaba. De inmediato se veía cómo se extinguía en los rojizos contornos de las brasas. Era importante cerrar rápidamente la puerta, conservar el fuego «dentro». «Dentro» significaba a la vez «encerrado» y «encendido». [2]
    Había muchos negros distintos en torno a este fogón. En él se quemaban diversos combustibles, a diferencia de las modernas cocinas de hierro, que consumen petróleo o antracita. Recuerdo el carbón. El carbón tiene un brillo propio, un lustre, un bruñido. Se pueden distinguir las capas comprimidas de madera muerta —muerta hace millones de años— en las caras estratificadas de los trozos de buen carbón. Estos brillan. Despiden destellos negros. Los árboles consumieron la energía solar, y el fogón la libera. El carbón es lustroso. El coque es mate, y parece doblemente quemado (de hecho lo está), como laa volcánica. El polvo de carbón brilla como polvo de vidrio; el polvo de coque absorbe la luz, es tenue, es inerte. A veces viene en forma de pequeñas almohadillas compactas, como cojines para muñecas muertas, solía pensar yo, o retorcidos caramelos para demonios. A nosotros mismos nos daban a comer carbón para los malestares de estómago, lo que explicaría por qué yo consideraba comestibles esos trozos. O quizá, aun siendo una cría, veía la boca abierta del fogón como un infierno. Uno se sentía atraído. Quería acercarse más y más; quería poder apartarse. Y en la escuela nos hablaban de nuestra propia combustión interior de materia. Los hornos que había detrás de las otras puertas de la cocina podían esconder las formas hinchadas de panecillos y bollos, con ese olor que no tiene igual, el de la masa con levadura cociéndose al horno, o el olor apenas menos delicioso de la corteza de una tarta caliente, azúcar tostada, leche y huevos. De vez en cuando —los fogones de antaño eran imprevisibles— una hornada de magdalenas en moldes de papel plisado salía negra, humeante y con hedor a destrucción, siniestra analogía de las almohadillas de carbón. De aquí, imaginaba yo, venían las cenizas que caían de la boca de los niños malos en los cuentos fantásticos, o que llenaban sus medias de Navidad.
    Todo el fogón estaba bañado en una atmósfera de hollín controlado. Enfrente del nuestro, en una época, había un tapete confeccionado por nuestro padre con tiras de retazos de colores vivos —viejas camisas de franela, viejos pantalones— pasadas a través de una arpillera y anudadas. El hollín se infiltraba en esta densa masa de banderas o gallardetes. Toda la superficie de la arpillera estaba teñida de un negro hollinoso. Una capa de minúsculas motas negras cubría el carmesí y el escarlata, los verdes cuadros escoceses y las manchas mostaza. A veces me imaginaba que el tapete era un banco de algas filiformes. El hollín era como la arena en que éste reposaba.
    No era que no cepilláramos sin cesar, para eliminar del entorno del fogón este polvo negro que se cernía en el aire y caía por todas partes. El polvo se eleva con ligereza y cae otra vez en el mismo lugar, se arremolina brevemente si se lo perturba, y las partículas se posan en la coronilla y el cabello, taponan con hollín cada poro de la piel de las manos. Sólo es posible juntar una parte; el resto se desplaza, revolotea y vuelve a depositarse. Ésa debía de ser la razón por la que dedicábamos tanto tiempo —todas las mañanas— a poner más negro el negro frente del negro fogón con pasta de grafito. Para disimular y dominar el hollín.
    La pasta de grafito era una mezcla de plumbagina, grafito y limaduras de hierro. Tenía una consistencia espesa y se esparcía sobre todas las superficies negras, evitando por supuesto las de latón, para luego lustrar, pulir y alisar con cepillos de diferentes densidades y trapos de franela. Se hacía penetrar en cada grieta de cada protuberancia del ornado hierro fundido, y luego se quitaba; el trabajo estaba mal hecho si se dejaba el más mínimo resto del producto incrustado alrededor de las hojas y pétalos del negro festón floral que adornaba las puertas. Recuerdo al fénix, que, según creo, era la marca de este fogón en particular. Estaba posado sobre un nido tallado de ramas entrecruzadas, mirando ferozmente hacia la izquierda, rodeado por una compleja espiral de gruesas llamas de punta afilada. Todo era del negro más negro, el plumoso pájaro, la hoguera ardiente, la madera encendida, el ojo brillante y airado, el pico curvo.
    La pasta de grafito daba un magnífico lustre, suave y sutil, a la negrura del fogón. No era como el betún, que produce un brillo de espejo. El alto contenido de grafito, las limaduras de hierro esparcidas, daban un color plomizo plateado a la superficie, que seguía siendo una superficie negra, pero con los reflejos cambiantes de un tenue brillo metálico. Recuerdo esto como la representación de una suerte de decoro, el dominio y control tanto de las violentas llamas del interior como del inflexible hierro forjado del exterior. Como ocurre con todos los buenos productos pulidores —casi ninguno de los cuales subsiste en la vida moderna, un hecho del que en general debemos estar agradecidos—, el lustre se conseguía aplicando capa tras capa de una cantidad infinitesimal, que luego se retiraba casi por completo, de forma que sólo quedaba adherida una delgadísima película de brillante mineral.
    Ha quedado muy lejos la época en que costaba sudor y lágrimas embellecer la propia casa con cuidadosas capas de depósitos minerales. El recuerdo de la pasta de grafito me hace pensar en su opuesto, la piedra blanca y el polvo de piedra blanca molida con que, diariamente, o incluso con mayor frecuencia, solíamos hacer resaltar el peldaño de la puerta y los alféizares de las ventanas. Recuerdo claramente cómo suavizaba yo la gruesa franja pálida del umbral con un bloque de piedra, pero no logro acordarme del nombre de dicha piedra. Es posible que simplemente la llamáramos «la piedra». Sólo nos veíamos obligados a blanquear el umbral cuando no teníamos criada que lo hiciera. Pensé en arenisca, en piedra blanqueadora (tal vez un invento), y una consulta del Oxford English Dictionary añadió piedra de amolar y alumbre, un término que desconocía y que al parecer se utiliza en tintorería. Finalmente encontré la piedra del hogar y el polvo de piedra del hogar, una mezcla de albero, carbonato de calcio, cola y arenisca. La piedra del hogar se vendía en grandes trozos, ofrecida por vendedores ambulantes que iban con carretillas. Recuerdo el azufre que había en el aire por las chimeneas de las industrias de Sheffield y Manchester, un repugnante depósito amarillo que teñía por igual ventanas y labios, y que manchaba la resplandeciente piedra blanca del umbral apenas acabábamos de pulirla. Pero entonces salíamos a pulirla otra vez. Llevábamos una vida arenosa y mineral, con la nariz y los dedos inmersos en ello. He leído que la pasta de grafito es tóxica. Pienso en el albayalde, con que las damas del Renacimiento se pintaban la piel y se envenenaban la sangre. «Dile que se ponga dos dedos de afeite, y esta misma traza lucirá», dice Hamlet alzando la calavera. Recuerdo que los dentistas nos daban trocitos de azogue en tubitos de ensayo con tapón de corcho, para que jugáramos. Los extendíamos sobre la mesa con los dedos desnudos y observábamos cómo se fraccionaban en múltiples gotitas, para luego juntarse otra vez. Era como una sustancia de otro mundo. No se adhería a nada más que a sí mismo. No obstante, lo distribuíamos por todas partes, y perdíamos una brillante cuenta plateada aquí, bajo una astilla de madera, otra allí, entre las fibras de nuestro jersey. También el azogue es tóxico. Nadie nos lo decía.
    La piedra del hogar es una idea vieja y ambigua. En el pasado, el hogar era una sinécdoque de la casa propia, o incluso la familia o el clan. (Me resisto a utilizar la palabra «comunidad», tan trillada y desvirtuada.) El hogar era el centro, donde estaban el calor, la comida y el fuego. El nuestro se hallaba frente al fogón pulido con pasta de grafito. Teníamos una sala, pero su chimenea (también pulida regularmente con pasta de grafito) solía estar vacía, porque nunca recibíamos visitas tan solemnes como para ir a sentarnos en esa fría solemnidad. La piedra del hogar, sin embargo, se aplicaba en lo que de hecho era el limen, el umbral. Los nórdicos guardan las distancias. La franja blanqueada por la piedra del hogar en el peldaño de la puerta era un límite, una barrera. Nos gustaba una cierta retórica. «No vuelvas a cruzar mi umbral.» «No vuelvas a hollar mi casa.» El negro plateado brillante, el rojo escondido y el dorado rugiente estaban a salvo en el interior. Saldríamos, como acostumbraba decir mi madre, con los pies por delante, y cruzaríamos por última vez ese umbral. Hoy día, por supuesto, todos acabamos en el horno. En esa época regresábamos a la tierra, de donde se habían extraído con tanto cuidado todos esos polvos y pomadas.
    Jack Smollett se dio cuenta de que era la primera vez que su imaginación se veía estimulada por el escrito de uno de sus estudiantes (y no por la violencia, el sufrimiento, la animosidad, la desvergüenza). Acudió a su siguiente clase lleno de entusiasmo, y se sentó cerca de Cicely Fox mientras esperaban a que llegaran los otros. Ella era siempre puntual, y siempre se sentaba sola en uno de los bancos que quedaban en sombras, lejos de la colorida luz de las lámparas de pie. Tenía un cabello fino y canoso, un tanto raleado, que se recogía en un moño en la nuca. Siempre iba elegantemente vestida, con largas faldas sueltas, jerséis de cuello alto y holgadas chaquetas, en tonos negros, grises, plateados. Lucía invariablemente un prendedor en el cuello, una amatista dentro de un círculo de aljófares. Era una mujer flaca; las holgadas vestimentas ocultaban contornos angulosos, no redondeces. Su cara era larga; la piel, bonita pero fina como un papel. Tenía una boca ancha y tensa —de labios delgados— y una nariz recta y elegante. Lo más sorprendente eran los ojos. Eran muy oscuros, de un negro casi uniforme, y parecían haberse hundido en las cavidades de sus órbitas y no tener más sujeción al mundo exterior que la proporcionada por la frágil telaraña de los párpados y músculos, enteramente cubiertos de manchas pardas, moradas, azules como si estuvieran magullados por el esfuerzo de mantenerse en su lugar. Jack se dijo fantasiosamente que se podía ver el estrecho cráneo bajo el tegumento evanescente. Se podía ver dónde se juntaban las mandíbulas, bajo un tenue papel vitela. Era hermosa, pensó. Tenía el arte de permanecer muy quieta y atenta, con el esbozo de una sonrisa plácida en los pálidos labios. Sus mangas eran un poco demasiado largas, y sus delgadas manos quedaban ocultas la mayor parte del tiempo.
    Jack le dijo que su escrito era magnífico. Ella volvió el rostro hacia él, con un aire distraído y ansioso.
    —Es un texto, un verdadero texto —añadió él—. ¿Puedo leerlo en clase?
    —Claro —dijo ella—, haga como le parezca.
    Él pensó que tal vez ella tuviera problemas de audición.
    —Espero que esté escribiendo algo más —dijo.
    —¿Que espera qué?
    —Que esté escribiendo algo más —repitió, más fuerte esta vez.
    —Oh, sí. Estoy escribiendo sobre el día de colada. Es terapéutico.
    —Escribir no es una terapia —dijo Jack Smollett a Cicely Fox—. No cuando se escribe bien.
    —Confío en que el motivo no importe —repuso Cicely Fox, con su aire distraído—. Uno tiene que hacer todo lo que pueda.
    Él se sintió desairado, y no supo por qué.


    * * *


    Leyó en clase «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Leía los trabajos en voz alta, anónimamente, él mismo. Tenía una bonita voz y a menudo, o siempre, le hacía más justicia al escrito que lo que habría hecho el propio autor. También podía valerse de la lectura como un modo de destrucción irónica, si estaba de humor para ello. Su costumbre era no nombrar al autor del texto. Por lo general resultaba fácil de adivinar.
    Disfrutó leyendo «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Lo leyó con brío, saboreando las frases que le agradaban. Por esta razón, quizá, la clase se arrojó sobre el escrito como una jauría, gruñendo y lanzando dentelladas. Recurrieron a adjetivos despiadados. «Lento.» «Burdo.» «Frío.» «Pedante.» «Pomposo.» «Presuntuoso.» «Recargado.» «Nostálgico.»
    Criticaron la acción, con la misma alegría. «Sin ímpetu.» «Sin tensión.» «Inconexo.» «Confuso.» «Sin presencia del narrador.» «Sin sentimientos reales.» «Sin un interés humano vital.» «Nada que justifique que nos cuente todo ese rollo.»

    Bobby Forster, tal vez la estrella de la clase, parecía ofendido con la pasta de grafito de Cicely Fox. Su magnum opus, que no dejaba de engrosarse, era un relato autobiográfico muy detallado de su infancia y juventud. Había ido avanzando lentamente desde el sarampión y las paperas al circo, sus trabajos escolares, su pasión por compañeras del instituto, y dejado constancia de cada manoseo en cada sofá, en su casa, en la casa de las chicas, en alojamientos estudiantiles, del punto preciso del pecho o el portaligas que había conseguido tocar. Se mofaba de los rivales, ponía en su sitio a padres y profesores que no se daban cuenta de nada, describía los motivos por los que había roto con chicas y conocidas poco atractivas. Dijo que Cicely Fox sustituía a la gente por cosas. Dijo que el desapego no era una virtud, sólo disimulaba la ineptitud. Yendo al grano, dijo Bobby Forster, ¿por qué tiene que importarme un estúpido método tóxico de limpieza que a Dios gracias está obsoleto? ¿Por qué el autor no nos muestra los sentimientos de la pobre esclava del hogar que tenía que untar esa cosa?
    Tamsin Secrett fue igualmente severa. Por su parte, había escrito una desgarradora descripción de una madre que prepara amorosamente una comida para una ingrata que no aparece a la hora de comer ni llama siquiera para avisar que no irá. «Una suculenta pasta al dente, tierna y fragante, condimentada con hierbas aromáticas de Provenza, con un picante queso parmesano que se deshace en la boca y un sabroso aceite de oliva virgen, delicadamente perfumada con trufas, con un sabor tan exquisito que se hace agua la boca…» Tamsin Secrett dijo que describir por describir no era más que un ejercicio; todo texto debía tener una «dimensión humana urgente», algo «vital en juego». «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito», dijo Tamsin Secrett, era simplemente periodismo, una crónica del pasado carente de sentido. Sin garra, dijo Tamsin Secrett. Sin garra, coincidió su hija, Lola. Nada más que recuerdos. Puaj.


    * * *


    Cicely Fox permanecía sentada muy tiesa y sonreía plácidamente con aire distraído ante esta agitación. Daba la impresión de que nada de lo que ocurría tenía que ver con ella. Jack Smollett no estaba muy seguro de cuánto había llegado a oír. Por su parte, y contra su costumbre, salió en defensa de Cicely Fox con respuestas airadas. Dijo que era raro leer un texto que funcionara en más de un nivel a la vez. Dijo que se necesitaba pericia para que las cosas familiares parecieran extrañas. Citó a Ezra Pound: «Convertidlo en algo nuevo». Citó a William Carlos Williams: «Nada de ideas si no es en las cosas». Únicamente procedía así cuando estaba enardecido. Y estaba enardecido, no sólo en nombre de Cicely Fox, sino también, de un modo más amenazador, en el suyo propio. Pues el rencor de la clase, y las palabras triviales con que expresaban tal rencor, avivaban la angustia que le producían sus propias palabras, su propio trabajo. Decidió hacer una pausa para el café, tras lo cual leyó en voz alta la tragedia culinaria de Tamsin Secrett. Este texto fue del agrado de la clase, en líneas generales. Lola dijo que era muy conmovedor. Madre e hija se empeñaban en representar una rebuscada farsa según la cual los escritos de una no tenían nada que ver con la otra. La clase entera actuaba como cómplice. No había nada peor que los espaguetis recocidos y resecos, dijo Lola Secrett.


    * * *


    Las clases solían acabar con una discusión general sobre la naturaleza de la escritura. Todos solían disfrutar explicando cómo trabajaban: lo que era tener un bloqueo, lo que era superar un bloqueo, lo que era captar un sentimiento con precisión. Jack quiso que Cicely Fox participara. Se dirigió a ella directamente, alzando un poco la voz.
    —¿Y usted por qué escribe, Miss Fox?
    —Bueno, hasta ahora no habría dicho que escribo. Pero escribo porque me gustan las palabras. Supongo que si me gustaran las piedras me pondría a esculpir. Me gustan las palabras. Me gusta leer. Me fijo en ciertas palabras en particular. Eso me estimula.
    Era una respuesta fuera de lo común, aunque no debería haberlo sido.
    Al propio Jack le resultaba cada vez más difícil saber por dónde comenzar para describir algo, fuera lo que fuere. La aversión por el tipo de palabras empleadas por Tamsin y Lola lo volvía impotente a causa de la repugnancia y la rabia. Los tópicos se extendían como una mancha sobre las palabras escritas, y no conocía una técnica para eliminarlos. Tampoco tenía la habilidad necesaria para hacer lo que Leonardo recomendaba a propósito de las grietas, o Constable a propósito de las formas de las nubes, y convertir las manchas en nuevas formas sugeridas.


    * * *


    Cicely Fox no iba al pub con el resto de la clase. Jack no podía ofrecerle llevarla a su casa, porque la idea de su frágil silueta huesuda montada en la moto era inconcebible. Cayó en la cuenta de que se estaba devanando los sesos para encontrar un modo de hablar con ella, como si fuera una muchacha bonita.
    Lo mejor que podía hacer era sentarse a su lado en la iglesia durante la pausa para el café. No era sencillo, porque todos requerían su atención. Por otra parte, quizá a causa de su sordera, ella se mantenía ligeramente separada de los otros, así que pudo colocarse junto a ella. Pero se vio obligado a alzar la voz.
    —Me preguntaba qué leía usted, Miss Fox.
    —Oh, cosas antiguas. Sin interés para gente joven como usted. Cosas que solía leer de niña. Poesía, cada vez más. He visto que ya no tengo ganas de leer novelas.
    —Habría jurado que leía a Jane Austen.
    —¿Ah, sí? —dijo ella con aire distraído—. Bueno, no me extraña —añadió, sin revelar si le gustaba o no Jane Austen.
    Él se sintió desairado.
    —¿Qué clase de poesía, Miss Fox? —inquirió.
    —En este momento, sobre todo de George Herbert.
    —¿Es usted religiosa?

    —No. Es el único escritor que a veces me hace lamentarlo. Consigue que uno comprenda la gracia. Y sabe hablar del polvo.
    —¿Del polvo? —rebuscó en la memoria y encontró unos versos—. «Quien barre una habitación según Tus leyes / hace esto y la acción vuelve hermosa.»
    —Me gusta «Monumentos de iglesia». Con la muerte que barre el polvo en un movimiento incesante:
    La carne no es sino el cristal que guarda el polvo con que se mide nuestro tiempo; que también a su vez se reducirá a polvo.
    »Y me agrada el poema en que habla de su Dios, que estira «un grano de polvo desde el Infierno hasta el Cielo». Y también:
    Oh, que le des al polvo una lengua para implorarte y luego no lo oigas implorar.
    »Herbert conocía la relación apropiada entre las palabras y las cosas —dijo Cicely Fox—. «Polvo» es una buena palabra.
    Él trató de averiguar cómo se integraba esto en lo que ella escribía, pero, tras su breve arranque de locuacidad, ella volvió a refugiarse en su sordera.
    Día de colada.
    En aquella época, la colada llevaba toda una semana. Hervíamos la ropa el lunes, almidonábamos el martes, secábamos el miércoles, planchábamos el jueves, y zurcíamos el viernes. Además de todas las otras cosas que había que hacer. Lavábamos fuera, en el lavadero, que era un edificio exterior con su propia pila de piedra, su bomba de mano, su caldera sobre el fuego, y su suelo enlosado. Otros instrumentos eran el monstruoso escurridor de rodillos, los grandes barreños galvanizados y el batidor. Nuestro lavadero estaba construido con bloques de piedra y un techo de pizarra sobre el que crecían siemprevivas. La chimenea humeaba, y el vapor empañaba las ventanas. En invierno, el vapor derretía el hielo. El edificio tenía todos los extremos de un clima húmedo. De niña solía apoyar la cara contra las piedras, y los días de colada las encontraba calientes, o tibias al menos. Yo imaginaba que era la choza de una bruja de un cuento de hadas.
    Ante todo había que clasificar la ropa y hervirla. Se hervía la ropa blanca en la caldera, que era una enorme cuba con tapa de madera. Todos los elementos de madera del lavadero estaban resbaladizos, y tanto se descamaban como se mantenían unidos por obra del jabón disuelto y solidificado. Hervíamos la ropa blanca —sábanas, fundas de almohada, manteles, servilletas, paños de cocina y demás— y luego usábamos el agua hervida, tras dejarla enfriar un poco, para llenar los barreños y lavar las prendas más delicadas, o la ropa de color que podía desteñir. Para remover la ropa en el agua hirviendo teníamos pesadas pinzas de madera y palos; el vapor subía en forma de nubes, y en la superficie del agua se formaba una especie de espuma gris. Una vez hervida, la ropa blanca se aclaraba varias veces en los barreños. Cuando las prendas entraban en contacto con el agua helada, se oía un siseo y ésta se desbordaba. Entonces había que agitarla con los batidores. El batidor era un objeto de cobre con aspecto de caldera unido a un largo mango, y cubierto de agujeros como un enorme infusor de té o un colador cerrado. Absorbía la ropa con un susurro, y dejaba pequeñas protuberancias sobre el damasco o el algodón atraído, en los puntos en que se había adherido. Luego, valiéndose de las pinzas —y los brazos desnudos— se alzaba todo el peso de las sábanas para pasarlas de un barreño a otro y a otro. Y entonces se plegaba el chorreante bulto y se enroscaba entre los rodillos de madera del escurridor. El escurridor tenía ruedas rojas para hacer girar los rodillos, y una manivela de madera pulida para hacer girar las ruedas. El agua jabonosa exprimida caía en una tina inferior, o se desparramaba por el suelo. Continuamente, además, había que bombear más agua, tirar de la palanca de la bomba, girar la manivela del escurridor. Uno se helaba, se escaldaba. Había que estar de pie en medio de nubes de vapor y respirar un aire siempre saturado de sudor, el propio sudor provocado por el esfuerzo, y el olor a suciedad que las ropas desprendían en el aire y el agua.
    Luego estaban los productos en que había que remojar la ropa lavada. Uno era el azulete Reckitt. Ignoro cuál era su composición. Como vivíamos en el condado de Derby, yo siempre lo asociaba con la fluorita azul de nuestras montañas, lo que sé que es totalmente erróneo, pero es una asociación verbal que ha persistido en mí. Venía en bolsitas cilíndricas envueltas en muselina blanca, y soltaba un intenso color cobalto cuando se sacudían las bolsitas en el agua del enjuague. Lo que remojábamos en el agua azul —que siempre estaba fría— era la ropa blanca. No sé por qué proceso óptico esta tintura azul volvía más blanco el blanco, pero recuerdo claramente que lo hacía. No era lejía. No quitaba las manchas resistentes de té, de orina o de zumo de fresa; para ello era necesario usar verdadera lejía, que olía a algo horrible y mortal. El azulete Reckitt se diluía en el agua formando pequeñas manchas y filamentos, y zarcillos de color. Como los delgados hilos de cristal de una bola de vidrio. O como la sangre, si se sumerge en agua un dedo cortado. No se podía ver muy bien en los barreños galvanizados, pero los días en que no había mucha ropa usábamos una tina esmaltada blanca para azular, y entonces podía verse la filamentosa mancha añil brillante sumergiéndose en el agua cristalina, y mezclándose, hasta que el agua se teñía de azul. Luego se removía la ropa en el agua tintada —se removía, se aplastaba, se golpeaba, se machacaba— hasta que quedaba impregnada de azul, hasta que el blanco adquiría un pálido brillo azulado. Cuando yo era muy pequeña solía pensar que la ropa blanca y el agua azul eran como las nubes en el cielo, pero era una tontería. Porque, de hecho, en el cielo son las nubes blancas cargadas de agua las que manchan el azul, no al revés. Había una inversión, un intercambio. Pues, cuandose alzaban las sábanas y se las retiraba del agua azul para escurrirlas, se veía el azul que se iba y el blanco más blanco, un blanco azulado, un blanco que no era crema, ni marfil, ni blanco amarillento, un blanco que aparecía bajo el líquido azul goteante, transformado pero no teñido.
    Luego estaba el almidonado. El almidón era viscoso y pegajoso, espesaba el agua como si fueran gachas. Pensándolo bien, creo que realmente se trataba de una especie de gachas. Las moléculas farináceas que se expanden con el calor. El almidón era resbaladizo y nos recordaba a sustancias en las que preferíamos no pensar —fluidos y desechos corporales—, aunque de hecho es un producto vegetal inocuo y limpio, a diferencia del jabón, que es grasa compacta de cordero, por perfumada que sea. Las ropas se sumergían en el almidón para impregnarlas. Había grados de almidonado. Almidón muy denso y glutinoso para los cuellos de las camisas. Almidón aguado, como lana de vidrio, para los delicados camisones y bragas. Cuando se retiraba una prenda del baño de almidón, ésta se ponía rígida y se formaban acanaladuras como en una columna; o, si se cometía el error de dejarla apoyada de cualquier manera, y así se secaba, se solidificaba con arrugas y bultos, como los plegamientos rocosos que aparecen donde la tierra se ha doblado sobre sí misma. La ropa almidonada tenía que plancharse húmeda. El olor de la plancha caliente sobre la tela gelatinosa era como una parodia de la cocina. Por el gluten, supongo. Se sentía un olor a chamuscado como el de una tarta quemada. El olfato nos alertaba cuando algo no iba bien.
    Las ropas y su proceso de lavado nos obsesionaban. Eran ángeles guardianes, almas que se tornaban blancas en la sangre del Cordero, que nos rodeaban con sus susurros y su tenue aroma. En el siglo XVIII, imagino, había uno o dos días de colada al año, pero nuestra época estaba obsesionada con la limpieza y aún no había inventado las ayudas mecánicas. Vivíamos un ciclo sin fin de burbujas, trabajo duro y preocupaciones, cercados por un ejército bien visible de objetos inanimados que danzaban en el viento, agitaban vanamente las mangas, alzaban las faldas con vientres hinchados para revelar el vacío, se enroscaban unos en otros como blancos gusanos. En el interior de la casa, colgaban en la cocina en largos tendederos suspendidos cerca del techo, donde pendían, tiesos como un madero, como hombres ahorcados envueltos en su mortaja. Antes y después del planchado descansaban cuidadosamente plegados, como efigies de niños de coro muertos, con sus ropas plisadas con volantes. Bajo la plancha caliente (los jueves) se retorcían, se estremecían, se contraían. Las enormes e informes enaguas de rayón de mi tía abuela brillaban, espectrales, con todos los colores del arco iris, bermellón y azul celeste crujientes, con reflejos cobrizos, con reflejos turquesa. Se derretían fácilmente, y entonces se plisaban y aparecían costras que acababan convirtiéndose en minúsculos orificios irrecuperables. Las planchas se llenaban con brasas del fogón. Eran sumamente pesadas, y había que vigilar mucho para evitar las manchas de hollín, que condenaban la prenda a un inmediato retorno a la tina de lavar. Dentro de ellas, los carbones ardían sin llama, chisporroteaban y se iban extinguiendo. La cocina se llenaba de olor a quemado, un olor a tostado, un mal remedo de los buenos olores a galletas y bollos dorados.
    Era un trabajo duro, pero el trabajo era la vida. El trabajo se enroscaba y entrelazaba con el hecho mismo de respirar, dormir y comer, como las mangas de una camisa se enroscan y entrelazan en un gran enredo con las cintas de los camisones y los lazos de la ropa de domingo. En su vejez, mi madre se sentaba junto a una lavadora de dos tambores, una reducción mecánica de todos esos arcaicos recipientes y cabrestantes y poleas, y usaba las mismas pinzas de madera para sacar del agua su ropa interior y sus fundas y ponerla a aclarar y luego a escurrirse. Estaba artrítica y tenía unos huesecillos de pajarito, como una gaviota furiosa. Le ofrecieron una nueva máquina con puerta frontal que podía lavar y secar un poco de ropa cada día y, supuestamente, aliviar su trabajo. La idea la horrorizó y la llenó de consternación. Dijo que se sentiría sucia —que se sentiría mal— si no tenía un día de colada. Necesitaba el vapor y remover la ropa para convencerse de que estaba viva y que se comportaba como debía. Hacia el final, el número creciente de sábanas sucias la derrotó, y tal vez incluso la mató, si bien creo que murió, no por agotamiento, sino de pena cuando al fin tuvo que reconocer que ya no podía manejar su batidor ni levantar un cubo. Sintió que ya no era necesaria. Tenía un camisón blanco nuevo que había lavado, almidonado y planchado y que nunca había usado, listo para amortajar su carne blanca inerte en su ataúd, y el azulete Reckitt tenía un brillo más vivo que el gris amarillento de sus párpados y labios contraídos y magullados.
    Los alumnos del taller de escritura creativa no apreciaron este estudio levemente siniestro de la limpieza más de lo que habían apreciado el texto anterior. Introdujeron el concepto de «estilo recargado» en su despiadada crítica. Jack Smollett concluyó, y no por primera vez, que había un elemento de regresión infantil en toda clase de adultos. La conducta grupal se imponía, se formaban bandas, se elegían víctimas. La atención del profesor provocaba celos intensos, y toda muestra de parcialidad por su parte despertaba intensos resentimientos. Cicely Fox había pasado a ser «la preferida del profesor». Nadie había hablado mucho con ella en las pausas del café antes de que se hiciera evidente el entusiasmo de Jack por su trabajo, pero ahora la segregaban deliberadamente, le volvían la espalda.
    Jack, por su parte, sabía bien lo que tenía que hacer, o lo que tendría que haber hecho. Debería haberreprimido su entusiasmo. O haberlo moderado. No acababa de entender por qué era tan importante para él insistir en que los escritos de Cicely Fox eran auténticos, la autenticidad misma, aun cuando ello fuera en detrimento del buen orden y la buena voluntad de la clase. Consideraba que estaba defendiendo algo, como un metodista de antaño que rindiera testimonio. Ese «algo» era la escritura, no la propia Cicely Fox. La respuesta de ella a las críticas hechas a sus adjetivos, a las sugerencias de que animara un poco las cosas, era una sonrisa, leve y benévola, a veces un gesto de asentimiento. Pero Jack tenía la impresión de haber estado enseñando algo turbio, una terapia ilegítima, y de que súbitamente había surgido la escritura. Los breves ensayos de Cicely Fox estimulaban en él el deseo de escribir. Le hacían ver el mundo como algo para volcar en palabras. El mohín de Lola Secrett era un objeto digno de un placentero estudio: encontraría sin duda las palabras exactas que lo distinguieran de otros mohines. Quería describir el gusto del café malo, y la inclinación de las lápidas en el cementerio. Le agradaba el torbellino de maldad de la clase porque —quizá— podría describirlo.
    Se esforzó por comportarse de un modo más equitativo. Se propuso no sentarse junto a Cicely Fox en la pausa del café que siguió a la lectura de «Día de colada», y fue a hablar con Bobby Forster y Rosy Weelwright. Su nueva conciencia intransigente de escritor sabía que había algo inapropiado en todas las frases de Bobby Forster, un ritmo irregular, un eco involuntario de otros escritores, una nota como el sonido sordo que produce el macillo de un piano al golpear una cuerda rota. Pero aun así le interesaba Bobby Forster, su mezcla de desenfado y temor, su profundo interés por cada hecho de su actividad diaria, lo cual era, después de todo, lo propio de un escritor. Bobby Forster dijo que había solicitado los formularios de inscripción para participar en un concurso para escritores noveles del suplemento literario de un periódico dominical. Se ofrecía un premio muy bueno —dos mil libras— y la promesa de publicar el trabajo, con la promesa adicional de un posible interés editorial.
    Bobby Forster dijo que creía tener buenas posibilidades de atraer la atención del jurado.
    —Creo que ha llegado el momento de dar por acabada la etapa de aprendiz de escritor.
    Jack Smollett sonrió e hizo un gesto de asentimiento.
    De vuelta en su casa, pasó a máquina «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito» y «Día de colada» y los envió al periódico. Los trabajos tenían que presentarse con un seudónimo. Eligió Jane Temple para Cicely Fox. Jane por Austen, Temple por Herbert. Esperó, y a su debido tiempo recibió la carta que en rigor de verdad nunca había dudado que recibiría: era el destino. Cicely Fox había ganado el concurso literario. Tenía que ponerse en contacto con el periódico a fin de concertar la publicación, la entrega del premio y una entrevista.

    ***


    No sabía a ciencia cierta cómo reaccionaría Cicely Fox ante la noticia. Aun obsesionado como estaba con ella, de ningún modo creía conocerla. A menudo soñaba con ella, sentada en un rincón de su caravana con su cabello bien peinado, el cuello envuelto en un pañuelo y su frágil piel de telaraña, estudiándolo con sus oscuros ojos hundidos. Lo juzgaba por haber renunciado a su oficio, o por no haberlo aprendido. Él era consciente de haber invocado, o creado, a esta desconcertante musa. La verdadera Cicely Fox era una anciana dama inglesa que escribía por su propio placer. Bien podría considerar inadmisible su conducta. Acudía a su clase, pero no se sometía a los juicios de ésta, ni a los de él. Pero juzgaba. Estaba seguro de que juzgaba.
    El premio que él, por así decirlo, le había dado la oportunidad de ganar era una oferta propiciatoria. Deseaba —desesperadamente— que ella se alegrara, que se sintiera feliz, que le brindara su confianza.


    * * *


    Subió a su moto y por primera vez se dirigió a la casa de Miss Fox, que se encontraba en una calle llamada Primrose Lane, en un barrio respetable. Las casas eran adosadas, de estilo Victoriano tardío, y parecían muy apiñadas, en parte porque estaban construidas con grandes bloques de piedra rosácea, y porque había algo erróneo en sus proporciones. Las ventanas eran pesadas ventanas de guillotina, con marcos pintados de negro. Las de Cicely Fox tenían gruesas cortinas de encaje, no de un blanco azulado, sino de un blanco cremoso, advirtió. Reparó en los rosales podados del jardín del frente, y en el peldaño de piedra blanqueada del umbral. La puerta también era negra, y necesitaba una mano de pintura. El timbre estaba en el medio de una especie de rosetón. Llamó. Nadie acudió. Llamó otra vez. Nada.
    Se había preparado para aquella escena, la presentación de la carta, la respuesta de ella, fuera cual fuera. Recordó que era sorda. La verja del pasillo lateral que rodeaba la casa se hallaba abierta. La cruzó, pasó ante algunos cubos de basura, y llegó a un jardín trasero, un cuadrado minúsculo de césped con algunos descuidados arbustos de las mariposas. Y un tendedero giratorio de ropa, sin nada colgado. Había una puerta negra, también con un umbral de piedra blanca. Llamó. Nada. Probó el picaporte, y la puerta se abrió hacia dentro. Se quedó de pie en el umbral y llamó:
    —¡Miss Fox! ¡Cicely Fox! Miss Fox, ¿está usted ahí? Soy Jack Smollett.
    Seguía sin haber respuesta. En ese momento tendría que haberse marchado, pensó más tarde, una y otra vez. Pero se quedó allí, indeciso, y entonces oyó un sonido, un sonido como el de un pájaro atrapado en una chimenea, o un cojín que cayera de un sofá. Entró en la casa y atravesó una cocina lúgubre, de la que luego conservó un recuerdo vago: muebles de la época de la guerra, deslucidos y sobrios, armarios color verde hospital, una vieja cocina de gas con una pata precariamente apuntalada sobre un ladrillo roto. Más allá de la cocina había un vestíbulo con piso de linóleo, y un olor curioso. Era un olor a la vez humano y a humedad, el tipo de olor que los hospitales disimulan con desinfectante. El vestíbulo se encontraba a oscuras. Una estrecha escalera oscura subía en la oscuridad, entre horribles barandillas empotradas. Avanzó de puntillas, haciendo crujir su ropa de cuero de motorista, y empujó una puerta que daba a una sala tenuemente iluminada. Frente a él, en una silla, había un bulto gimiente con una cara enorme, la piel gris, manchada, cubierta de vello, con unos escasos pelos canosos flotando sobre un cráneo calvo y rosa. Los ojos eran amarillos, de mirada perdida e inyectados de sangre, y no parecieron verlo.
    En el rincón opuesto había un televisor volcado, con la pantalla salpicada de algo que semejaba sangre. Junto a él vio un par de pies desnudos y el extremo de unas largas piernas fibrosas y desnudas. El resto del cuerpo yacía enroscado alrededor del televisor. Jack Smollett tuvo que cruzar la habitación para verle el rostro y, hasta que lo vio, no pensó ni por un momento que era el de Cicely Fox. Estaba sepultado en la roída alfombra, bajo una mata de cabellos blancos desgreñados. El cuerpo desnudo se hallaba totalmente cubierto de cicatrices, costras, cardenales, pequeñas marcas redondas de quemaduras y heridas recientes. Había una herida mucho más grave en la garganta. Había sangre fresca en las nomeolvides y prímulas de la alfombra. Cicely Fox estaba muerta.
    La vieja criatura sentada en la silla emitió una serie de sonidos, una risita sofocada, un carraspeo, un resuello, Jack Smollett tuvo que hacer un enorme esfuerzo para acercarse a ella y preguntarle: «¿Qué ha pasado?, ¿quién…?, ¿hay un teléfono?». Los labios se agitaron flojamente, y todo lo que salió de ellos a modo de respuesta fue una suerte de gorjeo. Él recordó su móvil, y salió precipitadamente al jardín trasero, desde donde llamó a la policía, y luego vomitó.
    La policía llegó y actuó con diligencia. La vieja mujer de la silla resultó ser una tal Miss Flossie Marsh. Ella y Cicely Fox habían vivido juntas en esa casa desde 1949. Hacía muchos años que nadie veía a Miss Marsh, y fue imposible encontrar a alguien que recordara haberla oído hablar. Tampoco habló entonces, ni nunca, pese a todos los esfuerzos de la policía y los médicos. Miss Fox siempre había mostrado una amabilidad algo brusca hacia sus vecinos, pero no había alentado el trato con nadie ni invitado a ninguno a entrar, jamás. Nadie fue capaz de encontrar una explicación a las torturas que al parecer le habían infligido a Cicely Fox, evidentemente a lo largo de muchísimo tiempo. Ninguna de las dos mujeres tenía parientes. La policía no halló indicios de ninguna intrusión, con excepción de la de Jack Smollett. Los periódicos informaron sobre el hecho brevemente y de un modo morboso. Se dictaminó que había sido un homicidio, y se cerró el caso.


    * * *


    Los alumnos de Jack Smollet quedaron abrumados durante un tiempo por el destino de Miss Fox. El aire desdichado de Jack los intranquilizaba. Iban a buscarle café. Eran amables con él.
    Jack no podía escribir. La muerte de Cicely Fox había aniquilado su deseo de escribir, tanto como la pasta de grafito y el día de colada lo habían estimulado. Tenía repetidos sueños y visiones diurnas de su pobre piel atormentada, su cuello sangrante, su mandíbula contraída por el dolor. Sabía lo que había ocurrido, lo había visto, y no podía volcarlo por escrito. Se preguntaba si los textos de Miss Fox no habían sido de hecho una terapia desesperada para una vida atroz. Había capas y capas de esas antiguas cicatrices. No sólo en Miss Fox; también en la muda Flossie Marsh. No podía de ningún modo escribir eso.
       Sus alumnos, por su parte, bullían de excitación con la idea de escribir sobre ello, un día. Estaban justificados. Al fin y al cabo, Miss Fox pertenecía al mundo normal de sus relatos, el mundo de la violencia doméstica, la tortura y las conmociones traumáticas. Escribirían lo que sabían, lo que le había sucedido a Cicely Fox, y sería la más satisfactoria de las terapias.

   2 El adverbio inglés in tiene el doble sentido de «dentro» y «encendido», lo cual no tiene equivalencia en castellano. (N. de la T.)

A. S. Byatt

El libro negro de los cuentos

A. S. Byatt / La cinta rosa


A. S. Byatt


    Sostuvo con la mano izquierda la mata de pelo —largo, áspero, gris acerado— y lo cepilló firme y vigorosamente con la derecha. Estaba grasoso al tacto, pese al esfuerzo que tanto él como la señora Bright habían puesto en lavarlo. Empleaba un cepillo de estilo antiguo, con cerdas negras insertadas en una suave base de caucho color coral, y un armazón negro lacado. Cepilló y cepilló. La señora Bright lo miraba con una sonrisa de aprobación en su negro rostro. Le habría gustado que él la llamara Deanna, que era su nombre, pero él no podía. Habría sido una falta de respeto por su parte, y él respetaba y necesitaba a la señora Bright. Y el nombre tenía asociaciones inapropiadas que en nada se correspondían con una obesa asistenta jamaicana. Separó diestramente el cabello en tres partes. La señora Bright, como era su costumbre, comentó que era un cabello muy fuerte, debía de haber sido muy bonito cuando Mado era joven. «Maddy Mad Mado», dijo con una especie de gruñido la persona sentada en la butaca de orejas. Tenía los ojos clavados en la pantalla del televisor, que estaba apagada, gris y salpicada de motas de polvo. Su rostro se reflejaba vagamente en ella, una cara gruesa y cenicienta, con una boca llena de irritación y oscuros ojos cavernosos. James comenzó a trenzar el cabello en una larga serpiente apretada. Dijo, como solía decir, que con la edad aumenta el grosor del pelo, éste se hace más fuerte. Pelos en las ventanas de la nariz, pelos en la carnosa barbilla, briznas de hierba en una cara pétrea.
    La señora Bright, que conocía la respuesta, preguntó de qué color habían sido, y supo que habían sido finos y negros como ala de cuervo. Más negros que los suyos, le dijo James Ennis a Deanna Bright mientras peinaba y trenzaba. Negros como la noche. Era muy hábil para ser hombre, o para quien fuera, comentó la señora Bright. Aprendí a hacer las cosas por mí mismo, dijo James. En la fuerza aérea, en la guerra. Llegó al extremo de la trenza y enroscó una bandita elástica, tres veces. La mujer rebulló en la butaca. James la palmeó en el hombro. Ella vestía una larga bata de felpa, cerrada en el cuello con un imperdible, por seguridad. Era blanca, lo cual, aunque hacía visible cada mancha, era conveniente para hervirla en caso de accidentes, que sobrevenían constantemente, de toda clase.    La señora Bright observó a James con aprobación, cuando él acabó la operación de peinado. La sujeción de la espesa trenza, la precisa inserción de cada horquilla de acero. Y, finalmente, el lazo con la almidonada cinta rosa. Una cinta rosa realmente bonita. Un color suave, fresco. Un color hermoso, dijo, como siempre decía.
    —Sí —contestó James.
    —Es usted un hombre muy amable —dijo Deanna Bright.
    La persona sentada en la butaca dio un tirón a la cinta.
    —No, cariño —dijo Deanna Bright—. Toma esto —le tendió un pañuelo de seda, que Mado toqueteó con vacilación—. Les gusta tocar cosas suaves. A muchos de ellos les doy juguetes suaves. Eso los tranquiliza. Hay gente que dice que es porque están en su segunda infancia, pero no es así. Esto es un fin, no un principio, es mejor decir las cosas como son. Pero los calma sostener algo, acariciarlo, tocarlo, ¿no?
    Era el día en que la señora Bright relevaba a James mientras él «se escapaba» para ir a la biblioteca y hacer algunas compras personales. Tenían buen cuidado de «instalar» a Mado antes de que él se fuera. James encendió la televisión, para distraer su mirada y ahogar el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Había una imagen con dibujos infantiles de flores y unos montecillos regulares cubiertos de hierba. Había una música risueña. Había unas criaturas rechonchas y coloridas, púrpura, verde, amarillo, escarlata, que brincaban y hacían cabriolas. Mira las minúsculas hadas y duendes, dijo James prácticamente sin expresión.
    —Brrr —dijo Mado, y luego con súbita claridad, con una voz humana—: Tratan de hacerla bailar, pero ella no quiere.
    —Mira, hay un patinete —insistió James.
    —Me pregunto por dónde deambula —dijo la señora Bright.
    —Por ninguna parte —repuso James—. Se queda aquí sentada. Excepto cuando trata de salir. Cuando sacude la puerta.
    —Todos subiremos al cielo —dijo Deanna Bright—. Cuando ella suba, será un alma que canta. Así que ¿por dónde deambula ahora?
    —Su pobre cerebro es una masa de espesas capas de grasa y una maraña de cosas sin sentido. Como un tejido comido por la polilla. No hay nadie ahí, señora Bright. O queda muy poco.
    —La llevaron a la negra, negra oscuridad, y la perdieron —dijo Mado.
    —¿A quién llevaron, cariño?
    —No lo saben —repuso Mado con aire ausente—. No saben gran cosa.
    —¿Quiénes son ellos?
    —¿Quiénes son ellos? —repitió Mado con voz apagada.
    —Esto no conduce a nada —dijo James—. No conoce el significado de las palabras.
    —Hay que seguir insistiendo —dijo Deanna Bright—. Márchese ahora, señor Ennis, que está mirándolos. Le prepararé el almuerzo mientras usted esté fuera.
    Él se marchó, con su bolsa roja de la compra, y una vez que estuvo en la calle enderezó la espalda, como siempre hacía, aspiró el aire del exterior a grandes bocanadas, como un hombre que se ha estado asfixiando o ahogando. Caminó hasta High Street por calles de casas grises idénticas, esperó en la oficina de correos para cobrar su jubilación, compró salchichas, carne picada y un pollo pequeño en la carnicería y verduras en la tienda del amable turco de la esquina. Esa era la gente con la que hablaba, el carnicero manchado de sangre, el verdulero de voz suave, pero nunca durante mucho rato, porque el tiempo de la señora Bright se agotaba. Le preguntaban por su mujer, y él decía que estaba tan bien como cabía esperar. Era muy vital, siempre con ganas de bromear, decía el carnicero, recordando a alguien a quien James apenas recordaba y a quien no podía llorar. Una señora muy amable, decía el turco. Sí, decía James, como hacía siempre cuando no quería discutir. Le habría gustado ir a la librería, pero no tenía tiempo, pues debía pasar por la farmacia a buscar sus medicinas, y las de ella. Sustancias para calmar a dos personas cuyas vidas calmas eran una forma de frenesí.
    Ella era la que antes hacía las compras. Era ella la que salía, así como era la que tenía un círculo de amigos y conocidos, a algunos de los cuales él conocía, y a muchos no. A ella no le gustaba contarle —no, lo cierto es que le gustaba no contarle— adonde iba ni por cuánto tiempo. A él no le importaba. Lo pasaba bien solo. Entonces, un día, un extraño había llamado a la puerta y había escoltado a su mujer hasta la sala, mientras explicaba que la había encontrado deambulando y que parecía perdida. Para entonces ella se había recuperado, había echado la cabeza hacia atrás y había estallado en carcajadas.
    —¿Te das cuenta, James, de cómo estaba de distraída? Había vuelto a Mecklenburgh Square, como si hubiéramos salido en una de nuestras excursiones para verificar los daños, después de… después de…
    —Después de un bombardeo —dijo James.
    —Sí —dijo ella—. Pero no había humo sin fuego, esta vez.
    —Creo que le vendría bien una taza de té —dijo el amable desconocido.
    En ese momento James tendría que haberlo entendido, pero había preferido no hacerlo. Ella siempre había sido excéntrica.
    La cola de los medicamentos en la farmacia era larga, y le dijeron que volviera al cabo de veinte minutos; no era tiempo suficiente para ir a la librería, sí lo era para perjudicara la señora Bright. Dio vueltas por la tienda, un anciano con una mata de pelo canoso, con un impermeable arrugado. No quiso detenerse en la sección de maternidad e inesperadamente, caminando sin rumbo, se encontró en la sección de puericultura, entre paquetes de pañales de todas clases y cepillos de dientes con cabeza de animal. Había un expositor alto pintado de cromo brillante, de donde colgaban las rollizas y llamativas muñecas de la televisión, púrpura, verde, amarillo y rojo, con ojos negros y boca oscura en su sonriente cara de marioneta. Estaban encerradas en sofocante polietileno. No pueden respirar ahí, se sorprendió pensando James, pero esto no era un signo de locura, no, sino un signo de suma cordura, pues él había sopesado, como cualquiera en su lugar debía de sopesar en algún momento, lo que podía hacerse, rápidamente, con una bolsa de plástico. Las muñecas tenían un aire benévolo y estúpido. Se acercó más, tras echar una ojeada al reloj, y leyó sus nombres: Tinky-Wink, Dipsy, Laa-Laa y Po. Tenían una reluciente pantalla grisácea sujeta en el redondo vientre, y antenas en la cabeza encapuchada. Una simbiosis entre un televisor y un bebé de un año. Ingenioso, después de todo.
    La mujer que estaba tras el mostrador —de pechos voluminosos, teñida, con gafas, sonriente— dijo que los Telegorditos eran muy, muy populares. «Todos los adoran.» ¿Podía mostrarle uno?
    —¿Por qué no? —dijo James.
    Ella sacó a Tinky-Winky y a Po de sus brillantes fundas y presionó con energía su pequeño vientre, lo que hizo que se pusieran a cantar con voz aguda unas cancioncitas sin sentido.
    —Cada uno tiene la propia, ¿sabe?, su canción particular, fácil de recordar, para niños muy pequeños. A ellos les gusta recordar cosas, les gusta oírlas una y otra vez.
    —¿Ah, sí? —dijo James con aire ausente.
    —Sí, así es. Y mire qué suaves son, y hechos con una felpa muy práctica, se pueden lavar en la lavadora en un periquete, si ocurre cualquier clase de accidente. Son muy durables, le aseguro.
    Tuvo una visión de cuerpos cubiertos de andrajos, girando en un ciclo de centrifugado. No los círculos del Cielo, el Purgatorio y el Infierno, sino muñecas andrajosas girando en un ciclo de centrifugado.
    —Voy a llevar uno.
    —¿Cuál prefiere? ¿Es para una niña o para un niño? ¿Para un nieto, quizá? Tinky-Wink es un chico, aunque lleve un bolso, y también Dipsy. Laa-Laa y Po son chicas. Por supuesto, la diferencia no se ve. ¿Es para un nieto o para una nieta?
    —No —dijo James—. No tengo hijos. Es para otra persona. Me llevaré el verde. Es un verde ligeramente bilioso y el nombre es apropiado.
    La vendedora soltó a Dipsy de su gancho, y un Dipsy idéntico apareció por detrás.
    —¿Se lo envuelvo para regalo, señor?
    —Sí —dijo James.
    Con eso se cumplirían exactamente los veinte minutos.
    Habían esperado a que la guerra acabara antes de tener un hijo. Y luego, después de la guerra, cuando a él lo habían desmovilizado y se había reintegrado a su trabajo de profesor de lenguas clásicas en un instituto, el hijo invocado había rehusado entrar en el círculo. Le habían dado un nombre: Camilla, Julius, cuando eran románticos, Blob o Tiny cuando estaban irritados o molestos. No respondió a ningún nombre, se negó a ser. Hitler lo ha atrapado, solía decir ella. James sacudió el paquete, envuelto en lanudos corderitos en un campo azul.
    —Dipsy —le dijo—. Dipsy va muy bien, todos somos dipsomaníacos.
    Se preguntó si habría hablado en voz alta en la tienda. Miró alrededor. Nadie lo estaba mirando. Probablemente no lo había hecho.


    * * *


    Siempre tenía que juntar fuerzas para abrir la puerta de su casa. Era un hombre disciplinado, que había sido un buen profesor, y un buen oficial en las fuerzas aéreas, en parte porque era ecuánime. Creía, al estilo clásico, en el buen carácter y la razón. Tenía conciencia de albergar una rabia bullente, contra el destino, contra la edad, incluso —que Dios lo ayudara (pero Dios no existía)— contra la propia Mado, que no era responsable de la triste situación de ambos, aunque de vez en cuando sufría accesos de mal humor y se mostraba dispuesta a culparlo. No quería volver a su cautiverio, con su olor a enfermedad y su violencia latente. Como siempre hacía, sacó sus llaves y entró. Hasta consiguió dedicarle una sonrisa forzada a Deanna Bright.
    La señora Bright le había servido a Mado su almuerzo: sopa, bastoncitos de pan tostado, natillas del supermercado en su copa de plástico. Mado se había opuesto a que la alimentara, pero había tragado bastante, informó la señora Bright. Antes de contar con la señora Bright, él le dejaba platos de comida en la nevera. Había dejado de hacerlo cuando un día volvió a la casa y la encontró sentada a la mesa, ante una comida que ella misma había preparado. Esta consistía en una montaña de café molido y un charco de harina humedecida, que estaba intentando comer utilizando a modo de cuchara el hueso seco de un aguacate. En esta etapa él aún tenía la suficiente curiosidad intelectual para preguntarse si habría sido la forma del hueso lo que había despertado en ella algún recuerdo primitivo de la forma de una cuchara.
    —No, querida —le había dicho—. Así no, no está bien.
    Ella lo había golpeado con el extremo puntiagudo del hueso y le había lastimado la mejilla, para luego tirar sobre la alfombra café, harina y plato. Por entonces era la historia de una extravagancia que habría podido contar a un amigo en un bar. Tenía una dosis de horror estético que resultaba grata. Aquello había quedado atrás, no había ya nada en él que quisiera contar lo que fuera a alguien, ni en un bar ni en ninguna otra parte.


    * * *


    —¿Cómo ha estado? —le preguntó a Deanna Bright.
    —No me ha dado problemas. Sólo se ha quejado un poco de tener tantas visitas.
    —Ah —dijo James; intentó bromear—:Me gustaría saber quiénes eran. Así podría charlar con alguno.
    —Dice que son espías. Dice que los envió fuera en misiones y que fingieron que los habían matado, pero que han regresado en secreto.
    —Espías —repitió James.
    Deanna Bright tenía una expresión de piedad y preocupación.
    —Es curioso cuántos de ellos hablan de espías, servicios secretos y cosas así. Supongo que es porque se vuelven desconfiados.
    —De hecho ella sí que envió espías, durante la guerra —dijo James—. Estaba en el Servicio de Inteligencia. Los envió a Francia y Noruega y Holanda, en barco y en paracaídas. La mayoría de ellos no volvieron.
    —Están escondidos —dijo Mado en voz muy alta—. Están furiosos, quieren hacer daño, son peligrosos, quieren…
    —¿Qué quieren? —preguntó Deanna.
    —Chuletas de cordero —dijo Mado—. Chuletas frías. Muy frías, con salsa.
    —Se refiere a la venganza —dijo James—. Un plato que se come frío. En cierta forma es alentador, cuando hay alguna clase de sentido. Bien podrían querer vengarse.
    Deanna Bright no parecía convencida; posiblemente no conocía el dicho, posiblemente dudaba de la capacidad de Mado para establecer complejas relaciones. En una oportunidad le había hablado a James con severidad cuando él se había referido a la mujer de la butaca como una zombi. «Usted no sabe lo que está diciendo —había dicho ella—. No sabe lo que quiere decir verdaderamente esa palabra. Ella es una pobre criatura y un alma errante. No es uno de ellos».
    Ahora se caló el gorro de lana sobre su crespo cabello, y se marchó para ir a ayudar a otras almas y cuerpos desgastados.
    Cuando James se quedó solo, es decir, solo con Mado, desenvolvió a Dipsy y se lo tendió sin decir palabra. Ella le arrebató el muñeco, lo alzó y observó su plácida carita, lo puso boca abajo sobre sus rodillas y palpó la felpa.
    —Están esperándonos —dijo—. Se nos ha hecho tarde. Tenemos que ir al consultorio. O quizá es a la zapatería. Sasha no ha venido, otra vez. Han estado medio día haciendo cola para conseguir una minúscula lonja de cerdo.
    Sus fuertes dedos masajeaban el muñeco.
    —Han puesto cables por todo el piso de arriba. Están a la escucha y cuentan chistes verdes. Sasha lo encuentra divertido.
    Muy al principio, la súbita presencia de gente invisible le había parecido a James a la vez grotesco y fascinante. Se había casado con una mujer —a quien había conocido en la universidad en 1939— que hablaba como una locutora de radio y nunca mencionaba a su familia. Se habían casado precipitadamente —él se iba a la guerra, cualquiera de los dos podía morir al día siguiente— y ella había dicho que no tenía parientes cercanos, era una huérfana independiente. Dos de sus compañeros estudiantes, que actuarían como testigos, organizarían la fiesta de bodas. Ahora que su razón desvariaba, la escalera y los armarios estaban llenos de gente, gente a la que acusaba y regañaba, a la que suplicaba y halagaba, gente amenazadora. A algunos les hablaba con un rudo acento cockney, con voz aguda e infantil: «No me pegues más, mamá, seré buena, no he hecho nada, basta, mamá, basta». Nunca daba más detalles. Cuando él la interrogaba sobre su madre, ella decía: «Ya te dije que soy huérfana». Luego estaba Sasha, una amiga poco confiable de cuya existencia, pasada o presente, él no sabía nada, excepto que ella y Mado eran hermanas de sangre: «Nos cortamos la muñeca y las frotamos, ¿sabes?, las frotamos para mezclar nuestra sangre. Sasha es la única y está escondida». Y luego estaban los fantasmas de la guerra, que se aparecían. Amigos muertos en un bombardeo mientras dormían, amigos abatidos cuando sobrevolaban Alemania, hombres y mujeres enviados a misiones secretas. «Entra, Akela, entra», suplicaba la vieja voz cascada. Él mismo era muchas personas. Era Robin Binson, de quien siempre había sospechado que había sido su amante en 1942, Robin, cariño, dame un pitillo, tratemos de olvidar todo esto. Era a él, James, a quien le había dicho esto cuando yacían desnudos sobre el cubrecama, mientras caían las bombas. Tratemos de olvidar todo esto. Ella lo había olvidado todo, y ahora todo revoloteaba alrededor, como hilos y fragmentos.
    Antes de la gente invisible había habido ataques de miedo relacionados con los aspectos sombríos u ominosos de lo visible. Su propia cara en un espejo, entrevista a través de la puerta: «Quién es ésa, no quiero que esté aquí, no tiene buenas intenciones». Temblores involuntarios al ver su sombra, o la de él, proyectada en las paredes o en los escaparates, en los días en que aún salían a la calle. Y había habido un nervioso parloteo interminable sobre el Servicio de Inteligencia. Ésta era una palabra que siempre había significado mucho para ella, reflexionaba él en su soledad, en la presencia de la ausencia. En la universidad era su término más elogioso. Sabe mucho, trabaja, pero no capta lo esencial, no es inteligente. O: «Me gusta Des. Es rápido. Es inteligente», como si la palabra fuera intercambiable con «sexy». Lo que, quizá, era así para ella. Ambos estudiaban para ser profesores, hasta que estalló la guerra. Él estudiaba lenguas clásicas; ella, francés y alemán. Cuando se casaron, ella tuvo que renunciar a la idea de ser profesora, porque a las mujeres casadas no se les permitía enseñar en la depresión de los años treinta, ya que le habrían quitado el lugar a los hombres, que eran el sostén de la familia. Más tarde, cuando los hombres se alistaron o fueron llamados a filas, se había permitido que las mujeres ocuparan sus puestos de trabajo, incluso en las escuelas de varones. Ella había conseguido un buen trabajo en un instituto de Londres. Ambos se habían mostrado encantados, en parte, al menos, porque a ninguno de los dos le agradaba la tristeza en que la sumía la falta de una ocupación inteligente. En sus campamentosy alojamientos militares, y luego cuando sobrevolaba el Mediterráneo, él había tenido celos de sus compañeros profesores. Pero ella no se había contentado con eso. Había presentado una solicitud para un verdadero trabajo de guerra, y había desaparecido en el Ministerio de Información, donde sus colegas eran elegantes poetas, misteriosos extranjeros y lingüistas expertos. Vivía en un Londres agitado y en llamas. Él había imaginado que ella volvería a la enseñanza, como hizo él, cuando todo terminara. Pero ella se había aficionado al Servicio de Inteligencia. Permaneció allí, siempre reservada en cuanto a la naturaleza de su trabajo, ganando más que él, cosa en la que él trataba de no pensar.


    * * *


    El día gris siguió su curso. James le sirvió su cena, lo que provocó sus quejas. La llevó al cuarto de baño. Otro momento culminante había sido cuando, años atrás, él le había dicho:
    —Tú ve al cuarto de baño que yo te prepararé la cama.
    Y ella, mirándolo fijamente con esa expresión de sospecha que se había hecho habitual, había contestado:
    —¿Dónde está?
    —¿Dónde está qué cosa?
    —Ese cuarto al que dices que tengo que ir. ¿Dónde está?
    Él la cogió por la mano.
    —Cálmate. Espera a Sasha. Sasha está nerviosa. Espérala.
    Aún intentaba hablarle. Muy de tiempo en tiempo, ella contestaba. No sabía en qué momentos ella lo reconocía, si es que lo hacía alguna vez.
    Una o dos veces, mientras esperaba para ayudarla a lavarse, o cuando dejaba su dormitorio después de haberla acostado, tuvo la vertiginosa sensación de no saber quién era él o dónde estaba, o adónde se proponía ir. Una vez, durante un instante terrible, se había preguntado dónde estaba el baño, mientras las grises habitaciones giraban a su alrededor como un tiovivo. A los veinte años habría comprendido que se sentía exhausto y se habría reído. Ahora se preguntaba —como se preguntaba cada vez que comprobaba que sus llaves y su dinero estaban a salvo— si aquello era el comienzo.
    Cuando ella estuvo acostada, se sentó y trató de leer a Virgilio. Pensaba que el esfuerzo de recordar la gramática y la métrica era en cierto modo un ejercicio para sus células grises, mantenía la presteza y fluidez de sus conexiones.
O, pater, anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est animas.
Había pensado inscribirse en un curso vespertino, o incluso hacer un máster o un doctorado, pero no podía salir, era imposible. Cada vez que olvidaba una frase que antes había sabido de memoria, como un canto que resonaba en sus nervios, sentía un fugaz escalofrío de pánico. ¿Es el comienzo? Yo sabía cómo era el pluscuamperfecto de vago. Le llegaba su voz ronca, quejándose en el dormitorio, e iba a alisarle las sábanas. No le agradaba irse a la cama porque lo aterrorizaba la idea de que lo despertaran.
    Así que dormitó sobre el canto VI de La Eneida, y oyó su propio ronquido irregular. Recogió del suelo a Dipsy, que estaba caído frente al televisor, y al mismo tiempo la cinta rosa y algunas de las horquillas de acero. Con aire distraído, se puso a clavar las horquillas en la gris pantalla de la gris panza de felpa de Dipsy. La atravesó una y otra vez.


    * * *


    A altas horas de la noche, la calle estaba tranquila. En unas pocas ventanas parpadeaban las luces de las cuadradas pantallas. No se oía mucha música, o la que sonaba se había moderado respetuosamente. La gente no volvía tarde a su hogar, ni charlaba en el umbral. Así que se sorprendió al oír unos pies que corrían a gran velocidad, dos pares, una persecución. De pronto sonó su timbre. No voy a bajar a estas horas, pensó, es peligroso. El timbre sonó con más insistencia. Oyó que aporreaban la puerta, con la mano o con el puño.
    Bajó, básicamente para evitar que Mado se despertara. Abrió la puerta, dejando la cadena puesta.
    —Déjeme entrar. Por favor, déjeme entrar. Me persigue un negro enorme, con un cuchillo, quiere matarme, déjeme entrar.
    —Usted podría ser una ladrona —dijo James.
    —Podría. Pero, si no me deja entrar, me matará. ¡Rápido, por favor!
    James oyó las otras pisadas, más fuertes, y abrió la puerta. Ella era delgada, se deslizó dentro como una anguila y se apoyó en la puerta mientras él volvía a colocar la cadena y echaba el cerrojo. Escucharon, inmóviles en la silenciosa escalera. Los otros pasos vacilaron, se detuvieron. Y luego se alejaron, aún corriendo, pero más despacio.
    James la oyó jadear en la oscuridad.
    —Le daré un vaso de agua. Venga.
    Él vivía en el primer piso. La condujo arriba, y ella lo siguió. Ella se dejó caer con elegancia en su sillón, y enterró la cara en las manos antes de que él pudiera verla claramente.
    Calzaba unas sandalias de un negro brillante con tacones muy altos y finos. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo. Las piernas eran jóvenes y largas. Llevaba un vaporoso vestido suelto de seda escarlata, abierto hasta el muslo, con tirantes muy estrechos. Era de un estilo que un James más joven habría tildado de putesco, pero era observador y sabía que en el presente todas las mujeres se vestían de un modo que él habría considerado putesco, si bien esperaban ser tratadas con respeto. Las manos de la chica, con que se aferraba la cabeza, eran largas y delgadas, al igual que los pies, y también tenían las uñas pintadas de rojo. Su cara quedaba oculta por una mata de finos cabellos negros, que escapaban de un moño hecho en la coronilla. Le sorprendió que hubiera podido correr tan rápido, con esos zapatos. Los hombros de la chica se agitaban, y la seda temblaba con sus jadeos. James fue sin hacer ruido hasta la cocina en busca de un vaso de agua.
    Ella tenía un rostro bonito y anguloso, con una boca ancha de labios rojos, largas pestañas negras, y los párpados maquillados de tal modo que parecían amoratados. Le preguntó si quería llamar a la policía, y ella negó con la cabeza mientras bebíaa sorbos el agua y se acomodaba en el sillón.
    —Creí que no iba a abrir —dijo ella—. Pensé que no salía de ésta. Estoy en deuda con usted.
    —Cualquiera habría hecho…
    —No —lo interrumpió ella—, no lo habrían hecho. Estoy en deuda con usted.


    * * *


    Él no encontraba qué decir a continuación. Habría sido una falta de cortesía interrogarla, y ella seguía sentada, aún un tanto temblorosa, sin mostrar signo alguno de estar dispuesta a contar su historia. Por lo general bebía algo un poco más fuerte que el agua a esas horas, antes de acostarse, dijo él. ¿Quería acompañarlo? El whisky, por ejemplo, era bueno para los sustos.
    Había sido un hombre que atraía fácilmente a las mujeres, al menos cuando estaba en la fuerza aérea, con su bigote dorado. Hacía mucho tiempo que se había dicho que tenía que entender cuando algo se había acabado y renunciar a ello con dignidad. No habría habido ningún problema en ofrecerle a ella una copa si no hubiera sido bonita. Pensó que no habría tenido reparos en interrogarla si ella hubiera sido gorda y dentuda.
    —Un whisky me vendría muy bien —dijo ella con ligereza—. Con hielo, si no le parece de mal gusto.
    —Sobre gustos no hay disputa —dijo James, que de hecho no ponía nunca hielo en un buen whisky.


    * * *


    Cuando volvió de la cocina con los vasos, ella recorría la habitación, mirando su estantería de libros, las fotografías de su escritorio, el cesto de la ropa sucia donde amontonaba por la noche todas las cosas de Mado, la butaca de orejas con la cinta rosa cuidadosamente colgada en el respaldo, dispuesta para el día siguiente, y el muñeco Dipsy despatarrado en el asiento, con su color verde lima y una tenue sonrisa. Él cruzó la estancia y le tendió el repiqueteante vaso. Levantaron los vasos como para entrechocarlos. Cuando ella inclinó la cabeza por un momento, él vio los mechones sueltos en su nuca, aún mojados. Ella pasó rápidamente un dedo pintado de escarlata por el cuerpo de Dipsy e interrogó a James con la mirada. Él se volvió, y en ese momento un ruido sordo y un chillido provenientes de la habitación de Mado lo hicieron salir precipitadamente.
    Mado estaba de pie en la puerta de su dormitorio, envuelta en sus sábanas, como si fuera una toga o un sudario. Le castañeteaban los dientes. Los cabellos grises le caían sobre la cara y los hombros.
    —Has entrado en mi habitación sin hacer ruido —dijo ella—, pero no contestas, quieres hacerme daño, sé que eres un mal hombre, vivo con un mal hombre, no hay nada que hacer…
    —Cálmate —dijo él—. Te llevaré de nuevo a la cama.
    Mado se puso frenética cuando miró por encima del hombro de James, y gesticuló como una posesa para protegerse de los golpes, mientras se encogía y farfullaba. James oyó el susurro de la seda a su espalda.
    —Mi mujer está enferma —dijo—. No tardaré más que un minuto.
    —Hazla salir de aquí —gritó Mado—. Es una bruja malvada, quiere hacernos daño a todos…
    —Lo siento —dijo James a su visitante.
    —No tiene por qué —contestó ella mientras se retiraba.


    * * *


    Calmar a Mado podría haberle llevado horas, o toda la noche, pero esa noche la vida y la combatividad la abandonaron cuando la otra mujer se retiró. Permitió que él la acostara de nuevo en la cama rehecha, después de la necesaria visita al lavabo. James volvió, sintiéndose avergonzado sin motivo, y reducido de su condición de anfitrión civilizado a la de monstruo.
    —Lo siento —dijo a modo de disculpa general, por la vida, por Mado, por la edad, por el olor a cerrado de su casa, por el inexorable declive—. Lo siento.
    —¿Por qué? No tiene nada de que disculparse. Usted es bueno, ya lo veo, esto es muy duro. ¿Cuánto tiempo hace que ella está así?
    La naturalidad con que le formuló la pregunta le arrancó un suspiro de alivio.
    —Hace cinco años que no sabe quién soy —dijo—. Hago todo lo que puedo, pero no es bastante. Ninguno de los dos es feliz, pero hay que seguir adelante.
    —¿Tiene usted amigos?
    —Cada vez menos, tanto porque no puedo aguantarlos como porque ellos no me aguantan a mí, es decir, a ella…
    —¿Tiene más whisky?
    Ella volvió a sentarse mientras él iba a buscar la botella. Le hizo preguntas superficiales, y él le contó cosas —cosas como el hueso de aguacate, cosas como el Servicio de Inteligencia—, y ella sonreía pero sin reír, mostrando en su expresivo y atento rostro que entendía la comedia estética, así como su pequeñez comparada con el asfixiante volumen del entorno.
    —Lo siento —seguía diciendo él—. Es que no hablo nunca.
    —No —decía ella—. No es necesario. No tiene por qué disculparse.


    * * *


    Después de otro vaso de whisky, ella comenzó de nuevo a recorrer la habitación. La seda roja ondeaba en torno a sus muslos. Él pensó que un cumplido no se interpretaría mal, y le dijo que llevaba un vestido muy seductor. La respuesta de ella fue echar la cabeza hacia atrás y reír a sus anchas, alegremente, tanto que los dos se quedaron inmóviles y aguzaron el oído para ver si Mado se había despertado. Ella fue otra vez hasta la butaca de orejas, cogió la cinta rosa y la hizo deslizar entre sus largos dedos, examinándola.
    —A ella no le gusta el rosa —le dijo a James.
    —No —reconoció él—. Lo detesta. Siempre lo ha hecho. Es infantil, dice. No quería usar ni bragas rosas ni enagua rosa. Le gustaba el color marfil o el azul claro. Y el rojo.
    —Le gustaba el rojo —dijo la visitante, alzando a Dipsy—. Podría haber elegido la muñeca roja, Po, pero eligió este de color bilioso.
    —Lo hice por mí —dijo él—. Un acto inofensivo de violencia. No hace ningún daño.
    La joven mujer se alejó de la butaca, tras dejar la cinta y el muñeco en su lugar.
    —Dipsy es un nombre estúpido —dijo.
    —Po es aún más feo —dijo él a la defensiva—. Puede ser pocho. O pocilga.
    —El río Po es elrío Erídano, que conduce al mundo subterráneo. Un río mágico. Podría haber elegido a Po.
    —Y usted ¿cómo se llama? —preguntó él como si eso fuera lo lógico, un poco achispado, fascinado con el movimiento ondulante de la seda cuando ella caminaba.
    —Dido. Me hago llamar Dido, en todo caso. Soy huérfana. He repudiado a mi familia y, con ella, cualquier otro nombre. Me gusta Dido. Tengo que irme.
    —La acompañaré para asegurarme de que no hay moros en la costa.
    —Gracias —dijo ella—. Lo veré pronto.
    A él le habría gustado que así fuera, pero sabía que ella no lo haría.


    * * *


    Más tarde, varias cosas lo hicieron dudar de si ella realmente había estado allí. Para empezar, el nombre que se había dado, Dido, extraído de lo que él estaba leyendo. Aunque también podía ser que ella hubiera cogido su libro mientras él se ocupaba de Mado, y más o menos al azar hubiera escogido el nombre de la apasionada reina. Sabía que el Po era el Erídano, cosa que él había olvidado, pensó, y sintió miedo por la pérdida de un hecho conocido, como siempre sentía. Ella tenía conocimientos de mitología, contra todo lo esperado. ¿Y por qué no había de tenerlos? ¿Por qué una mujer bonita vestida de seda roja no podía saber algo de mitología, nombres de ríos y cosas así? Había sabido que Mado detestaba el rosa, cosa que no podía saber, cosa que la señora Bright desconocía, cosa que él mantenía en secreto. Él debía de haber inventado esa parte de la conversación, o como mínimo recordarla mal. Tal vez ella existía tan poco —o tanto— como Sasha, la imaginaria hermana de sangre. Había experimentado una absurda sensación de pérdida cuando ella se había marchado, como si hubiera llevado vida a la habitación —acosada por la muerte y la oscuridad— y luego se la hubiera vuelto a llevar. Lo que sentía por ella no era deseo sexual. Vio —con toda claridad, según le pareció— el hombre viejo que era por fuera. Su cara arrugada, sus dedos artríticos, sus dientes remendados y su aliento sin duda fétido no tenían nada que hacer con alguien tan lleno de vida y encanto. Lo que sentía era algo más primitivo, el placer ante lo que está vivo. Ella pertenecía a los vivos, y él a los muertos. Ella nunca volvería.
    Esa noche, en la cama, lo invadió un recuerdo tan vivido —como le sucedía cada vez con mayor frecuencia— que por unos momentos pareció como si fuera real y estuviera pasando allí y en ese instante. Era algo que le ocurría más y más a menudo cuando resbalaba y perdía pie en la pendiente que separaba el sueño de la vigilia. Daba la impresión de que no hubiera más que una membrana separándolo de la vida del pasado, así como sólo había estado el amnios separándolo del aire libre en el momento del nacimiento. En la mayoría de los recuerdos era un niño otra vez y deambulaba por los campos cubiertos de coloridas margaritas de su infancia, en medio de un intenso olor a caballo, chapoteaba en los arroyos de truchas, oía a sus padres discutir en voz baja, o paseaba en burro por la vasta playa de arena húmeda. Pero esta vez revivió su primera noche con Madeleine.
    Ambos eran estudiantes y vírgenes; él se había debatido entre el miedo y la esperanza de que ella no lo fuera, ya que quería ser el primero y al mismo tiempo no quería que resultara un fiasco o un fracaso aún peor. No se lo había preguntado hasta que se desnudaron en el cuarto de hotel que habían alquilado. Ella se había vuelto para mirarlo burlonamente a través de sus negros cabellos, mientras se quitaba de éste las horquillas, dándose cuenta plenamente de sus dos temores.
    —No, no ha habido otro, y sí, tendrás que arreglártelas partiendo de cero, pero como los seres humanos siempre se las han arreglado muy bien, probablemente lo conseguiremos. No lo hemos hecho tan mal hasta ahora —dijo, mirándolo con los ojos entrecerrados para recordarle los manoseos cada vez más complejos y atormentadores, en coches, en habitaciones de la universidad, en el río cerca de las raíces de los sauces.
    Ella siempre había mostrado una clara ausencia —chocante incluso— de la natural renuencia femenina, de pudor y hasta de ansiedad. Amaba su propio cuerpo, y él lo idolatraba.
    Se pusieron a ello, dijo Madeleine más tarde, con uñas y dientes, con plumas y terciopelo, con sangre y miel. Esa noche él revivió una relación íntima que había ido olvidando lentamente durante los años de guerra, así como otros momentos de maravillosa vehemencia que le habían sido arrebatados, y luego la destrucción del hábito. Recordaba haber sentido, y luego pensado: «Ningún otro ha sabido jamás cómo es esto verdaderamente, ningún otro lo ha comprendido de verdad, o la raza humana sería diferente». Y cuando se lo dijo a Madeleine, ella rió con su risa irónica y le dijo que era un presuntuoso —«Ya te dije, James, que todo el mundo lo hace, en mayor o menor medida»—, pero enseguida se echó a llorar y lo besó por todo el cuerpo, y sus ojos ardientes de lágrimas se movían por su vientre como insectos exploradores, y su voz ahogada decía: «No me hagas caso, te creo, ningún otro jamás…».
    Y esa noche —mientras se remontaba hacia la vigilia como una trucha en el río para volver a sumergirse— no supo si era un alma en éxtasis o atrapada en las redes del tormento. Sus manos eran nerviosas y ágiles y eran torpes y vacilantes. La mujer lo montaba, arqueada en su gozo, y a la vez yacía sobre él como masilla.
    Y él, a quien se le habían empañado los ojos pero que jamás había llorado, los sintió llenos de lágrimas.


    * * *


    La mañana siguiente pensó que debía de haberla hecho surgir del laberinto de su inconsciente. Pero Deanna Bright, ordenando la cocina, limpió unos restos de lápiz de labios escarlata de un vaso que él creía haber lavado, y lo interrogó con la mirada.
    —Estaban persiguiendo a una mujer en la calle. La hiceentrar.
    —Tiene que tener cuidado, señor Ennis. La gente no es siempre lo que parece.
    —Hay que volver a cambiar las sábanas —dijo él, cambiando de tema.


    * * *


    Algo había cambiado, no obstante. Él había cambiado. Si antes temía olvidar cosas, ahora lo atormentaban las cosas que recordaba, con vivida precisión. Gente y cosas del pasado se deslizaban sigilosamente en la realidad y ocultaban la alfombra manchada y la butaca de orejas en que Mado parloteaba con Sasha, o toqueteaba el muñeco verde lima con dedos torpes. Él se decía que era como un hombre que se estuviera ahogando y viera su vida desfilar como un relámpago ante sus ojos, y entonces se preguntó cómo sería eso exactamente: ¿se vería pasar a los vivos y los muertos ante los ojos reales que estarían mirando bajo el agua, o aquéllos se sucederían en una vertiginosa película proyectada dentro del oscuro teatro de la cabeza anegada? Lo que le ocurría en esos momentos era que, cuando se despertaba tras haber dormitado sobre su libro, o cuando entraba dando traspiés en su dormitorio mientras se desabotonaba la ropa, veía visiones, oía sonidos, sentía olores largo tiempo atrás desaparecidos, que ahora regresaban para ser estudiados y comprobados, por así decirlo. Alemanes muertos en el desierto del norte de África, sus gorras, sus bidones de agua. La vieja mujer que él y Madeleine habían empujado bajo la mesa durante la peor noche del bombardeo alemán, y que habían reanimado con whisky cuando pareció que estaba a punto de sufrir un ataque al corazón. Tenía una pantufla de fieltro roja con un pompón, y un pie descalzo. Vio sus nudosas rodillas, colocó las pantuflas de piel de cordero de Madeleine en los temblorosos pies, olió —durante varias horas seguidas— el olor de Londres en llamas cuando salían a verificar los daños. Polvo en la nariz, polvo en los pulmones, polvo de piedras y explosivos, y cenizas de carne y huesos. Habían salido a caminar después de la noche del 10 de mayo y habían visto los daños de la abadía de Westminster y el Parlamento incendiado, habían paseado por los parques y habían visto las bombas caídas sin explotar cercadas con una valla, y los niños que hacían navegar sus barquitos en el estanque redondo de los jardines de Kensington. Ahora veía las vallas y las tumbonas, los escombros y los niños.
    Recordaba el miedo, pero también la sangre joven que bullía en él, impulsada por el hecho de la supervivencia y por el deseo de sobrevivir. Había tenido miedo: recordaba el gemido de las sirenas, el silbido y la explosión de las grandes bombas, el zumbido del motor de los bombarderos, y la risa enloquecida de Madeleine cuando la explosión era en otra parte. La muerte estaba cerca. Amigos con los que uno iba a encontrarse para cenar, que estaban vivos en nuestra mente en el momento de salir para ir a su encuentro, nunca llegaban, porque eran carne aplastada bajo ladrillos y vigas. Otros amigos que habían quedado con la mirada fija en nuestros recuerdos, como quedan los muertos cuando adquieren la forma final que les da nuestra memoria, aparecían de improviso en nuestra puerta como carne viviente y miserable, magullados y sucios, acarreando bolsas con las pertenencias rescatadas, y pedían rogando una cama, una taza de té. La fatiga empañaba los ojos de todos y agudizaba los sentidos. Recordó haber visto a una madre con su hijo tendidos bajo un banco, abrazados, y no haberse atrevido a despertarlos, por temor a que estuvieran muertos. Pero sólo era gente sin hogar, durmiendo el sueño de los exhaustos.
    Madeleine no intervenía en estas nuevas visiones de la vida perdida. El sonido de su risa, esa única vez, fue su máxima presencia.
    Cuando «aquello» había empezado, había comprendido que se requería más coraje para levantarse cada día, para velar por la mente errabunda y el cuerpo trastabillante de Mado, que para cualquier otra cosa que hubieran afrontado en la vida. Y él se había puesto firme, como un soldado, para cumplir con su deber, a la vez que decidía que por el interés de ambos no tenía que volver a pensar en Madeleine, pues su deber estaba allí, en el presente, con Mado, cuya necesidad era extrema.


    * * *


    El hecho de que él estuviera perturbado perturbó a Mado, quien pasó a comportarse de un modo que tanto él como Deanna Bright se abstuvieron de tildar de «travieso» ya que ello implicaba una imposible segunda infancia. «Desquiciada», la llamaba James. «Agitada» era la palabra empleada por Deanna Bright. Empezó a romper cosas y a esconder otras. Él la descubrió cuando lanzaba por la ventana los cubiertos de plata que él había heredado de sus padres en un estuche negro forrado de felpa, los arrojaba uno a uno y se quedaba escuchando el tintineo del metal sobre la acera. Los Telegorditos se alimentaban de una curiosa comida que consistía en discos de natillas rosadas que salían burbujeando de una máquina color lavanda, y de «tostadas» con caras sonrientes que caían en cascada de un tostador. El exceso de comida era absorbido ruidosamente por una nerviosa aspiradora llamada Noo-noo. Los discos de natillas (ella odiaba el rosa) suscitaban en Mado breves y enérgicos arranques de emulación, y la alfombra quedaba cubierta de leche y miel, de crema de bebé y aliño. Y de whisky. Ella vertió su Glenfiddich en el tapete. El olor lo llevó a recordar a Dido, pero la libación no hizo acudir a ningún espíritu. James compró otra botella. El olor persistió, mezclado con el humo y las cenizas fantasmales del Londres en llamas de 1941.


    * * *


    Llegó una noche en que, después de haber instalado a Mado para pasar la noche, ella se apareció repetidas veces en su puerta, para gimotear mientras él intentaba traducir el canto VI de La Eneida.
    —No puedo hacerlo —repetía—, no logro atraparlo.
    Por un terrible momento James alzó la mano para abofetear o golpear a la gimiente criatura, y ella retrocedió, balbuceando. Es hora de que los Telegorditos vayan a la cama, dijo en cambio James, remedando un anuncio televisivo. La condujo —con suavidad— a su dormitorio y le puso a Dipsy en los brazos. Ella arrojó el muñeco al suelo, con un resoplido de enojo, y se volvió de cara a la pared. Él levantó a Dipsy por el pie, y regresó al mundo subterráneo y a su perpetua luz crepuscular. De pronto advirtió que estaba torturando a Dipsy, retorciéndole las diminutas muñecas y, nuevamente, clavándole una horquilla en el orondo vientre de felpa. Mientras que los pequeños actos crueles sean inofensivos…, dijo su mente racional, en tanto que él seguía acuchillando al muñeco.
    Sonó el timbre de la puerta. Esperó a ver la reacción de Mado antes de responder; si aquello la perturbaba, no abriría, sería insoportable. Pero ella permanecía en silencio. El timbre sonó otra vez. Al tercer timbrazo bajó a abrir. Ahí estaba, en el umbral, la mujer morena con el vestido de seda roja, como una amapola.
    —Traigo regalos —dijo ella—. De agradecimiento. ¿Puedo entrar?
    —Por supuesto —dijo él, con aire torpemente ceremonioso—. Y puedo ofrecerle un vaso de whisky, si lo desea.
    Imaginó que la fina nariz se fruncía ante el olor de sus habitaciones.
    —Aquí tiene —dijo ella, tendiéndole una caja de bombones Black Magic adornada con una cinta escarlata.
    Bombones salidos de los cines de su juventud, que de algún modo habían persistido hasta el presente.
    —Y esto es para ella —añadió alargando la otra mano—. Sé que prefiere la roja. Prefiere a Po.
    Él cayó en la cuenta de que aún tenía en la mano a Dipsy y la horquilla. Po estaba envuelta en lo que pensó que era celofán, una hermosa palabra, también salida de esos viejos días, relacionada con diáfano, aunque en realidad sabía que la muñeca sonreía desde una bolsa de plástico, también adornada con una cinta escarlata. Dejó a Dipsy, aceptó los dos obsequios, los depositó sobre la mesa y fue en busca del whisky, dos whiskies generosos, uno con hielo, otro solo.
    —Pensé que no volvería.
    —Tenía que hacerlo. Y su vida es muy triste, pensé que le alegraría verme.
    —Claro que me alegra. Pero no la esperaba.


    * * *


    Se sentaron y charlaron. Ella cruzaba y descruzaba sus largas piernas, y él le miraba los tobillos con intenso placer pero sin deseo. Se acordó de Madeleine, alejándose corriendo por el brezal, mirando hacia atrás para comprobar que él podía atraparla. Dido le hizo educadas preguntas sobre él mismo, y eludió las que él le formuló a su vez, de manera que, mientras el ahumado sabor del whisky le impregnaba la nariz, James se encontró contándole su vida, hablándole de todas las personas que habían regresado y ocupaban su piso, mezclados con quienquiera o lo que fuera que la demente Mado había conjurado. Somos una verdadera muchedumbre, una verdadera multitud de espíritus agitados, en estos días, dijo él, completamente apiñados, pero sólo dos somos de carne y hueso. De pronto me encuentro en épocas y lugares extraños, desaparecidos de mi mente hasta ahora.
    —¿Como por ejemplo?
    —Hoy recordé el embalaje de un cajón de naranjas y limones en Argel. Eran hermosos, dorados y amarillos, brillantes, y los escogimos con cuidado, el árabe y yo, llenamos el cajón con virutas de madera y clavamos la tapa. Y un amigo piloto se los trajo a ella, como una sorpresa. No se conseguían cítricos durante la guerra, ¿sabe?, y los echábamos de menos.
    —Y cuando ella abrió el cajón —dijo Dido— sintió el olor a esencia de citronela y a zumo de cítricos que ya casi había olvidado. Y retiró las virutas de madera y hundió las manos, como alguien que busca un tesoro en la caja de las sorpresas de una feria de pueblo. Y sus dedos salieron cubiertos de polvo verde musgo, un color bonito en teoría, el color de los líquenes y el moho. Y extrajo el limón mohoso, con su protección de papel plateado, y miró la naranja que estaba debajo, y ésta simplemente se deshizo en un bonito polvo verde claro, como un pedo de lobo. Y siguió sacando y sacando frutas, llenando todo de polvo, apilándolas sobre una hoja de periódico, y no había ni una buena.
    —Eso no es verdad. Ella dijo que era… un cofre del tesoro lleno de delicias. Dijo que estaban… increíblemente deliciosas. Dijo que las había economizado y saboreado una a una.
    —Siempre fue una gran mentirosa. Como tú siempre has sabido. Era un regalo maravilloso. Se pudrieron en los aeropuertos y los depósitos. Fue un accidente que se llenaran de moho. Ella te estaba agradecida por el regalo.
    —¿Cómo puede saber eso?
    —¿No sabes cómo lo sé?
    —Soy un hombre viejo. Me estoy volviendo loco. Es usted un fantasma.
    —Tócame.
    —No me atrevo.
    —Te digo que me toques.
    Él se puso de pie y con paso vacilante cruzó el espacio que los separaba y que giraba a su alrededor. Rozó con la punta de los dedos el sedoso cabello, y luego, castamente y con terror, tocó la piel de su brazo, cálida y joven.
    —Tangible —dijo él, rescatando una palabra antigua del hervidero de su cabeza.
    —¿Lo ves?
    —No, no lo veo. Creo que creo que usted está aquí —dijo él, y añadió—: ¿Qué más sabe, que yo podría haber sabido y no sé?
    —Siéntate y te lo diré.


    * * *


    —Ella decía siempre que Hitler había destruido los días de su juventud, y los tranquilos días de su casamiento, y el hijo que podría haber tenido. Que le había dado dramas, demasiados dramas, insatisfacciones y una inquietud constante, por lo que nunca podía estar satisfecha. Estos pensamientos iban acompañados de sentimientos muy vehementes, sobre todo cuando vivía esos días tranquilos que no eran más que un remedo de días tranquilos, un simulacro de vida, por así decir. No obstante, si una cocina y un plato de macarrones gratinuno como un destino fijo e invariable.
    —Como ahora —dijo él, pensando en las natillas arrojadas al suelo.
    —El peor momento, el más irreal fue cuando le llegó… cuando te llegó el permiso de embarque. Antes de que te marcharas allí adonde no podías decir que ibas, donde florecen los naranjales y los limones. Así que os quedasteis sentados, día tras día, durante esas dos semanas, y ella observaba el péndulo del reloj, y te arreglaba el cuello de la camisa como una muñeca de cera de la perfecta ama de casa, con la cabeza inclinada sobre el agujero que zurcía en los talones azules y polvorientos. Y de vez en cuando salíais juntos a comprobar los daños: iglesias con las puertas reventadas como frutas aplastadas, cristales centelleantes cubriendo las aceras a lo largo de Oxford Street y Knightsbridge; y hablabais poco y con mucho cuidado, como si fuera una competición de trivialidades. Y, cuando te marchaste, ella sabía que no estaba embarazada y te dio un rápido beso en la mejilla, como una buena esposa inglesa, no un beso a lo Romeo y Julieta, y partiste, cargado con tu mochila, en medio de la noche, temporal o permanente.
    —Sí —dijo James.
    —Sí —dijo ella—. Y entonces se tendió en el suelo y aulló como un animal, retorciéndose como si fuera presa de atroces dolores. Y al fin se levantó, se dio un baño, se pintó las uñas de las manos y los pies con un resto de esmalte, se secó a medias el pelo, encendió la radio para poner una música suave… y se convirtió en otra persona.
    »Y luego sonó el timbre. Y ahí estabas tú… Ahí estaba él… en el umbral. Ella creyó que era un fantasma. En el mundo había infinidad de muertos ambulantes en esos días.
    —Cancelaron el embarque —dijo James, de manera razonable en esa época, de manera razonable en el presente.
    —Así que ella golpeó el rostro sonriente, con todas sus fuerzas.
    —Y le hizo sangre —dijo James—. Con el anillo de boda.
    —Y besó la sangre —dijo Dido—, y besó una y otra vez la marca que le había dejado con la mano.
    —Pero sobrevivimos —dijo James—. Volver, ser un resucitado, era siempre peligroso. Recuerdo cuando volví una noche de 1943 mientras caían las V-1. Recuerdo haber llegado por la noche… había hecho dedo a un camión de transporte de tropas… y haber bajado cerca de un depósito de Waterloo. No había ni autobuses ni taxis para tomar, y el ruido que podría haber sido el suyo al acercarse en medio del apagón era a veces el de esas malditas bombas voladoras, como un monstruoso mecanismo de relojería, que hacían tictac y luego se apagaban. Y entonces explotaban. Y el cielo estaba lleno de llamas y humo, de colores que hoy no pueden verse, porque el cielo siempre está rojo sobre Londres y es imposible ver las estrellas. Esas cosas no necesitaban la luna llena, como sí necesitaban los bombarderos, pero seguíamos sintiéndonos nerviosos cuando había luna llena. Como había esa noche. De modo que me eché a andar, llevando todas las cosas que pude de mi mochila, con el oído atento a esas malditas bombas. Caminé una o dos horas, cayéndome en los baches, y entonces me di cuenta de que estaba caminando en dirección a un gran incendio. Lenguas de fuego que se elevaban, ese resplandor intenso, polvo de ladrillo suspendido en el aire, paredes calientes al tacto. Y cuanto más me acercaba a casa, más me acercaba al cráter, por así decir. Y llegué junto a las barreras, y las cadenas de cubos de agua, y un coche de bomberos que rociaba débilmente el fuego. Y corrí. Corrí hasta las barreras, y los policías intentaron hacerme volver atrás, y dije: «Es mi casa, mi mujer está dentro». Derribé a uno de un empujón y me interné corriendo en la nube de polvo. Y vi que de la casa no quedaba más que el armazón. El techo y los dormitorios eran escombros acumulados en las habitaciones de la planta inferior. Pensé que ella debía de estar en el refugio, y empecé a retirar ladrillos y vigas quemadas, y me quemé las manos. Sentí que tiraban de mí hacia atrás, gritando. Y vi el hoyo en el suelo de la sala, y alguien que me tiraba del cuello de la camisa. Alcé los ojos, y allí estaba ella, con un camisón hecho jirones por los vidrios y la chaqueta de un bombero, con los cabellos completamente calcinados y la cara negra como la noche y sin cejas… Y las manos ardiendo, cubiertas de hollín, con las uñas rotas…
    —No había quedado nada —dijo Dido—. Excepto vosotros dos. Tú dijiste que eras Eneas recorriendo Troya en llamas en busca de Creúsa. Y ella te dijo: «No soy un fantasma, soy de carne y hueso». Y se besaron, con hollín en la lengua, y la ciudad ardiendo en sus pulmones. Carne y hueso.
    James se puso a temblar. Estaba terriblemente cansado, confuso y, en cierta forma, seguro de que todo aquello presagiaba su propia muerte, o al menos su locura; y, si él se volvía loco o moría, ¿qué sería de Mado?
    —¿Quién eres? —preguntó con voz vieja y cansada—. ¿Por qué estás aquí?
    —¿No lo sabes? —repuso ella con afabilidad—. Soy el fantasma vivo.
    Sentada en el sillón de James, sonreía y esperaba, delgada y morena con su seda roja.
    —¿De Madeleine? —dijo él.
    —En cierto modo. Nunca quisiste oír hablar de cosas espirituales. Siempre hacías bromas escépticas cuando se trataba de astrología, de clarividencia o del otro mundo.
    —La astronomía ya es suficiente misterio —dijo James—. Un gran misterio. Nosotros volábamos bajo un cielo tan cubierto de estrellas como un campo de margaritas. Ahora no se pueden ver.
    —Hay muchas cosas en el cielo y en la tierra que no se pueden ver. El cuerpo etérico puede desprenderse de… de la arcilla. Puede vagar por los cementerios. Necesita que se lo libere. Como ella necesita que se la libere.
    —Sé lo que estás tratando de decirme —dijo James—. Sin duda sabes que he pensado en ello.
    —No lo haces, porque eso te liberaría a ti, y piensasque estaría mal. Pero no piensas en ella, de otro modo sabrías lo que quiere. Lo que yo quiero.
    —Dido —dijo James, utilizando el nombre por primera vez—, ella no sabe lo que quiere, no puede querer o no querer algo de verdad, tiene el cerebro lleno de capas de grasa y de una maraña…
    —Me sacas de quicio —dijo Dido con la voz de Madeleíne—. Todos esos jóvenes alemanes en la guerra, con toda la vida por delante, y sus novias y sus padres, eso estaba muy bien, tus propios jóvenes pilotos y sus misiones, con el cerebro bullendo de lucidez, esperanza y miedo racional, todo eso estaba muy bien. Pero una miserable carcasa vacía con una cinta rosa…
    —Siempre tuviste habilidad para tergiversar las cosas.
    —Inteligencia. Sí, siempre tuve habilidad para tergiversar las cosas.
    Se puso de pie para marcharse. James se levantó para verla marcharse. Tenía la intención de no decir nada, para ser fuerte, pero oyó su propia voz que decía:
    —¿Te volveré a ver?
    Sedoso cabello negro, sedoso vestido rojo, anacrónicas medias de seda con costuras perfectamente rectas en las piernas perfectas.
    —Eso depende —dijo Dido—. Como bien sabes. Eso depende.
    Al día siguiente supo que había estado allí, porque las señales eran evidentes. Lápiz de labios en el vaso de whisky, bombones adornados con una cinta, la pequeña Po roja sonriéndole desde su bolsa de polietileno. Tuvo la impresión de que Deanna Bright lo miraba de una manera extraña. Rechazó el bombón que él le ofreció. Alzó a Po con torpes dedos negros.
    —¿La saco de la bolsa?
    —No —dijo él—. Déjela ahí por ahora.
    —Veo que ha vuelto a tener compañía —dijo Deanna Bright.
    —Sí —repuso James.
    Deanna Bright se encogió de hombros y se marchó bastante temprano.
    En la televisión, en pleno día, los Telegorditos estaban sentados en un extremo de sus cunas con forma de paracaídas, o como esas mantas plateadas con que se abriga a los rescatados con hipotermia o a los salvados de las aguas. Se acostaron para dormir como bolos basculantes, y cada uno se puso a roncar con su ronquido particular. Buenas noches, Telegorditos, dijo la voz maternal de acento norteamericano en el tubo catódico. Noche, dijo Mado, cada vez más furiosa, noche, noche, noche, noche, noche.
    —Ven a la cama —dijo James con mucha suavidad, arreglando la cinta rosa.
    —Noche —dijo Mado.
    —Sólo un poco de descanso, por un rato —dijo James.

A. S. Byatt

El libro negro de los cuentos