Virginia Woolf / La mujer ante el espejo

Virginia Woolf

Una reflexión

The Lady in the Looking-Glass by Virginia Woolf

La gente no debería dejar espejos colgados en las habitaciones, como tampoco debería dejar abiertos talonarios de cheques o cartas en las que se confiese algún horrible delito. Era imposible no mirar, aquella tarde de verano, el gran espejo que había fuera, en el vestíbulo. El azar así lo había dispuesto. Desde las profundidades del sofá, en la sala de estar, se veía reflejado en el espejo italiano no sólo la mesa de mármol que había enfrente, sino también un trozo de jardín. Se veía un largo sendero de hierba que discurría entre macizos de altas flores hasta que el marco dorado del espejo lo cortaba en una esquina.
La casa estaba vacía y te sentías, puesto que eras la única persona que había en la sala de estar, como uno de esos naturalistas que, cubiertos de hierba y hojas, permanece agazapado para observar a los animales más tímidos —como el tejón, la nutria o el martín pescador— que merodean libremente por los alrededores sin ser vistos. Esa tarde la habitación estaba llena de criaturas así de tímidas, de luces y sombras, cortinas ondeando, pétalos cayendo…, cosas que nunca ocurren, al parecer, cuando alguien mira. La vieja y silenciosa estancia campestre, con sus alfombras, su chimenea de piedra, sus librerías empotradas y sus escritorios lacados en rojo y oro, estaba llena de criaturas nocturnas como éstas.
Llegaban haciendo piruetas, caminando delicadamente de puntillas con las colas en abanico y picoteando con sus picos insinuantes, como grullas o bandadas de elegantes flamencos que hubiesen perdido su color rosado, o como pavos reales con las colas veteadas de plata. Y había también sombríos resplandores y oscurecimientos, como si una sepia tiñese súbitamente el aire de púrpura; y la sala tenía sus pasiones y furias y envidias y penas, que la acechaban y la cubrían como un ser humano. Nada permanecía igual durante más de dos segundos.
Pero, fuera, el espejo reflejaba la mesa del vestíbulo, los girasoles y el jardín con tanta nitidez y tan fijamente que parecían atrapados de manera irremediable en su propia realidad. Era un contraste extraño: todo fugacidad aquí, todo quietud allá. Resultaba imposible evitar que la mirada saltase de una cosa a otra. Además, como todas las puertas y ventanas estaban abiertas al calor, había un constante suspiro interrumpido, la voz de lo transitorio y lo perecedero, que iba y venía como el aliento humano, mientras en el espejo las cosas habían dejado de respirar y permanecían inmóviles en el éxtasis de la inmortalidad.
Hacía media hora que la señora de la casa, Isabella Tyson, había recorrido el sendero con un ligero vestido de verano, su cesta, y había desaparecido, cortada por el marco dorado del espejo. Era de suponer que había ido a por flores a la parte baja del jardín; o, como parecía más natural, a cortar una planta ligera y fantástica y frondosa y trepadora, una clemátide, o uno de esos elegantes manojos de corregüela que se retuercen sobre feos muros y estallan aquí y allá en brotes blancos o violetas. Isabella se parecía más a la fantástica y trémula corregüela que al erecto áster, la almidonada zinnia, o a sus propias rosas ardientes y encendidas como farolas en los rígidos postes de los rosales. La comparación revelaba cuán poco, después de tantos años, sabíamos de ella. Porque es imposible que una mujer de carne y hueso, a sus cincuenta y cinco o sesenta años, sea realmente una corona de flores o un zarzillo. Tales comparaciones son completamente ociosas o superficiales… son incluso crueles, pues se interponen temblorosamente como la corregüela entre la propia mirada y la verdad. Ha de existir la verdad; ha de haber un muro. Y, sin embargo, era extraño que conociéndola después de tantos años fuese imposible decir cuál era la verdad sobre Isabella; que aún se hiciesen frases como ésta sobre corregüelas y clemátides. En cuanto a los hechos, era un hecho que Isabella era una solterona; que era rica; que había comprado una casa y reunido con esfuerzo —llegando a veces hasta los rincones más oscuros del mundo y con gran riesgo de picaduras venenosas y enfermedades orientales— las sillas, los escritorios y las alfombras que ahora vivían su existencia nocturna ante nuestros ojos. En ocasiones parecía como si supiesen más sobre ella de lo que a nosotros, que nos sentábamos en ellas, escribíamos en ellos y las pisábamos con tanto cuidado, nos estaba permitido saber. En cada uno de esos escritorios había montones de cajones pequeños, y cada uno de estos cajones contenía casi con seguridad cartas, cartas atadas con lazos, perfumadas con varitas de lavanda o pétalos de rosa. Pero también era un hecho —si es que son los hechos lo que importa— que Isabella había conocido a mucha gente, había tenido muchas amistades; y por eso, quien tuviera la audacia de abrir el cajón y leer sus cartas, encontraría indicios de muchas discusiones, citas, recriminaciones por haber faltado a las citas, largas e íntimas cartas de amor, violentas cartas de celos y reproches, terribles palabras de despedida —pues todos aquellos encuentros y citas habían quedado en nada— es decir, Isabella nunca se casó, y sin embargo, a juzgar por la indiferencia de su rostro, que era como una máscara, había vivido veinte veces más pasión y experiencia que esos que pregonan sus amores a los cuatro vientos. Bajo la tensión de pensar en Isabella la habitación se volvió más sombría y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas y las sillas de las mesas más alargadas y jeroglíficas.
Estas reflexiones concluyeron violentamente, y sin el menor ruido. Una figura grande y negra apareció en el espejo; lo borró todo, dejó sobre la mesa un montón de losetas de mármol con vetas rosas y grises, y desapareció. Pero la escena quedó alterada por completo. Por el momento resultaba irreconocible e irracional y enteramente borrosa. Era imposible relacionar las losetas con algún propósito humano. Y luego, poco a poco, se vieron afectadas por cierto proceso lógico que comenzó a poner en ellas orden y sentido y a situarlas en el marco de lo habitual. Finalmente resultaron ser simples cartas. El hombre había traído el correo.
Allí estaban, sobre la mesa de mármol rezumando luz y color al principio, y en estado bruto, sin absorber. Y luego fue extraño ver cómo se desplazaban y colocaban y ordenaban e integraban en la escena y recibían la quietud y la inmortalidad que el espejo confería. Permanecían allí dotadas de una nueva realidad y una nueva importancia y también de una mayor solidez, como si hiciese falta un cincel para separarlas de la mesa. Y, ya fuese o no una fantasía, parecían haberse convertido en algo más que un puñado de cartas, en tablillas con la verdad eterna grabada en ellas… quien pudiese leerlas descubriría todo cuanto había que saber acerca de Isabella, sí, y también acerca de la vida. Las páginas anteriores de estos sobres de aspecto marmóreo debían de poseer un significado tallado con profundidad y grabado con claridad. Isabella entraría y las cogería, una por una, muy despacio, y las abriría, y las leería detenidamente, palabra por palabra, y luego, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiese llegado hasta el fondo de todas las cosas, rompería los sobres en trocitos pequeños y ataría las cartas y cerraría el cajón del escritorio decidida a ocultar lo que no deseaba que nadie supiera.
Este pensamiento resultó ser como un desafío. Isabella no quería que se supiera… pero no podría seguir evitándolo por más tiempo. Era absoluto, era monstruoso. Si tanto ocultaba y tanto sabía, sería preciso abrir el interior de Isabella con el instrumento que hubiese más a mano: la imaginación. Había que fijar la mente en ella en ese preciso instante. Había que retenerla allí. Había que negarse a ser intimidado de nuevo con dichos y hechos como los que producía el momento: con cenas y visitas y conversaciones de cortesía. Había que ponerse en el lugar de Isabella. Tomando la frase en su sentido literal resultaba fácil ver los zapatos que calzaba en ese momento, allí en la parte baja del jardín. Eran muy estrechos y alargados y elegantes: hechos del más suave y flexible cuero. Como todo lo que Isabella llevaba, eran exquisitos. Y ella permaneció en pie, junto al alto seto, en la parte baja del jardín, empuñando las tijeras que llevaba colgadas de la cintura para cortar alguna flor marchita, alguna rama que hubiese crecido en exceso. El sol le caía a plomo en la cara, en los ojos; pero no, en el momento crítico un velo de nubes ocultó el sol, dibujando en sus ojos una expresión dubitativa… ¿era burlona o tierna, alegre o triste? Sólo se veía el perfil impreciso de un hermoso rostro, más bien difuso, mirando al cielo. Tal vez pensaba que debía encargar una redecilla nueva para las fresas; que debía enviar flores a la viuda de Jonson; que ya era hora de visitar a los Hippesley en su nueva casa. Ésas eran sin duda las cosas de las que hablaba durante la cena. Lo que querías captar y verter en palabras era su ser más íntimo, ese estado que es a la mente lo que la respiración es al cuerpo, eso que llamamos felicidad o infelicidad. Al mencionar estas palabras resultaba evidente que ella tenía que ser feliz. Era rica; era distinguida; tenía muchas amistades; viajaba: compraba alfombras en Turquía y vasijas azules en Persia. Avenidas de placer partían en distintas direcciones del lugar donde se encontraba Isabella, con sus tijeras levantadas para cortar las ramas temblorosas mientras las finas nubes velaban su rostro.
Con un rápido movimiento de tijeras cortó el ramo de clemátides y éste cayó al suelo. Y mientras caía, seguro que también la luz se volvió más intensa y fue posible adentrarse un poco más en su ser. Luego la ternura y la pena inundaron su mente… Cortar una rama que había crecido en exceso la entristecía porque era un ser vivo y la vida era algo muy preciado para ella. Sí, y al mismo tiempo, la caída de la rama le recordaría que también ella habría de morir, y le haría pensar en la futilidad y evanescencia de las cosas. Y más tarde, interrumpiendo rápidamente este pensamiento, con un buen juicio, pensó que la vida la había tratado bien; aun cuando habría de caer, sería para yacer sobre la tierra y pudrirse dulcemente entre las raíces de las violetas. De modo que allí estaba, pensando. Y sin llegar a definir ningún pensamiento… —pues era una de esas personas reservadas cuyas mentes guardan sus reflexiones enredadas en nubes de silencio—, Isabella estaba llena de pensamientos. Su mente era como su sala de estar, donde las luces avanzaban y retrocedían, hacían piruetas y caminaban suavemente, desplegaban sus colas, picoteaban su camino; y entonces, todo su ser quedaba bañado, como la sala, por una nube de conocimiento profundo, una pena secreta, , y luego se llenaba de cajones cerrados, atestados de cartas, como sus escritorios. Hablar de «abrir el interior de Isabella» como si fuese una ostra, emplear para ella sólo las mejores herramientas, las más sutiles y más dúctiles, era irreverente y absurdo. Había que imaginar… ahora estaba en el espejo. Te hacía sobresaltarte.
Al principio estaba tan lejos que resultaba difícil verla con claridad. Se acercó sin prisa, con vacilación, colocando una rosa aquí, levantando un clavel allá para olerlo, pero sin detenerse en ningún momento; y fue creciendo más y más en el espejo, volviéndose más y más plenamente la persona en cuya mente intentabas penetrar. La ponías a prueba poco a poco… encajabas en aquel cuerpo visible las cualidades que habías descubierto. Allí estaba su vestido gris verdoso, y sus zapatos alargados, su cesta, y algo brillaba en su cuello. Llegó de un modo tan gradual que no parecía estropear la imagen del espejo sino introducir un elemento nuevo que se movía con suavidad y alteraba los demás objetos, como pidiéndoles, con cortesía, que hiciesen sitio para ella. Y las cartas y la mesa y el sendero y los girasoles que habían aguardado en el espejo, se separaron y abrieron para acogerla entre ellos. Finalmente estaba allí, en el vestíbulo. Se detuvo. Se quedó de pie junto a la mesa. Estaba absolutamente inmóvil. De inmediato, el espejo empezó a derramar sobre ella una luz que parecía dejarla allí clavada; que parecía corroer como el ácido lo accesorio y superficial, dejando sólo la verdad. Era un espectáculo delicioso. Todo se desprendía de ella —nubes, vestido, cesta, brillante— todo lo que habías llamado corregüela o clemátide. Allí estaba el sólido muro. Aquí la mujer. Permanecía de pie, desnuda, bajo esa luz despiadada. Y no había nada. Isabella estaba absolutamente vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. No se preocupaba por nadie. En cuanto a su correspondencia, todo eran facturas. Mírala ahí de pie, vieja y angulosa, con sus venas y sus arrugas, con la nariz alta y el cuello lleno de pliegues, ni siquiera se toma la molestia de abrirlas.
La gente no debería dejar espejos colgados en las habitaciones.

«Relatos completos». Edición de Susan Dick. Edición castellana: Alianza editorial S.A. (Alianza Tres). Versión castellana de Catalina Martínez Muñoz.

A. S. Byatt / La cosa del bosque

A. S. Byatt

    Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque. Las dos eran evacuadas, y las habían enviado en tren lejos de la ciudad junto con un numeroso grupo de otros niños. Todos tenían una etiqueta con su nombre prendida al abrigo con un imperdible, así como un bolso o mochila en la mano y la reglamentaria máscara antigás. Llevaban bufanda de lana y gorro, y muchos tenían guantes de lana sujetos a una larga cinta que les pasaba por detrás del cuello y a lo largo de las mangas, por el interior del abrigo, de manera que los diez dedos de lana colgaban fuera como un par de manos de repuesto, a semejanza de un espantapájaros. Con las piernas desnudas, los zapatos desgastados y los calcetines arrugados, casi todos mostraban rozaduras en las rodillas en distintos grados de cicatrización. Estaban en esa edad en que los niños sufren caídas frecuentes, y tenían las rodillas desprotegidas. Cargados con sus bolsos, algunos de los cuales eran casi demasiado grandes para que pudieran transportarlos, y con los objetos personales que acarreaban —una muñeca, un coche de juguete, una revista de historietas—, parecían un alborotado ejército de enanos avanzando ruidosamente por el andén.
    Las dos niñitas acababan de conocerse y se habían hecho amigas en el tren. Compartían un trocito de chocolate y mordían por turnos una manzana. Una le cedió a la otra la página interior de su revista de historietas, el Beano. Se llamaban Penny y Primrose. Penny era delgada, morena y alta, tal vez algo mayor que Primrose, que era rolliza, rubia y de cabellos rizados. Primrose tenía las uñas comidas, y un cuello de terciopelo en su elegante abrigo verde. Penny era de una palidez transparente, casi enfermiza, con un toque azulado en los finos labios. Ninguna de las dos sabía adonde se dirigía ni cuánto duraría el viaje. Tampoco sabían por qué se iban, ya que sus respectivas madres no habían encontrado el modo de explicarles el peligro. ¿Cómo se le dice a un hijo «Te envío lejos porque pueden caer bombas enemigas del cielo, porque las calles de la ciudad pueden arder como un incendio forestal de ladrillos y vigas, pero yo me quedo aquí, donde creo que diariamente correré el peligro de acabar quemada, enterrada viva, ahogada por los gases, y al fin veré quizá un ejército gris invadiendo la ciudad en tanques, o remontando el río en submarinos, con los cañones llameantes?
    Así pues, las madres —que no se parecían en absoluto— actuaron de manera semejante y no explicaron nada, lo cual resultaba más sencillo. Sabían que sus hijas eran pequeñas, incapaces de entender o imaginar aquello.
    En el tren, las niñas discutieron sobre si se trataba de una especie de vacaciones o de alguna clase de castigo, o un poco de cada cosa. Penny había leído un libro sobre
boy scouts
, pero los chicos del tren no parecían exploradores, sino un heterogéneo batallón de niños perdidos. Llegaron a la conclusión de que tal vez no eran chicos de muy buena conducta y que por este motivo los habían enviado lejos. Para su gran satisfacción, se definieron como «bien educadas» y decidieron mantenerse juntas. Se sentarían una al lado de la otra, y ese tipo de cosas.


    * * *


    El tren avanzaba lentamente, alejándose más y más de la ciudad y de sus hogares. No era un tren limpio; el tapizado de su compartimiento tenía el olor húmedo de los pantalones sin lavar, y las bocanadas de vapor caliente que pasaban delante de su ventanilla estaban llenas de minúsculas partículas de ceniza, de carbonilla y, de vez en cuando, de chispas encendidas que aguijoneaban la cara y los dedos como agujas calientes si alguien abría la ventana. Era muy ruidoso también, cada vez que tomaba un poco de velocidad. La locomotora emitía grandes gemidos rugientes, y las invisibles ruedas traqueteaban debajo con un rítmico y monótono tap-tap-tap-CRACH, tap-tap-tap-CRACH. Una capa de vaho y hollín cubría las ventanillas. El tren se detenía a menudo y, cuando se paraba, usaban los guantes para limpiar un círculo en el cristal y atisbar los campos inundados, las laderas aradas y las modestas estaciones cuyos nombres se habían camuflado cuidadosamente, cuyos andenes estaban desprovistos de vida.
    Las niñas ignoraban que la ausencia de nombres tenía como fin desorientar o engañar a un ejército invasor. Les dio la impresión —no llegaron a reflexionar sobre ello, pero la idea germinó en su interior— de que los habían borrado por su causa, con la intención de que no supieran adónde iban o de que, como Hansel y Gretel, no pudieran encontrar el camino de vuelta. No hablaron de esta inquietud, pero trabaron la clase de conversación que los niños tienen sobre cosas que les desagradan por completo, cosas que los irritan, les disgustan o los atemorizan. Budín de sémola con su textura granulosa, puré de guisantes, la grasa de la carne asada. Oír el crujido de los escalones y los marcos de las ventanas en la oscuridad o por obra del viento. Tener la cabeza sujeta brutalmente hacia atrás por encima de la palangana mientras te lavan el pelo y el agua fría te corre por dentro de la camiseta. Las pandillas agresivas en el patio de recreo. Sentían la presión de todos los otros chicos desconocidos en todos los otros compartimientos como una pandilla en potencia. Compartieron otro trocito de chocolate, se lamieron los dedos, y observaron un enorme ganso blanco que agitaba las alas a la orilla de un estanque negro como la tinta.
    El cielo adquirió un tono gris oscuro, y al fin el tren se detuvo. Los niños descendieron, se pusieron en doble fila, y los condujeron a un autobús del color del lodo.
    Penny y Primrose consiguieron sentarse juntas, pero estaban encima de la rueda y las dos empezaron a sentirse mareadas cuando el autobús avanzó dando tumbos por sinuosos caminos rurales, bajo el azote de las ramas, oscuras hojas de oscuros brazos de madera contra un cielo oscuro, mientras jirones de tenues nubes se deslizaban sobre la luna llena que de trecho en trecho asomaba entre el follaje.    * * *


    Los alojaron temporalmente en una gran casa solariega requisada a su propietario, que se iba a acondicionar como hospital para heridos que requirieran una larga convalecencia, y como depósito secreto de obras de arte y otros objetos valiosos. Se les dijo a los niños que el alojamiento sería temporal, hasta que les encontraran familias que los acogieran en su hogar. Penny y Primrose se tomaron de la mano y se dijeron que sería maravilloso si pudieran ir juntas a la misma familia, pues así se tendrían al menos la una a la otra. Pero no comentaron nada de esto a las mujeres de aire fatigado que les daban órdenes, porque, con la sagacidad de los niños pequeños, sabían que su pedido podía ser contraproducente, que a los adultos les gusta decir que no. Imaginaron familias posibles con las que podían enviarlas. No hablaron de lo que imaginaban, ya que esas visiones, al igual que los letreros negros de las estaciones, las atemorizaban demasiado, y las palabras podían convertir ese horror en algo palpable, como por arte de magia. Penny, que amaba la lectura, imaginaba siniestros defensores Victorianos de la severidad, como el señor Brocklehurst de Jane Eyre o el señor Murdstone de David Copperfield. Primrose, sin saber por qué, imaginaba una mujer gorda con cofia blanca y brazos gruesos y sonrosados, que sonreía amablemente pero obligaba a los niños a llevar delantales de arpillera y a fregar los peldaños de la escalera y el horno.
    —Es como si fuéramos huérfanas —le dijo a Penny.
    —Pero no lo somos —contestó Penny—. Si conseguimos seguir juntas…


    * * *


    La enorme casa tenía una imponente escalinata doble frente a la puerta de entrada, con grifos y unicornios esculpidos en la balaustrada. No había luz, a causa de los cortes de electricidad por razones de defensa. Todos los postigos se mantenían cerrados. No se filtraba ninguna claridad acogedora por el vano de la puerta o de las ventanas. Los niños subieron penosamente la escalera en doble fila, colgaron su abrigo en unos improvisados ganchos marcados con un número de identificación, y recibieron la cena (estofado irlandés y arroz con leche con una cucharada de mermelada rojo sangre) antes de ir a acostarse en largos dormitorios improvisados en los que antaño habían dormido los criados. Tenían camas de campaña (cedidas por el ejército) y burdas mantas grises. Penny y Primrose lograron adjudicarse dos camas adyacentes, pero no pudieron conseguir dos que estuvieran ubicadas en un rincón. Hicieron cola para cepillarse los dientes en un diminuto cuarto de baño, y ambas sufrieron una angustia sofocante (nuevamente, sin hablarlo) al pensar en cómo harían si en mitad de la noche querían hacer pis, ya que el lavabo estaba en el piso inferior, las luces permanecían apagadas y había un largo camino hasta la puerta. También las atemorizaba la idea de que, en medio de la oscuridad, los otros niños empezaran a reír, a correr, a fastidiar, y se convirtieran en una pandilla. Pero nada de eso sucedió. Todos se sentían exhaustos, angustiados y huérfanos. Un silencio incómodo, una corriente de sueño agitado se extendió sobre ellos. Los únicos sonidos —que parecían provenir de todos los rincones del gran dormitorio— eran sollozos y gemidos ahogados, que brotaban de las caras sepultadas en las almohadas.
    Cuando llegó el nuevo día, las cosas parecieron, como de costumbre, mejores y más prometedoras. Les sirvieron el desayuno en una vasta sala abovedada. Sentados frente a mesas de caballete, comieron copos de avena cocidos en agua con una pizca de la mermelada roja, y bebieron una taza de té cargado. Luego les dijeron que podían salir a jugar hasta la hora de almorzar. En esa época no se vigilaba estrechamente a los niños —procedieran de donde procedieran— y se les permitía ir y venir con total libertad, así que a estos evacuados no se los confinó en ninguna clase de encierro ni campo de refugiados. Les indicaron que tenían que estar de vuelta a las doce y media, y que para entonces los supervisores confiaban en haber solucionado el problema de su futura vida provisional. Era una incógnita cómo se suponía que sabrían que eran las doce y media, pero se daba por descontado que, aunque casi ninguno tenía reloj, estarían al tanto de la hora. Estaban acostumbrados a ello.
    Penny y Primrose salieron juntas a la terraza, decentemente vestidas con su abrigo y sus zapatos con cordones. La terraza les pareció enorme, y ciertamente era muy extensa. Cubierta con una fina capa de grava, tenía aquí y allá unos toques de verde brillante, y zonas invadidas por el musgo. Más allá había una balaustrada de piedra, con una escalera que conducía al parque de abajo. Esa mañana, el césped crecido tenía reflejos plateados. Largos arriates flanqueaban el jardín, llenos de flores anuales marchitas y de húmedas matas de tallos. Un jardinero habría advertido los primeros signos del abandono, pero éstas eran niñas de ciudad y lo que advirtieron fue la ensortijada masa de tallos húmedos y el olor húmedo a plantas. A lo largo del jardín, que parecía ser mucho más extenso que la extensa terraza, había un seto de tejos podados, erizado de ramitas y brotes que sobresalían desordenadamente. En medio del seto había un portillo y, pasado éste, árboles, un terreno arbolado, un bosque, se dijeron las niñas.
    —Vayamos al bosque —propuso Penny, como si fuera lo que tenía que decir.
    Primrose vaciló. La mayoría de los otros niños corrían de un lado a otro por la terraza, arrastrando los pies por la grava. Algunos chicos jugaban con una pelota en el césped. El sol salió con todo su esplendor de detrás de una brumosa nube, y los árboles parecieron de súbito brillantes y secretos a la vez.
    —De acuerdo —asintió Primrose—. No tenemos porqué alejarnos.
    —No. Nunca he estado en un bosque.
    —Ni yo tampoco.
    —Tenemos que ir a verlo, ahora que podemos —dijo Penny.
    Había una niña muy pequeña —una de las más pequeñas— cuyo nombre, como le decía ella a todo el mundo, era Alys. Con y griega, les decía a los que sabían deletrear y a los que no sabían, entre los cuales seguramente se contaba. Hacía muy poco que había dejado de usar pañales. Era extraordinariamente bonita, sonrosada y blanca, con grandes ojos azules, y ricitos dorados que le cubrían la cabeza y el cuello y dejaban entrever la piel sonrosada. Al parecer, no había nadie que se hiciera cargo de ella, ningún hermano o hermana mayor. Ni siquiera había sido capaz de lavarse las huellas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas con hoyuelos.
    Alys había hecho varios intentos de juntarse con Penny y Primrose, pero ellas no querían, llenas como estaban de entusiasmo por haberse conocido y por su mutua simpatía. Así pues, les dijo:
    —Yo también voy al bosque.
    —No, no vas —contestó Primrose.
    —Eres demasiado pequeña. Tienes que quedarte aquí —dijo Penny.
    —Te perderás —añadió Primrose.
    —Vosotras no os perderéis. Iré con vosotras —afirmó la criatura, con una encantadora sonrisa destinada a padres y abuelos amantes.
    —No queremos que vengas con nosotras, ¿entiendes? —replicó Primrose.
    —Es por tu propio bien —agregó Penny.
    Alys siguió sonriendo esperanzadamente, y la sonrisa adquirió visos de máscara.
    —No pasará nada —aseguró Alys.
    —Corramos —dijo Primrose.
    Y corrieron; corrieron escalones abajo y a través del césped, y más allá del portillo, bosque adentro. No miraron atrás. Tenían piernas largas, hacía mucho que habían dejado de ser bebés. Los árboles estaban silenciosos a su alrededor, con las ramas extendidas hacia el sol, respirando sin hacer ruido.


    * * *


    Primrose tocó la corteza caliente de los arbolillos jóvenes más cercanos, y se despojó de sus guantes para palpar las grietas y los nudos. Se maravilló de la blancura escamosa y el pardo polvoriento de los plateados abedules, de las hojas blanquecinas de los álamos temblones. Penny escudriñó en la espesura del bosque. Había matorrales, una maraña de zarzas y helechos. No se veía sendero alguno marcado. La oscuridad y la luz iban y venían, atrayentes y misteriosas, por obra del viento que empujaba las nubes por delante del sol.
    —Tenemos que tener cuidado para no perdernos —dijo Penny—. En los cuentos, la gente hace marcas en los troncos de los árboles, desenrolla un ovillo de hilo o deja un rastro de guijarros blancos, para encontrar el camino de vuelta.
    —No hay por qué perder de vista el portillo —señaló Primrose—. Exploremos sólo un poquito.
    Emprendieron la marcha, muy lentamente. Iban de puntillas, abriéndose camino a través de la maleza, que a veces les llegaba hasta los delgados hombros. Niñas de ciudad como eran, no estaban habituadas al silencio. Al principio, la ausencia de ruido humano las llenó de una suerte de temor reverencial, como si, aunque no pudieran planteárselo en estos términos, se hubieran introducido en algún lugar primordial de donde ellas —o los que las habían precedido— provenían, y que por ende reconocían. Poco después empezaron a oír los tenues sonidos del entorno. El parloteo de pájaros invisibles, los trinos repetidos y los gritos de alarma en lo alto, en lo hondo del bosque. Los zumbidos y aleteos de los insectos. El crujido de las hojas secas, los movimientos precipitados en los matorrales. Deslizamientos, toses secas, sonoros chasquidos. Siguieron adelante, señalándose una a la otra enredaderas cubiertas de relucientes bayas de color carmesí, negro, esmeralda, manojos de hongos venenosos, ya escarlata, ya de una palidez espectral, ya de un púrpura de carne muerta, algunos como minúsculas sombrillas, y otros como trozos de carne que brotaran de los troncos de árbol. Descubrieron moras, pero no las recogieron, no fuera a ser que en ese lugar resultaran peligrosas o engañosas. Admiraron desde una prudente distancia los rígidos y tiesos tallos de los aros, tachonados de gruesas bayas rojas. Se detuvieron a observar cómo hilaban las arañas, balanceándose de rama en rama, tirando de sus sedosos cables, reforzando nudos y junturas. Olfatearon el aire, que rebosaba de un olor cálido a setas, y un olor húmedo a musgo, y un olor a savia, y un efluvio lejano a cenizas apagadas.


    * * *


    ¿Lo oyeron o lo olieron primero? Tanto el sonido como el olor fueron al principio infinitesimales y dispersos. Ambos dieron la extraña impresión de provenir —en oleadas— de todo el perímetro del bosque. Ambos fueron creciendo muy despaciosamente en intensidad y ambos llegaban entremezclados, un sonido y un olor constituidos por muchos sonidos y olores dispares. Un crujido, un chasquido, una presión, un golpe sordo combinado con un martilleo de trilladora y mayal, y, sumado a todo esto, un chillido de vapor borboteante que se elevaba, bullía, estallaba, lleno de burbujas y flatulencias, de siseos y explosiones, de degluciones y regüeldos. El olor era peor que el sonido, y más agresivo. Era un olor penetrante a putrefacción, el olor a cosas agusanadas en el fondo de cubos de basura abandonados, el olor a desagües atascados y pantalones sin lavar, mezclado con el olor a huevos podridos, a alfombras carcomidas y a sábanas viejas manchadas. Los olores y sonidos nuevos y corrientes del bosque, de hojas y humus, pelo y plumas, se extinguieron como luces, por así decirlo, cuando la atmósfera de la cosa la precedió. Las dos niñitas cruzaron una mirada y se cogieron de la mano. Sin hablar y llevadas por el instinto, se agazaparon detrás de un tronco caído, y temblaron cuando la cosa salió a la luz.
    Su cabeza pareció adquirir forma entre los árboles, o hacerse visible primero a la distancia. El rostro —que era triangular— semejaba una máscara de carne o caucho sobre el bulbo informe y protuberante de una cabeza como un nabo monstruoso. Su color era el de la carne desollada, acribillada por los gusanos, y en su expresión no había cólera ni avidez, sino la más pura angustia. El rasgo más distintivo era una boca enorme con las comisuras caídas, contraída por una especie de dolor. Los labios eran finos y tumefactos, como verdugones dejados por un látigo. Tenía unos ojos blancos y opacos, ciegos, bordeados de pestañas carnosas y de cejas como tentáculos de una anémona de mar. La cara colgaba cerca del suelo y se aproximaba a las niñas balanceándose entre gruesos antebrazos, rollizos, fuertes y en jarras, como un híbrido de lavandera monstruosa y dragón primitivo. La piel de esos antebrazos era reluciente y estaba salpicada de pintas de todos los colores, desde el verde del moho hasta el marrón rojizo del hígado crudo y el blanco sucio de la podredumbre seca.
    El resto del descomunal cuerpo parecía una combinación de piezas pegadas, como cartón piedra todavía húmedo, o el caparazón de piedras, pajas y tallos con que el frígano se protege bajo el agua. Tenía forma tubular, como la tiene un zurullo, una amalgama provisional. Estaba constituido por carne maloliente y vegetación pútrida, pero también le colgaban velos membranosos y prótesis de materiales artificiales, trozos de alambrera, trapos sucios, lana de alambre con restos de estropajos, tuercas y tornillos herrumbrosos. Tenía débiles tocones y muñones a modo de patas delgadísimas, que crecían en todas las direcciones, oscilantes y ondulantes como los pies con ventosas de una oruga o las cerdas vibrátiles de ciertos ciempiés. Avanzaba sin descanso, torciendo y aplastando todo lo que encontraba a su paso, arbustos incluidos, pero no los árboles robustos, que sorteaba torpemente. Las niñas observaron, con una fascinación preñada de horror, que, cuando la cosa se encontraba con un pedrusco puntiagudo o un tronco de árbol delgado, se dejaba escindir a lo largo y, hendido en dos o tres gusanos más pequeños, lo rodeaba reptando perezosamente, para luego reunificarse con una sacudida. Su progreso era dolorosamente lento, muy maloliente y, al parecer, muy penoso, porque gemía y gimoteaba en medio de sus otros gorgoteos y eructos. Las niñas pensaron que no podía ver o que, al menos, era indudable que no veía con claridad. La cosa encorvada y su hedor pasaron a uno o dos metros del tronco tras el que se cobijaban, dejando a su paso un reguero de baba sanguinolenta entremezclada con follaje muerto, endurecido y reseco.
    El extremo de su cuerpo era chato y romo, casi transparente, como el de algunas lombrices.
    Cuando hubo desaparecido, Penny y Primrose, arrodilladas en el musgo y las hojas muertas, se tendieron los brazos una a otra y se estrecharon, sacudidas por los sollozos. Luego se pusieron de pie, siempre en silencio, y, cogidas de la mano, miraron el rastro de destrucción y aniquilamiento, que salía serpenteando del bosque para después volver a éste. Regresaron cogidas de la mano, sin mirar atrás, temerosas de que el portillo, el jardín, los escalones de piedra, la terraza y la enorme casa se hubieran transfigurado, o que simplemente ya no estuvieran. Pero los chicos seguían jugando al fútbol en el jardín, un grupo de niñas saltaba a la comba y cantaba con voz aguda en la grava. Se soltaron de la mano y entraron en la casa.
    No volvieron a hablarse.


    * * *


    Al día siguiente las separaron y las enviaron con familias desconocidas. El tiempo que permanecieron con estas familias —Primrose en una granja de productos lácteos, Penny en la casa del párroco— no fue de hecho muy prolongado, si bien en esa época parecía discurrir muy lentamente y no tener fin. Estas familias extrañas semejaban mundos oníricos en los que se hubieran extraviado, ignorantes de las reglas físicas o sociales que los regían. Más tarde, si recordaban la evacuación, era del modo en que se recuerdan los sueños, con ayudas mnemotécnicas concebidas para recuperar lo que se desvanece con el despertar. Así, Primrose recordaba el sonido de la leche al salpicar en la paja, y Penny recordaba el contorno anguloso de los corsés vacíos de la mujer del párroco, colgando en la cuerda para tender la ropa. Recordaban los villanos de los dientes de león, pero no es posible recordar algo así de cualquier parte y cualquier época. Recordaban la cosa que habían visto en el bosque, en cambio, tal como se recuerdan esos contados sueños —casi todos pesadillas— que tienen la cualidad de la vida misma, no de un fantasma ni de un escenario provisional y cambiante. (Sin embargo, ¿qué son los sueños sino la vida misma?) Recordaban una carne demasiado sólida, un hedor demasiado nítido, un golpeteo y un susurro que excitaban los nervios y cartílagos de sus oídos en crecimiento. En su memoria, como en tales sueños, sentían: «No puedo escapar, es una cosa real en un lugar real».
    Como muchos otros evacuados, volvieron tan pronto de la evacuación que aún vivieron la guerra en la ciudad: bombardeos aéreos, un resplandor y un bramido sobrenaturales, paisajes cambiados, agujeros en el mundo allí donde habían estado los muertos recientes. Ambas perdieron a su padre. El padre de Primrose estaba en el ejército y murió, casi al final de la guerra, a bordo de un transporte de tropas sobrecargado hundido en el Lejano Oriente. El padre de Penny, un hombre mucho mayor, trabajaba en el cuerpo auxiliar de bomberos y murió en una cortina de fuego en East India Docks, a orillas del Támesis, mientras arrojaba agua con una raquítica manguera. Acabada la guerra, a ambas les resultó muy difícil recordar a estos dos hombres diferentes. Las sujeciones de la memoria no lograban asir a los ahogados y los quemados vivos. Primrose veía una sonrisa tonta bajo una gorra caqui, porque su madre conservaba una foto. Penny creía recordar a su padre, canosoya, sacudiéndose la ceniza de las botas y las vueltas del pantalón y poniéndose el casco antes de salir. Creía recordar un ligero temblor de miedo en su fatigado rostro, y los músculos sosegados por la determinación. No era mucho lo que cualquiera de ellas recordaba.


    * * *


    Después de la guerra, sus destinos siguieron siendo semejantes y distintos. La madre viuda de Penny se consagró a su pena, cerró su rostro y sus cortinas, se movía con rigidez, como una autómata, y leía poesía. La madre de Primrose se casó con uno de los muchos admiradores, visitantes y parejas de baile que había tenido antes de que se hundiera el barco, dio a luz a otros cinco hijos, y sufrió de varices y de la tos del fumador. Cuando el rubio de su pelo se apagó, se tiñó con agua oxigenada. A causa de la guerra, Penny y Primrose, ambas hijas únicas, vivieron a partir de entonces en familias amputadas o irreales. Penny se enamoró de profesores poetas, y a su debido tiempo —era una chica inteligente— fue a la universidad, donde escogió la carrera de Psicología Evolutiva. Primrose recibió poca educación. Continuamente tenía que faltar a la escuela para ocuparse de los otros. También ella se tiñó con agua oxigenada los rizos rubios cuando se volvieron castaños y perdieron su brillo. Engordó mientras Penny adelgazaba. Ninguna de las dos se casó. Penny se hizo psicóloga infantil y trabajaba con los niños maltratados, desplazados o trastornados. Primrose hacía un poco de esto y un poco de aquello. Fue camarera. Trabajó en una tienda. Prestó ayuda en diversas guarderías parroquiales y en reuniones del Ejército de Salvación, y así descubrió que tenía talento para relatar historias. Se convirtió en la tía Primrose, con su propio repertorio de cuentos. Se ocupaba de contar historias en jardines de infancia y de animar fiestas infantiles. Era muy reclamada en Halloween, y tenía su propio círculo de sillas de plástico amarillo brillante en un centro comercial de los alrededores, donde cuidaba a los niños de mujeres agobiadas y, mientras los vigilaba, les ofrecía un estremecimiento de miedo y de terror que los hacía rebullir de placer.


    * * *


    La casa envejeció de una manera diferente. Durante ese periodo —mientras las niñitas se convertían en mujeres— fue cedida al Estado, que la transformó en un museo viviente donde aún habitaban los descendientes en carne y hueso de quienes la habían alzado, demolido, ampliado con una nueva ala, reducido cerrando un corredor. En horarios precisos se hacían visitas guiadas. En el curso de esas visitas, la sala de baile y los salones privados se cerraban al paso con gruesas cuerdas carmesí sujetas a pedestales de latón. Los aburridos y los curiosos se asomaban para observar las camas con dosel y los sillones de seda rosa, las fotografías con marco de plata de la familia real en tiempos de guerra, los agrietados retratos del Renacimiento y el Siglo de las Luces de reinas muertas mucho tiempo atrás y de antepasados solemnes o plácidamente pensativos. En la habitación donde los evacuados habían comido sus alimentos racionados, se exhibía la historia de la casa en carteles, en vitrinas, con noticias útiles y ejemplares abiertos de viejos diarios íntimos y anales. Había reproducciones de las pinturas famosas que se habían mantenido ocultas allí durante la guerra. Una placa recordaba a los muertos de la casa: un jardinero, un ayudante de jardinero, un chófer y un hijo de la familia. Había asimismo fotografías de las camas del hospital militar, y de enfermeras empujando sillas de ruedas por el parque. No se hacía ninguna mención de los evacuados, cuya presencia parecía haber sido demasiado efímera para dejar rastro alguno.


    * * *


    Las dos mujeres se encontraron en esta sala un día de otoño de 1984. Habían llegado con un grupo de personas que iban de dos en dos detrás del guía, charlando entre sí, y habían preferido rezagarse entre las imágenes y los recuerdos, antes que fisgonear en el cuidado desorden de caballeros y damas ausentes expuesto en mesillas de salón y escritorios. Deambulaban por la sala, cada una a solas consigo misma, en direcciones opuestas, sin darse por enteradas de la presencia de la otra. Ambas habían perdido a su madre esa primavera, con una semana de diferencia, aunque ellas desconocían esa coincidencia. Su muerte las había llevado a pensar en tomarse unas vacaciones, y las dos habían elegido esa parte del mundo. Penny llevaba un traje de pantalón color carbón y sombrero de terciopelo negro. Primrose vestía una larga chaqueta floreada de punto sobre un jersey de cachemira rosa nacarado, y una larga falda susurrante de cintura elástica, con un estampado mostaza. Sus caderas y sus pechos eran voluminosos. Se encontraron porque, en el mismo momento, ambas entrevieron una imagen en un libro ilustrado que tenía un aire medieval. Primrose pensó que se trataba de un libro muy antiguo. Penny supuso que era una imitación medieval del siglo XIX. La imagen mostraba a un caballero a pie, en un bosque, a punto de descargar su espada contra algo. El caballero resplandecía en la curvatura de la página, bajo la luz que captaba el dorado de su yelmo y su cinturón. No era posible ver qué se disponía a matar. La causa era que, tanto por lo enmarañado de la vegetación de la estampa como por el modo en que se exhibía el libro en la vitrina, el enemigo, o la víctima, quedaba en sombras.
    Ninguna de las dos sabía leer las letras antiguas (o supuestamente antiguas) del texto que acompañaba a la ilustración. Bajo el libro había una explicación, o descripción, escrita a máquina, mecanografiada con una cinta gastada y con una presión despareja en las teclas. Tuvieron que inclinarse hacia delante para leerla y para descifrar la leyenda que se abría paso en el grueso lomo del libro, o que escapaba de él, y así fue como llegaron a ver la cara de la otra, muy cerca, en el cristal transparente que las reflejaba. Sus rostros reflejados y transparentes perdían los detalles —el carmín agrietado de los labios, las bolsas bajo los ojos, los delgados surcos de las arrugas— y parecían a la vez más jóvenes y más grises, menos sólidos. Y así fue como llegaron a reconocerse, cosa que tal vez no habrían hecho, la cara rolliza frente a la cara huesuda. Susurraron el nombre de la otra, Penny, Primrose, y su aliento empañó el cristal y veló al caballero y su oponente. Casi me muero, casi me lo hago encima, se dijeron más tarde Penny y Primrose, y ambas vivieron este silencioso momento como una conmoción profunda y peligrosa. Aun así se quedaron quietas, con las cabezas juntas e inclinadas, las piernas temblorosas, las rodillas entrechocándose, y leyeron la leyenda del pie, que hablaba del repugnante Gusano, el cual, según decía la tradición, había infestado la región y había muerto más de una vez a manos de vástagos de la casa, sir Lionel, sir Boris, sir Guillem. El Gusano, explicaba el texto escrito a máquina, era un gusano inglés, no un dragón europeo, y, a semejanza de la mayoría de ellos, carecía de alas. Algunos de los que lo habían avistado declaraban que tenía patas —manos o pies— rudimentarias. Según otros no poseía miembros. En su forma monstruosa, compartía la capacidad de los gusanos comunes o de jardín de desarrollar rápidamente una nueva cabeza o tronco si se lo dividía, de manera que dos o más gusanos reemplazaban al original. Ésa era la razón de que lo hubieran matado tantas veces, y que no obstante reapareciera. Lo habían visto desplazándose con un enjambre de crías reptantes, pero éstas bien podían ser simples segmentos revivificados. El papel mecanografiado estaba sujeto con chinchetas y parecía continuar en otra parte, en alguna página no visible, no expuesta a los visitantes.


    * * *


    Siendo como eran inglesas, el recurso en el que pensaron fue el té. Había un salón de té cerca de la casa solariega, en una cuadra reformada de la parte trasera. Permanecieron en silencio, lado a lado, sosteniendo una bandeja de plástico salpicada de escaramujos, y compraron bollos, mermelada de frambuesa de primera calidad en un minúsculo bote, y unos pequeños tubos de nata cuajada.
    —No se podía conseguir nata ni mermelada de verdad durante la guerra —dijo Primrose en voz baja cuando se sentaron en una mesa de un rincón.
    Añadió que el racionamiento durante la guerra la había convertido en una golosa impenitente, y la delgada Penny asintió: la nata cuajada seguía siendo un enorme placer.
    Se observaron una a otra con cautela, e intercambiaron retazos anodinos de su biografía en un tono educadamente mesurado. Primrose pensó que Penny estaba demacrada, y Penny pensó que Primrose estaba avejentada. Establecieron la maraña de coincidencias: los padres muertos, su condición de solteras, su dedicación profesional al cuidado de los niños, la reciente muerte de sus madres. Avanzando en círculos como los batidores, se fueron aproximando a la cosa secreta del bosque. Hablaron de un modo cortés sobre la mansión. Primrose admiraba la calidad de las alfombras. Penny dijo que era agradable ver las viejas pinturas colgando otra vez en las paredes. Primrose comentó que resultaba extraño, la verdad, que hubiera todos esos documentos históricos y ninguna constancia de que ellos, los niños, hubieran estado allí. No, repuso Penny, figuraba la historia de la familia, y de los soldados heridos, pero no la de ellos, tal vez porque eran demasiado insignificantes. Demasiado pequeños, corroboró Primrose con un gesto de asentimiento, sin saber a ciencia cierta qué quería decir con «demasiado pequeños». Era curioso, dijo Penny, que se hubieran reencontrado delante de ese libro, con esa imagen. Me da escalofríos, añadió Primrose sin mirar a Penny, con una vocecita tan tenue como una tela de araña. Nosotras vimos a esa cosa. Cuando estuvimos en el bosque.
    Es verdad, dijo Penny. La vimos.
    ¿Nunca te preguntaste si realmente la habíamos visto?, preguntó Primrose.
    Jamás, afirmó Penny. Quiero decir, no sé qué es lo que vimos, pero siempre estuve totalmente segura de que la habíamos visto.
    ¿Ha cambiado… o la recuerdas bien?
    Era una cosa horrible, y sí, la recuerdo muy bien, no he podido olvidar ni un solo detalle. Y sin embargo olvido toda clase de cosas, dijo Penny con una voz débil, una voz evanescente.
    ¿Y alguna vez dijiste algo de esto a alguien, hablaste de esto?, inquirió Primrose con tono apremiante, inclinándose hacia delante con las manos crispadas en el borde de la mesa.
    No, contestó Penny. No lo había hecho. ¿Quién podía creer tal cosa, quién iba a creerles?
    Eso mismo pensé yo, dijo Primrose. No hablé de ello. Pero lo tengo fijo en la mente como una tenia solitaria en el intestino. Creo que no me hace ningún bien.
    A mí tampoco me hace bien, reconoció Penny. Ningún bien. He pensado en todo esto, le dijo a la mujer envejecida sentada frente a ella, cuyo rostro temblaba bajo los rizos dorados teñidos. Creo… Creo que hay cosas que son reales, más reales que nosotras mismas, pero que rara vez nos cruzamos en su camino, o no se cruzan ellas en el nuestro. Puede ser que en los momentos muy malos entremos en su mundo, o nos demos cuenta de lo que hacen en el nuestro.
    Primrose sacudió la cabeza enérgicamente. Daba la impresión de que compartir todo aquello le procuraba alivio, y Penny, para quien no representaba un alivio, hizo una mueca de dolor.
    —A veces pienso que esa cosa acabó conmigo —le confesó Penny a Primrose, con una vocecita infantil que salía de una garganta de mujer y que arrancó al rostro de Primrose una temerosa sonrisa de niña que no era una sonrisa.
    —Pero fue con ella con la que acabó, ¿no? —dijo Primrose—, con esa cría. Se cruzó en su camino, ¿no es así? Y, cuando la cosa se fue, ella no estaba por ninguna parte. Así fue comopasó.
    —Nadie preguntó nunca por ella, ni la buscó —añadió Penny.
    —Me pregunto si no la habremos inventado —dijo Primrose—. Pero no lo hice, no lo hicimos.
    —Se llamaba Alys.
    —Con y griega.
    Habían visto un revoltijo, un revoltijo asqueroso, recordaron, pero no había ningún signo de algo que pudiera haber sido una niñita insistente llamada Alys, ni nada que hubiera formado parte de ella ni le hubiera pertenecido.
    Primrose se encogió de hombros con gesto voluptuoso, dejó escapar un profundo suspiro, y acomodó sus carnes en la ropa.
    —Bueno, sea como sea, ahora sabemos que no estamos locas —declaró—. Penetramos en un misterio, pero no fue invento nuestro. No fue una ilusión. Así que ha sido una suerte que nos encontráramos, porque ya no tenemos por qué tener miedo de estar locas, ¿no? Podemos seguir adelante, por así decirlo.


    * * *


    Acordaron cenar juntas al día siguiente. Se alojaban en pensiones distintas, y ninguna de las dos pensó en intercambiar las direcciones. Eligieron un restaurante de la plaza principal del pueblo —El estofado de Serafina— y una hora, las siete y media. Ni siquiera contemplaron la posibilidad de pasar el día juntas. Primrose hizo una excursión en autobús. Penny encargó unos bocadillos y dio un largo paseo solitario. El cielo estaba gris y caía una suave llovizna. Las dos volvieron con dolor de cabeza a su alojamiento, y se hicieron un té con las bolsitas y el calentador eléctrico incluidos en el servicio de habitaciones. Se sentaron en la cama. La cama de Penny tenía una colcha con rosas silvestres. La de Primrose, un edredón con funda de algodón a cuadros blancos y negros. Encendieron la televisión, miraron el mismo programa de concursos, oyeron las risas exageradamente alegres. Penny se lavó de un modo un tanto frenético en su minúsculo cuarto de baño; Primrose se cambió despaciosamente la ropa interior y se puso medias limpias. De pie entre el cuarto de baño y el armario, Penny vio que el aire de la habitación se llenaba con una suerte de humo gris. Al revolver en la maleta en busca de una blusa limpia, Primrose se sintió mareada, como si la alfombra estuviera girando. ¿Qué iban a decirse?, se preguntaron, y se dejaron caer pesadamente y sin aliento en el borde de la cama. ¿Por qué?, dijo la confusa mente de Primrose; ¿por qué?, se interrogó Penny crudamente. Primrose dejó la blusa y subió el volumen del televisor. Penny caminó hasta la ventana. Tenía una buena vista, con un romántico trozo de landa que se elevaba hasta una cima recortada contra el cielo. La noche se había apoderado de ella; la tierra estaba negra; las luces de las casas se filtraban débilmente en la oscuridad.
    Llegaron las siete y media y pasaron, y ninguna de las dos mujeres se movió. Ambas se imaginaron a la otra esperando en una mesa, observando la puerta que se abría y se cerraba. Ninguna se movió. ¿Qué podrían haber dicho?, se preguntaron, pero lo hicieron con escaso interés. Estaban habituadas a no preguntar demasiado, habían tenido mucha práctica.


    * * *


    Al día siguiente las dos pensaron intensamente en el bosque, aunque de manera indirecta. Era una mañana primaveral, excelente para los bosques, y las nubes cargadas de agua del día anterior habían dado paso a un sol radiante, con una brisa suave y un calor muy leve. Penny pensó en el bosque, se calzó unos zapatos cómodos y, como si se evadiera, salió en la dirección opuesta. Primrose no era dada al razonamiento. Se sentó ante su desayuno, que era inglés y copioso, tocino y champiñones, tostadas y miel, y dejó que los sentimientos que le inspiraba el bosque afloraran a su piel, con aguijonazos y retortijones. El bosque, el bosque real e imaginado —tanto antes de entrar en él con Penny como después de haberlo hecho—, había sido siempre a la vez una fuente de atracción y una fuente de malestar, que se difuminaba en terror. En los bosques la luz era más dorada y con una sombra más oscura que cualquier luz en las terrazas de la ciudad, incluso que el resplandor de los bombardeos. El dorado y las sombras se entrelazaban, como una promesa de vitalidad. Habían visto algo amorfo y hediondo, pero el bosque persistía.
    Así pues, sin pronunciar una frase en su mente —«Voy a ir»—, sino apaciguando su estómago, fortificando sus rodillas y apretando ligeramente los puños, Primrose decidió que iría. Y se encaminó directamente allí, con el hambre saciada, y llegó con el primer cargamento de turistas cuando aclaraba la mañana, para luego escabullirse y tomar el camino que una vez habían tomado, a través del césped y más allá del portillo.
    El bosque era casi el mismo, pero más espeso y más atractivo con su nuevo verdor. El cuerpo de Primrose decidió ir en una dirección completamente diferente de la que las niñas habían seguido. Nuevos helechos se desenroscaban con una fuerza serpentina. La lluvia del día anterior aún brillaba en las laxas hojas jóvenes de los avellanos y en los hilos de las telarañas. Pequeñas gargantas emplumadas, encima de ella y en las profundidades del bosque, lanzaban trinos y gorjeos embrujadores para afirmar su posición de machos y defender su territorio, lo cual era para Primrose simplemente el coro. Oyó un cacareo y vio un destello de un bellísimo rosa carne, todo de plumas, y un reflejo azul. No era buena en el reconocimiento de pájaros, pero logró reconocer «un petirrojo» —había uno brincando de rama en rama—, «un mirlo» resplandeciente como el azabache, y «un herrerillo» que hacía cabriolas, delicado, azul y amarillo, un trozo menudo de vida ardiente. Siguió avanzando a buen paso, distrayéndose siempre con los brillos y reflejos que captaba con el rabillo del ojo. Descubrió un terraplén cubierto de musgo en el que crecían ramilletes de prímulas —la flor cuyo nombre ella llevaba— y, en la calidez de su corazón, que latía con afán en su pecho, lotomó vagamente como una buena señal, una señal personal. Recogió unas pocas, acarició sus pálidos pétalos, enterró la nariz en ellas, olió su suave aroma dulzón a miel, miel primaveral sin el zumbido del verano. Sabía más de flores que de pájaros porque, cuando era pequeña, en las estanterías de la escuela había un libro,
Las hadas de las flores
, con las flores primorosamente ilustradas, acederilla y pamplina, pimpinela y madreselva, flores que ella nunca había visto, acompañadas de criaturas humanas verdaderamente hermosas, todos niños, desde bebés a muchachitas y muchachitos, vestidos con el azul y el dorado, el rojizo y el morado de las flores y frutos, caminando, bailando, delicadas figuraciones materiales de la vida esencial de las plantas. Y ahora, al deambular por el bosque, las vio y las reconoció, anémonas y brionias, consueldas y ortigas blancas, y —pese al lugar donde se encontraba— sintió el agradable roce de lo invisible, de la vida invisible que bullía en las hojas y a lo largo de los tallos, pese al lugar donde se encontraba, pese a lo que no había olvidado haber visto allí. Cerró los ojos por un instante. El sol destellaba y destellaba. Veía fulgores y centelleos por doquier. Veía estelas de azul intenso, más en el interior del bosque y entre los troncos de los árboles, y la luz que las bañaba.
    Se detuvo, inquieta por el ruido de su respiración trabajosa. No estaba muy en forma. Vio entonces un movimiento fugaz en los helechos, una voluta de piel, delgada y de un rojo encendido, que temblaba en el tronco de un árbol. Vio una ardilla, una ardilla roja, que la observaba desde una rama. Tuvo que sentarse, mientras se acordaba de su madre. Se sentó, un tanto pesadamente, en un montículo de hierba. Los recordaba a todos, Cascanueces y Topito, Tejón y el Lirón Soñoliento, Tritón el Ingenioso y la Rana Fernanda. Su madre no contaba historias y no abría las puertas de mundos imaginarios. Pero era muy hábil con las manos. Todas las Navidades durante la guerra, cuando los juguetes —y, a decir verdad, las telas— estaban fuera del alcance, Primrose se encontraba al despertar con un nuevo animal de peluche de regalo, hecho con piel sintética con botones por ojos y garras de uñas córneas, o, en el caso de los anfibios, hecho con retales de satén y tafetán. Había algo artístico en ellos. La ardilla de peluche era la quintaesencia de una ardilla, el zorro estaba alerta, el tritón era rastrero. No llevaban chaquetas ni gorros antropomórficos, lo que hacía más fácil conferirles una naturaleza imaginaria. Ella creía en Papá Noel, y el descubrimiento de que los juguetes eran obra de su madre, la desaparición de la magia, había representado un duro golpe. Había sido incapaz de sentirse agradecida por la habilidad y la imaginación de su madre, tan poco características de una coqueta como ella. Los animales continuaron acumulándose. Una araña, un Bambi. Por la noche Primrose se contaba historias sobre una mujer-niña, una hechicera que vivía en un bosque encantado, rodeada por un ejército de animales sabios y afables que la amaban y protegían. Dormía atrincherada tras una pila de animales de peluche, así como la casa se atrincheraba durante los bombardeos tras una ineficaz pila de sacos de arena.
    Primrose comprobó que la ardilla era decepcionante, más enjuta y más parecida a una rata que sus gordezuelas primas grises de la ciudad. Pero sabía que era rara y especial, y cuando vio que se alejaba de rama en rama, haciendo restallar su cola desplegada como una vela, asiéndose con sus diminutas manecitas, fue tras ella como si se tratara de un mensajero. La conduciría hasta el centro, pensó, era preciso que llegara al centro. El animalillo podría haber saltado fácilmente fuera de su vista, pensó, pero no lo hizo. Se demoraba y olisqueaba y miraba a su alrededor con nerviosismo, esperándola. Ella se abrió paso entre las zarzas, adentrándose en las sombras más densas y más verdes. Los jugos vegetales le mancharon la falda y la piel. Comenzó a relatarse una historia sobre la perseverante Primrose, que no se daba por vencida y seguía avanzando hacia «el centro». Era imperioso que tuviera una razón para haber ido allí, una razón que tenía que ver con alcanzar el centro. Todas sus historias infantiles eran siempre en tercera persona. «No estaba asustada.» «Se enfrentó a las bestias salvajes, que se encogieron de miedo.» Se había hecho carreras en las medias, tenía los zapatos enlodados y resollaba ruidosamente. La ardilla se paró para limpiarse la cara. Ella aplastó unas campánulas azules y vio las siniestras capuchas de las calas.
    No tenía ni idea de dónde se encontraba, o cuánto había avanzado, pero llegó a la conclusión de que el claro en el que se hallaba era el centro. La ardilla se había detenido y corría arriba y abajo por el tronco de un mismo árbol. Había una especie de montículo cubierto de musgo que, con un poco de imaginación, se habría asemejado casi a un trono. Se sentó en él. «Llegó al centro y se sentó en la silla de musgo.»
    ¿Y ahora qué?
    No había olvidado lo que habían visto, el rostro infeliz de mirada vacía, las poderosas garras, la estela de putrefacción acumulada. No había ido hasta allí para buscar a la cosa ni para enfrentarse a ella, pero había ido porque la cosa estaba ahí. Toda su vida había sabido que ella, Primrose, había estado realmente en un bosque mágico. Sabía que el bosque era una fuente de terror. Nunca había atemorizado a los pequeños que entretenía en fiestas, escuelas, guarderías, contándoles historias de niños perdidos en el bosque. Los atemorizaba con cosas viscosas que trepaban por el desagüe, salían como un enjambre del sifón del inodoro, o golpeteaban en las ventanas por la noche, y eran aniquiladas mediante el coraje y la magia. Había duendes en los vertederos de la ciudad, lejos de las farolas. Pero en sus historias los bosques eran fuentes de encantamiento, con colores brillantes y vida secreta invisible, hadas de las flores y otras criaturas mágicas. Había lugares en que se utilizaban palabras como «lentejuelas» y «perlas» para nombrar gotas reales de rocío sobre hojas reales de acedera. Primrose sabía que el encantamiento y la cosa que habían visto provenían del mismo lugar, que ese resplandor y el hedor ceniciento tenían el mismo origen. Ella los volvía seguros para los niños reduciéndolos a decorados de un espectáculo infantil y a bonitas ilustraciones. No examinaba lo que sabía —era preferible no hacerlo—, pero sabía muy bien lo que sabía, pensó vagamente.
    ¿Y ahora qué?
    Sentada en el musgo, oyó una voz en su cabeza que decía: «Quiero volver a casa». Y se oyó lanzar una risita amarga, enteramente de persona adulta, porque ¿de qué casa hablaba? ¿Qué sabía ella de tener una casa?
    Vivía encima de una tienda de comida china para llevar. Tenía una peligrosa rinconera en la que cocinaba, una cama, un riel para colgar ropa, un sillón deformado por generaciones de traseros. Pensó en este lugar, y se le apareció en desvaídos tonos pardos y crema, oculto tras volutas de vapor de la cocina china, impregnado de olor a cerdo guisándose y caído de pollo en ebullición. Su casa no era real, como eran reales las robustas ramas y raíces del bosque, no tenía miel de prímulas ni lentejuelas ni perlas. Los animales de peluche, o algunos de ellos, estaban amontonados en la cama y la alfombra, con la piel ajada, la prístina mirada desaparecida de los ojos rayados. Sentada allí, en el trono de musgo del centro, pensó en lo que uno piensa que es real. Cuando su madre había entrado, sollozando, para decirle «Papá ha muerto», ella se había preguntado si tendrían de postre pudin de tapioca o de sémola, y si habría mermelada, y a continuación había pensado que la nariz goteante de su madre era horrible, y que daba la impresión de que estaba fingiendo. Aún hoy recordaba la sémola y la mermelada de mora, más bien asquerosa, su sabor y su textura; entonces ¿esto era real, esto era la casa? Más tarde había inventado la imagen de un mar turbio azul verdoso bajo un sol dorado, en el que una enorme columna blanca de aguas arremolinadas se alzaba de un barco que se iba a pique. Era una imagen muy hermosa, pero no era real. No conseguía acordarse de su padre. Se acordaba de la cosa del bosque, y se acordaba de Alys. El hecho de que el montículo cubierto de musgo tuviera bonitos colores —carmesí y esmeralda, dijo, y nombró al azar: culantrillo— no significaba que no recordara a la cosa. Recordó lo que había dicho Penny acerca de «cosas que son más reales que nosotras». Ella había encontrado una. Allí, en el centro, el surtidor de agua era más real que la sémola, porque estaba en el lugar en que reinaban tales cosas. La palabra que halló fue «reinaban». Había entendido algo, y no sabía qué era lo que había entendido. Quería desesperadamente volver a su casa, y quería no moverse nunca. La luz era hermosa en las hojas. La ardilla agitó la cola y de improviso se marchó, saltando entre las ramas. La mujer se puso trabajosamente en pie y se lamió los arañazos de las zarzas en el dorso de las manos.


    * * *


    Penny había salido en lo que suponía que era la dirección contraria. Caminaba a buen paso, siguiendo los setos vivos y los caminos que bordeaban los campos, y de vez en cuando franqueaba una cerca gracias a los escalones que había a tal efecto. Durante el primer trecho de camino mantuvo los ojos fijos en el suelo, y el oído atento a sus propios pasos, como si éstos perturbaran a los rastrojos y los guijarros. Pisoteaba las arvejas y las pamplinas, y se volvía para mirar el rastro de plantas aplastadas. Recordaba a la cosa. La recordaba diariamente con toda nitidez. ¿Por qué estaba en esa parte del mundo, si no era para arreglar cuentas con ella? Pero seguía avanzando, advirtiendo y no advirtiendo que la forma de los campos y la configuración del terreno torcía su recorrido y le hacía describir la sinuosa curva de una hoz. Mientras el día transcurría, ella encontró su ritmo y alzó los ojos para admirar el trigo recién crecido en los surcos, una distante alondra. Cuando vio el bosque en el horizonte supo que era el bosque, aunque lo estaba viendo desde una perspectiva nueva que lo hacía parecer encaramado en un altozano cónico, como si unos anillos de fuerza lo hubieran asido y estrujado. Los árboles eran frondosos y tentadores. Era casi el crepúsculo cuando llegó. Las sombras se espesaban, las zonas oscuras de la enmarañada maleza se oscurecían. Ascendió la cuesta, y franqueó una cerca descubierta súbitamente.
    Una vez dentro del bosque se movió con cautela, como si la estuvieran cazando o como si ella misma fuera a la caza. Se quedó completamente inmóvil y olisqueó el aire en busca de la podredumbre que recordaba; escuchó los sonidos de los árboles y las criaturas, tratando de distinguir un lejano martilleo de trilladora y un arrastrarse. Olió una podredumbre, pero era una podredumbre normal, hojas y tallos que se descomponían para volver a la tierra. Oyó sonidos. No el canto de los pájaros, pues el día ya llegaba a su fin, sino alguno que otro graznido ronco de advertencia, el crujido de algo, el trémulo estremecimiento de algo más. Oyó los latidos de su corazón en el aire marrón que se espesaba.
    Había apostado por la libertad y se había alejado, y alejándose había llegado allí, como sabía que ocurriría. No tenía sentido buscar troncos de árbol o matas de hierba conocidos. Habían tenido toda una vida, la propia vida de ella, para volverse irreconocibles.
    Comenzó a pensar que distinguía oscuros túneles en la maleza, donde algo habría podido revolcarse y deslizarse. Brotes aplastados, tallos y hojas quebrados, nada de ello muy reciente. Había cosas prendidas en lasespinas, tenues jirones incoloros de lana o piel húmeda. Escudriñó los túneles y observó dónde se concentraban más los restos. Se obligó a introducirse en la oscuridad, encorvada y por momentos a cuatro patas. El silencio era denso. Encontró cosas que recordaba, lombrices de lana de tejer, fibras de paños de algodón, tiras de papel pegadas. Encontró extraños tubos membranosos con forma de salchicha, que contenían pelos, fragmentos de huesos y otras materias inanimadas. Eran como monstruosos excrementos de búho, o como las bolas tubulares de pelo que vomitan los gatos. Penny siguió avanzando, apartando con cuidado las fustigantes zarzas y los gruesos tallos. La cosa había estado allí, pero ¿hacía cuánto tiempo? Cuando se detuvo y olfateó el aire, y aguzó los oídos, no había nada más que el bosque adormecido.
    De improviso salió a un lugar que recordaba. El claro era más grande, los árboles más gruesos y añosos, pero el tronco caído tras el cual se habían escondido aún seguía allí. El lugar era casi un campamento fantasma. De los árboles del contorno colgaban raídos gallardetes y banderines, como las raídas banderas, chamuscadas y desgarradas, de la capilla de la casa solariega, con sus manchas marrones de tierra o sangre. La cosa había estado allí, nunca se había ido.
    Penny dio vueltas lentamente por el claro como una sonámbula, observándose como uno se observa en un sueño, buscando cosas. Encontró un pasador de pelo de falso carey y un botón de zapato con su eje de metal. Encontró el esqueleto de un pájaro, muy reciente, aplastado, con unas pocas plumas adheridas. Encontró fragmentos ambiguos y varios dientes, de diversas formas y tamaños. Encontró —diseminados por los alrededores, semiocultos entre las raíces, manchados de verde pero de un blanco brillante— una colección de huesecillos, dedos de manos o pies, una costilla y, por último, una caja craneana y una frente. Pensó en meterlos en su mochila, pero luego se dijo que no podía, y los apiló al pie de un acebo. No era anatomista. Al menos algunos de los huesos más pequeños podían ser de un tejón o un zorro.
    Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra el tronco caído. Pensó que tal vez tenía que buscar algo con que cavar un hoyo, para enterrar los huesecillos, pero no se movió. Ahora me observo como uno hace en un sueño mientras está a salvo, pensó, pero entonces, cuando la vi, era uno de esos sueños horrorosos en que uno está dentro, en que uno no puede escapar. Excepto que no era un sueño.


    * * *


    Había sido su encuentro con la cosa lo que la había llevado a interesarse profesionalmente en los sueños. Algo que parecía irreal se había aproximado bamboleándose, serpenteando, había penetrado pesadamente en la realidad, y ella lo había visto. De niña era muy aficionada a la lectura; pero, después de haber visto a la cosa, había sido incapaz de habitar la encantadora y habitual irrealidad de los libros. Se había vuelto diestra en estudiar lo que no se podía ver. Se interesó en los muertos, que habitaban la historia real. Se vio atraída por las fuerzas invisibles que se agitaban en las moléculas y hacían que éstas se aglomeraran o se dispersaran. Se había convertido en psicoterapeuta «para ser útil». Esto no era del todo exacto o suficiente como explicación. La esquina del manto que cubría lo impensable se había retirado lo bastante para que ella pudiera entreverlo. Ella estaba en ese mundo. No era por casualidad que había acabado por especializarse en niños gravemente autistas, niños que se sacudían nerviosamente, o que golpeaban las cosas, o que se quedaban con la mirada perdida, que permanecían sentados en el servicial regazo de Penny, húmedos y ausentes, y no le relataban sueños, no hablaban de sus proyectos. El mundo que ellos conocían era un mundo real. Penny pensaba a menudo que ése era el verdadero mundo real, del que incluso sus desesperados padres se encontraban parcialmente protegidos. Alguien tenía que ocuparse de los casos perdidos. Penny se creía capaz de hacerlo. La mayoría de la gente no podía. Ella sí.
    Todas las hojas del bosque se pusieron a temblar poco a poco y luego a sacudirse ruidosamente. A lo lejos se oía algo pesado que avanzaba despacio. Penny se quedó muy quieta, expectante. Oyó el viejo ruido sordo, olió la vieja pestilencia. No venía de una dirección; estaba a cada lado, estaba todo alrededor, como si la cosa cercara el bosque, o como si se moviera dividida en múltiples fragmentos, como se explicaba en el antiguo texto. Ya había oscurecido. Lo que era visible carecía de un color distintivo, sólo sombras de tinta y gris elefante.
    Ahora, pensó Penny, y, tan súbitamente como había empezado, la perturbación cesó. Fue como si la cosa hubiera dado media vuelta; ella sintió cómo disminuía el temblor del bosque hasta recuperar la quietud. De pronto, sobre la copa de los árboles, un enorme disco de oro blanco se elevó y quedó suspendido, lo que acentuó las sombras y tiñó de plateado los bordes. Penny recordó a su padre, de pie bajo la fría luz de la luna llena, que decía con una mueca que esa noche probablemente llegarían los bombarderos: había una luna llena brillante y sin nubes. Él había desaparecido en un horno rugiente amarillo rojizo, según Penny había adivinado, u oído, o imaginado. Su madre la había hecho salir antes de dejar hablar al bombero portador de la noticia. Ella se había agazapado como un ratón en la escalera y en los rincones oscuros, tratando de oír lo que se hablaba, de recibir un fragmento de realidad con el que adherirse a la verdad del dolor de su madre. Su madre no quería su compañía, o no podía tenerla. Captó trozos extraños de conversación: «Nada que realmente pudiera identificarse», «absolutamente ninguna duda». Él había sido un hombre amable y fatigado con ceniza en las vueltas del pantalón. Había habido un funeral.Penny recordaba haber pensado que no había nada, o casi nada, en el féretro que sus compañeros bomberos llevaban a hombros; era tan liviano para levantar, tan fácil de depositar en la tabla de mármol del crematorio…
    Era cierto que habían estado viviendo tras las cortinas cerradas a causa de la defensa pasiva, pero su madre había seguido viviendo tras las cortinas cerradas mucho después de que la guerra hubo acabado.
    Recordaba que alguien la había invitado a una merienda, para animarla. Había habido fuegos artificiales de interior, conservados desde antes de la guerra. Fuegos chinos, encendidos en platillos, y un pequeño Vesubio cónico, con una mecha azul y decorado con un dragón rosa y gris. El volcán no había hecho otra cosa que escupir chispas hasta que casi habían dejado de mirarlo, y entonces había vomitado una columna de ceniza increíblemente leve que subió y subió, hasta alcanzar una altura cinco o seis veces mayor que la original, y bruscamente se apagó. Como un panecillo gris, o un zurullo muy viejo. Ella se echó a llorar. Era ingrato de su parte. Se había hecho un esfuerzo al que ella no había respondido.
    La luna había liberado al bosque, por lo que parecía. Penny se puso de pie y se quitó de la ropa los restos de mantillo. Había estado preparada para la cosa, y ésta no había acudido. Ignoraba si su deseo había sido enfrentarse a ella, o comprobar que era tal como ella siniestramente la recordaba; se sintió un tanto decepcionada de verse liberada del bosque. Pero aceptó su liberación y encontró el camino de vuelta a los campos y a su pueblo, siguiendo la brillante estela luminosa de la luna.


    * * *


    Las dos mujeres tomaron el mismo tren para volver a la ciudad, pero no se vieron hasta que descendieron. Los pasajeros se dirigían a la salida apresuradamente o arrastrando los pies, casi todos con la cabeza gacha. Ambas mujeres recordaron cuando habían partido durante la guerra, con sus piernecitas como palillos y las máscaras antigás. Ambas alzaron la cabeza al acercarse a la barrera, no con la esperanza de que estuvieran esperándolas, porque nadie las esperaba, sino de un modo mecánico, para evaluar dónde ir y qué hacer. Vieron la cara de la otra en la oscura penumbra, dos redondeles pálidos y reconocibles, lo bastante alejados para que un intercambio de palabras, e incluso de saludos, resultara incómodo. La falta de luz las reducía a la similitud: órbitas oscuras, boca tensa. Por un instante se detuvieron y simplemente se miraron. En aquella primera ocasión, la cúpula de la estación había estado llena de espirales de vapor, y el aire cargado de ceniza. Ahora, el tren diesel de líneas aerodinámicas y morro chato del que habían bajado era azul y oro bajo una capa de suciedad. Vieron a la otra a través de ese velo negro imaginario que la pena, o el dolor, o la desesperación tienden sobre el mundo visible. Vieron el rostro de la otra y pensaron en la imborrable infelicidad del rostro que habían visto en el bosque. Ambas pensaron que la otra era el testigo que confirmaba con toda certeza la realidad de la cosa, que les impedía refugiarse en la creencia de que la habían imaginado o inventado. Así pues, fijaron en la otra una mirada vacía y desesperada, sin dar signos de reconocimiento, y luego cogieron su equipaje y se alejaron en la multitud.
    * * *
    Penny descubrió que, por alguna razón, el velo negro se había convertido en parte de su visión. Pensaba constantemente en rostros —el de su padre, el de su madre—, ninguno de los cuales conservaba su forma ante el ojo de su mente. El rostro de Primrose, la niñita optimista, la mujer que alzaba los ojos de la vitrina para clavarlos en ella, que la miraba con aire conspirador por encima de la nata cuajada. La pequeña y rubia Alys, con su dulce sonrisa zalamera. La cara semihumana de la cosa. Como si todo dependiera de ello, intentó recordar totalmente esa cara, y sufrió con el detalle de la horrible boca con las comisuras caídas, de la falta completa de sentido de los ojos blancos y ciegos. Las caras presentes eran discos vacíos, lunas sombreadas. Sus pacientes iban y venían, niños perdidos, u ocupados, o atrapados tras su máscara de ensimismamiento o ansiedad o sobreexcitación. Cada vez era más incapaz de distinguir una de otra. El rostro de la cosa estaba clavado en su cerebro y solicitaba celosamente su atención, le impedía concentrarse en su actividad cotidiana. Había vuelto al lugar de la cosa, y no la había visto. Necesitaba verla. Lo necesitaba porque la cosa era más real de lo que ella era. Habría sido preferible no haberla siquiera vislumbrado, pero sus caminos se habían cruzado. La cosa había irrumpido desconsideradamente en su vida, le había sorbido la médula, sin advertir siquiera quién o qué era ella. Volvería y la enfrentaría. ¿Qué otra cosa había?, se preguntó, y se respondió: nada.
    De modo que regresó, sola en el tren mientras los campos pasaban a toda velocidad, y dormitó a lo largo de una noche eterna bajo la colcha con rosas silvestres de la pensión. Esta vez hizo el mismo recorrido de antaño, saliendo de la casa y franqueando el portillo; encontró enseguida el viejo rastro, su mirada atenta descubrió la estela de desechos de la cosa, y muy pronto estaba de vuelta en el claro, donde encontró intacto el túmulo de huesecillos que había dejado junto al tronco de un árbol. Lanzando un leve suspiro, cayó de rodillas, y luego se sentó de espaldas al bosque en descomposición y llamó en silencio a la cosa. Casi de inmediato percibió la perturbación, vio la agitación de las ramas, oyó el lento avance, olió el viejo olor. Era un día gris y ordinario. Cerró los ojos por un breve momento, mientras el ruido y el movimiento se incrementaban. Cuando la cosa llegara, la miraría a la cara, vería lo que era. Juntó las manos en el regazo, sin apretarlas. Sus nervios se relajaron. Su sangre fluyó más lentamente.Estaba preparada.


    * * *


    Primrose se encontraba en el centro comercial, colocando en círculo sus sillas de plástico con los colores del arco iris. Los huesos le crujieron cuando se inclinó sobre ellas. Fuera llovía torrencialmente, pero el centro era como un palacio de cristal encerrado en una caja de vidrio. Bajo las sillas multicolores resplandecía el suelo de mármol moteado. Justo enfrente había una fuente, con luces brillantes que iluminaban el agua verdosa y creaban círculos dorados en torno a los pulidos guijarros y las monedas arrojadas para pedir un deseo. Los niñitos se reunieron a su alrededor: sus madres se despedían de ellos con un beso, les decían que se comportaran bien y escucharan a la amable señora. Todos tenían un vasito de plástico transparente con zumo de naranja y una galleta envuelta en papel de aluminio. Eran de todos los colores: piel negra, piel morena, piel sonrosada, piel pecosa, abrigo rosa, abrigo amarillo, capucha morada, capucha roja. Algunos sonreían y otros lloriqueaban, algunos no dejaban de moverse y otros permanecían quietos. Primrose se sentó en el borde de la fuente. Había decidido qué hacer. Les dedicó su mejor sonrisa, la más cálida, y se arregló los rizos dorados. «Prestad atención», les dijo, «y os contaré algo fabuloso, una historia que nunca se ha contado antes».
    «Había una vez dos niñitas que vieron —o creyeron ver— una cosa en el bosque…»

A.S.Byatt

El libro negro de los cuentos

A. S. Byatt / Material en bruto

A. S. Byatt

    Siempre les decía lo mismo para comenzar:
    —Intentad evitar lo falso, lo forzado. Escribid sobre aquello que verdaderamente conozcáis. Convertidlo en algo nuevo. No inventéis un melodrama por el gusto del melodrama. No intentéis correr, y mucho menos volar, antes de que seáis capaces de andar con comodidad.
    Cada año los fulminaba amistosamente con la mirada. Cada año ellos escribían melodramas. Era evidente que necesitaban escribir melodramas. Había renunciado a decirles que el taller de escritura creativa no era una forma de psicoterapia. De una manera a la vez pasmosa y ridícula, era precisamente eso.
    El taller funcionaba desde hacía quince años. Se había trasladado desde un aula de una escuela a una iglesia victoriana abandonada, convertida en un centro de arte y ocio. El pueblo se llamaba Sufferacre, lo cual se suponía que era una deformación de sulfuris aquae, y era un balneario de aguas termales del condado de Derby venido a menos. Era también su ciudad natal. En los sesenta había escrito una novela rebosante de furia, iconoclasta y escandalosa llamada Chico malo. Se había marchado a Londres en busca de fama, y había vuelto discretamente, diez años más tarde. Vivía en una caravana, en un terreno que no le pertenecía. Recorría grandes distancias, en moto, para dirigir talleres de escritura creativa en pubs, aulas de escuela y centros de arte. Se llamaba Jack Smollett. Era un hombre alto, risueño y rubicundo con largos cabellos dorados, que caminaba arrastrando los pies y llevaba jerséis de punto de trenza de colores oleosos y pañuelos de un rojo brillante. Las mujeres lo apreciaban, como apreciaban a los perros labradores entusiastas. Casi todas —y en sus clases predominaban las mujeres— sentían más deseos de cocinar para él pasteles de manzana y empanadas de Cornualles, que de hacer el amor con él apasionadamente. Creían que no se alimentaba de un modo adecuado (y tenían razón). De tiempo en tiempo, cuando él exhortaba a sus alumnos a ceñirse a lo que conocían, alguien observaba que ellos mismos eran lo que él «realmente conocía». ¿Escribirás sobre nosotros, Jack? No, contestaba siempre, eso sería traicionar vuestras confidencias. Siempre hay que respetar la vida privada de los demás. Los profesores de los talleres de escritura creativa tenían algo en común con los médicos, aun cuando —una vez más— la escritura creativa no fuera una terapia.

    De hecho, había intentado sin éxito vender dos historias diferentes basadas en las confesiones (o invenciones) de sus alumnos. Ellos se le ofrecían como ostras abiertas en platos inmaculados. Compartían con él horror y falso patetismo, ensoñaciones, injurias y venganza. No sabían escribir, sus invenciones eran burdas, y él no lograba encontrar el modo de ejecutar las operaciones necesarias para transformar en hilos de seda la sucia paja, o para convertir los sangrientos trozos de carne cruda en un plato sabroso. Así que cumplía su palabra de no traicionarlos, aunque no enteramente por propia voluntad. Amaba de verdad escribir. Amaba más escribir que cualquier otra cosa, ya fuera el sexo, la comida, el alcohol, el aire puro, incluso el calor. Escribía y reescribía sin cesar, en su caravana. Estaba reescribiendo su quinta novela. Chico malo, la primera, la había escrito de un tirón apenas acabado el bachillerato, y el primer editor a quien la había enviado la había aceptado sin vacilar. Era justamente lo que él había esperado. (Bueno, era uno de los dos guiones  que se representaban en su joven cerebro: el reconocimiento inmediato o la lucha penosa y esforzada. Cuando llegó el éxito, le pareció a todas luces evidente que desde un principio había sido el único resultado posible.) Así que no fue a la universidad, ni aprendió un oficio. Era, como bien sabía, un escritor con mayúscula. De su segunda novela, Sonríe y sonríe, se habían vendido 600 ejemplares, y los restantes se habían tenido que saldar. La tercera y la cuarta —reescritas con frecuencia— estaban en sobres marrones sellados y vueltos a sellar, en una caja de hojalata que guardaba en la caravana. No tenía agente editorial.


    * * *
 

   Los talleres funcionaban de septiembre a marzo. En verano trabajaba en festivales literarios, o en colonias de veraneo en islas soleadas. Se alegraba de reencontrarse con sus alumnos en septiembre. Seguía considerándose rebelde y sin ataduras, pero era una persona de hábitos. Le gustaba que las cosas sucedieran en momentos precisos y recurrentes, de un modo preciso y recurrente. Más de la mitad de sus alumnos eran viejos estudiantes fieles que volvían año tras año. Cada clase tenía un grupo estable de unas diez personas. Al comienzo del año este número solía doblarse por la afluencia de entusiastas recién llegados. Para Navidades muchos de ellos ya habían abandonado, seducidos por otros cursos, intimidados por los asistentes regulares, o vencidos por algún drama doméstico o por lasitud personal. El centro de ocio San Antonio era tenebroso a causa de sus altos techos, y estaba lleno de corrientes de aire a causa de las viejas puertas y ventanas. Los propios alumnos habían llevado estufas de queroseno y unas cuantas lámparas de pie con pantallas que imitaban vidrieras de colores. Las viejas sillas de la iglesia se habían dispuesto en círculo, bajo esas bonitas luces.


    * * *


    Le gustaban las listas de sus nombres. Le gustaban las palabras, era escritor. A veces hablaba de todo lo que Nabokov había extraído de la lista de nombres de los compañeros de clase de Lolita, cuánto revelaba ésta de Estados Unidos, qué imagen más poderosa sugerida por unas pocas palabras. A veces trataba de elaborar una lista imaginaria que pudiera agradarle más que la real. Nunca tenía éxito. Escribía apellidos alusivos equivalentes —Pastor, por ejemplo, por Cura, u Oro por Argenta—, y descubría que su texto reproducía inexorablemente la concatenación precisa que existía en la original. La lista de su clase actual era:
Abbs, Adam
Archer, Megan
Armytage, Blossom
Forster, Bobby
Fox, Cicely
Hogg, Martin
Parson, Anita
Pearson, Amanda
Pygge, Gilly
Secrett, Lola
Secrett, Tamsin
Silver, Annabel
Wheelwright, Rosy
    Estudiaba la lista en busca de vanas simetrías. Pygge y Hogg, deformaciones de «cerdo». Pearson y Parson. El predominio de aes y la ausencia de es y erres. Durante cierto tiempo había mantenido un registro de apellidos que daban cuenta de antiguas ocupaciones desaparecidas: Archer, Forster, Parson, Wheelwright, arquero, guardabosque, pastor, carretero. ¿Abundaban más en el condado de Derby que en otros lugares?
    Luego estaba la lista de las ocupaciones, que también constituía un microcosmos imperfecto.
    Abbs, diácono de la Iglesia anglicana
    Archer, agente inmobiliario
    Armytage, veterinaria
    Forster, cajero de banco en paro
    Fox, solterona de ochenta y dos años
    Hogg, contador
    Parson, maestra de escuela
    Pearson, granjera
    Pygge, enfermera
    Secrett, Lola; estudiante esporádica, hija de:
    Secrett, Tamsin; medio de vida: una pensión alimenticia
(sic)
    Silver, bibliotecaria
    Wheelwright, estudiante de ingeniería
    El trabajo más reciente que sus alumnos habían hecho era:
    Adam Abbs. Un relato sobre el martirio de monjas en Ruanda.
    Megan Archer. La historia del rapto y violación prolongados de un agente inmobiliario.
    Blossom Armytage. Un relato sobre la refinada tortura de dos perros Sealyham.
    Bobby Forster. La historia del vengativo engaño y asesinato de un examinador injusto del examen de conducir.
    Cicely Fox. Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito.
    Martin Hogg. Ahorcamiento, evisceración y descuartizamiento en el reinado de Enrique VIII.
    Anita Parson. Un relato sobre reiterados abusos sexuales y sacrificios satánicos de niños, que se mantienen ocultos.
    Amanda Pearson. Un relato sobre un marido infiel abatido a hachazos por su vengativa esposa.
    Gilly Pygge. Ingenioso asesinato cometido por un cirujano cruel durante una operación.
    Lola Sccrett .Crisis nerviosa de una mujer menopáusica, madre de una hija hermosa y paciente.
    Tamsin Secrett. Crisis nerviosa de una adolescente irresponsable, hija de una madre sabia pero impotente.
    Annabel Silver. Iniciación sadomasoquista de una víctima de la trata de blancas en el norte de África.
    Rosy Wheelwright. Ciclo de poemas de amor lésbico muy explícitos en que intervienen motocicletas.
    Había aprendido a sus expensas a no involucrarse de ningún modo en la vida de sus alumnos. Cuando se había mudado a la caravana había tenido una visión bastante convencional sobre su cálido refugio como un lugar secreto al que llevar mujeres para darse un revolcón, para ligar, para compartir noches veraniegas de desnudez y vino tinto. Había estudiado a sus nuevas alumnas, de un modo sumamente obvio, en busca de candidatas, apreciando pechos, admirando tobillos, comparando las bocas rosas y redondas con las grandes y rojas y las adustas sin maquillaje. Había tenido uno o dos encuentros físicos realmente buenos, uno o dos fracasos con lágrimas, un caso de exceso que lo había llevado a vigilar tembloroso la entrada a su terreno noche tras noche, y a veces a escudriñar espantado por la ventana de la caravana.
    Los escritores creativos son escritores creativos. En las historias escritas con el fin de ser leídas y criticadas en clase empezaron a aparecer descripciones cada vez más detalladas de su ropa de cama, su estufa, las ráfagas de viento contra las paredes de su caravana. Empezaron a circular competitivas descripciones de su cuerpo desnudo. Varones despiadados o cobardes (según quién fuera la escritora creativa) tenían en el pecho un vello espeso o áspero, o un pelo suave como el de un zorro, o matas rojizas erizadas y pinchudas. Una o dos descripciones de penetraciones brutales y pubis atenazados fueron seguidas de una caída de la tensión dramática, tanto en su vida como en el arte. Renunció —para siempre— a llevar mujeres de su clase a su sofá cama. Renunció, para siempre, a hablar individualmente con sus estudiantes o a hacer distinciones entre ellas. El tema del sexo en una caravana se marchitó y no volvió a surgir. Su acosadora se fue a una clase de cerámica, transfirió sus afectos, y fabricó columnas achaparradas, barnizadas con fuego y pintura blanca. Cuando las historias sobre su vida sexual disminuyeron, se volvió misterioso y autoritario, y descubrió que gozaba con ello. La camarera de La Peluca y la Pluma iba a verlo los domingos. Él era incapaz de encontrar las palabras apropiadas para describir los orgasmos de la chica —sucesos prolongados en que alternaban extrañamente un ritmo staccato con otro de temblores—, y eso le molestaba y le agradaba a la vez.    Sentado solo en el bar de La Peluca y la Pluma por la tarde, antes de su clase, leía las «historias» que tenía que devolver. Martin Hogg había descubierto la tortura que consiste en eviscerar a alguien enrollando los intestinos en un huso. No sabía escribir, y Jack pensaba que era mejor así; abusaba de palabras como «espantoso» y «horrible», pero era incapaz, quizá inevitablemente, de hacer surgir en la mente del lector la imagen de un intestino, un huso, el dolor o un verdugo. Jack imaginaba que Martin gozaba con lo que escribía, pero ni siquiera transmitía bien su entusiasmo al supuesto lector. Le impresionó más la fantasía de Bobby Forster sobre el asesinato de un examinador del examen de conducir. Había una cierta intriga, con elementos como unas esposas, cables de freno cortados, una señal indicadora de arenas movedizas que se hacía desaparecer, e incluso una coartada perfecta para el apacible hombre convertido en verdugo. Forster escribía en algunos momentos una frase aguda, sobresaliente, que era memorable. Jack había encontrado una de ellas en Patricia Highsmith, y otra, por pura casualidad, en Wilkie Collins. Había hecho frente a este plagio —con bastante pericia, juzgaba— subrayando las frases y escribiendo en el margen: «Siempre he dicho que leer a los grandes escritores, y empaparse de ellos, es esencial para escribir bien. Pero no hay que llegar al plagio». Forster era un hombre meticuloso, de rostro blanco tras unas gafas redondas. (Su héroe era pulcro y pálido, con gafas que dificultaban ver qué estaba pensando.) En ambas ocasiones dijo con suavidad que el plagio había sido inconsciente, que debía de haber sido una jugarreta de la memoria. Por desgracia, esto había llevado a Jack a sospechar que toda otra elegancia excesiva de estilo era también un plagio.


    * * *


    Llegó a «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Cicely Fox era una alumna nueva. Su redacción estaba escrita a mano, con pluma y tinta, ni siquiera con bolígrafo. Le había entregado el trabajo con una nota despreciativa.
    «No sé si ésta es la clase de cosas a las que se refiere cuando dice que escribamos sobre aquello que realmente conozcamos. Lamentablemente, he visto que hay algunas lagunas en mi memoria. Espero que me perdone por ellas. El texto tal vez carezca de interés, pero su escritura me resultó muy grata.»
    Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito.
    Es extraño pensar en actividades que en otra época formaban de tal modo parte de nuestra vida que parecían inevitables a diario, como caminar y dormir. A mi edad, estas cosas vuelven con su naturaleza contingente, cosas que hacíamos sin precaución con dedos rápidos y la espalda curvada. Hoy día es la dificultad de abrir los envoltorios de plástico, o las relucientes luces parpadeantes del microondas, que semejan velos y sombras.
    Tomemos la pasta de grafito. Los fogones de las cocinas de nuestra infancia y juventud eran grandes cofres de calor intenso que relucían sombríamente. En el frente tenían pesadas puertas con falleba que daban acceso a diversos hornos, grandes y pequeños, diversos humeros y el fogón propiamente dicho, donde se colocaba el combustible. No hay palabras para expresar la negrura y el resplandor extremos. Resplandecía con un brillo dorado la barra que cruzaba el frente de la cocina, donde se colgaban los paños de cocina, y los pomos de latón de las puertecitas, que había que pulir todas las mañanas con Brasso —un líquido pulverulento color amarillo pálido—. Resplandecían las rugientes llamas dentro del pesado cofre de hierro forjado. Si se abría la puerta cuando el fuego estaba bien encendido, éste se podía ver y oír: una temblorosa cortina transparente roja y amarilla, salpicada de azul, salpicada de blanco, con un púrpura centelleante, que rugía, crepitaba y silbaba. De inmediato se veía cómo se extinguía en los rojizos contornos de las brasas. Era importante cerrar rápidamente la puerta, conservar el fuego «dentro». «Dentro» significaba a la vez «encerrado» y «encendido». [2]
    Había muchos negros distintos en torno a este fogón. En él se quemaban diversos combustibles, a diferencia de las modernas cocinas de hierro, que consumen petróleo o antracita. Recuerdo el carbón. El carbón tiene un brillo propio, un lustre, un bruñido. Se pueden distinguir las capas comprimidas de madera muerta —muerta hace millones de años— en las caras estratificadas de los trozos de buen carbón. Estos brillan. Despiden destellos negros. Los árboles consumieron la energía solar, y el fogón la libera. El carbón es lustroso. El coque es mate, y parece doblemente quemado (de hecho lo está), como laa volcánica. El polvo de carbón brilla como polvo de vidrio; el polvo de coque absorbe la luz, es tenue, es inerte. A veces viene en forma de pequeñas almohadillas compactas, como cojines para muñecas muertas, solía pensar yo, o retorcidos caramelos para demonios. A nosotros mismos nos daban a comer carbón para los malestares de estómago, lo que explicaría por qué yo consideraba comestibles esos trozos. O quizá, aun siendo una cría, veía la boca abierta del fogón como un infierno. Uno se sentía atraído. Quería acercarse más y más; quería poder apartarse. Y en la escuela nos hablaban de nuestra propia combustión interior de materia. Los hornos que había detrás de las otras puertas de la cocina podían esconder las formas hinchadas de panecillos y bollos, con ese olor que no tiene igual, el de la masa con levadura cociéndose al horno, o el olor apenas menos delicioso de la corteza de una tarta caliente, azúcar tostada, leche y huevos. De vez en cuando —los fogones de antaño eran imprevisibles— una hornada de magdalenas en moldes de papel plisado salía negra, humeante y con hedor a destrucción, siniestra analogía de las almohadillas de carbón. De aquí, imaginaba yo, venían las cenizas que caían de la boca de los niños malos en los cuentos fantásticos, o que llenaban sus medias de Navidad.
    Todo el fogón estaba bañado en una atmósfera de hollín controlado. Enfrente del nuestro, en una época, había un tapete confeccionado por nuestro padre con tiras de retazos de colores vivos —viejas camisas de franela, viejos pantalones— pasadas a través de una arpillera y anudadas. El hollín se infiltraba en esta densa masa de banderas o gallardetes. Toda la superficie de la arpillera estaba teñida de un negro hollinoso. Una capa de minúsculas motas negras cubría el carmesí y el escarlata, los verdes cuadros escoceses y las manchas mostaza. A veces me imaginaba que el tapete era un banco de algas filiformes. El hollín era como la arena en que éste reposaba.
    No era que no cepilláramos sin cesar, para eliminar del entorno del fogón este polvo negro que se cernía en el aire y caía por todas partes. El polvo se eleva con ligereza y cae otra vez en el mismo lugar, se arremolina brevemente si se lo perturba, y las partículas se posan en la coronilla y el cabello, taponan con hollín cada poro de la piel de las manos. Sólo es posible juntar una parte; el resto se desplaza, revolotea y vuelve a depositarse. Ésa debía de ser la razón por la que dedicábamos tanto tiempo —todas las mañanas— a poner más negro el negro frente del negro fogón con pasta de grafito. Para disimular y dominar el hollín.
    La pasta de grafito era una mezcla de plumbagina, grafito y limaduras de hierro. Tenía una consistencia espesa y se esparcía sobre todas las superficies negras, evitando por supuesto las de latón, para luego lustrar, pulir y alisar con cepillos de diferentes densidades y trapos de franela. Se hacía penetrar en cada grieta de cada protuberancia del ornado hierro fundido, y luego se quitaba; el trabajo estaba mal hecho si se dejaba el más mínimo resto del producto incrustado alrededor de las hojas y pétalos del negro festón floral que adornaba las puertas. Recuerdo al fénix, que, según creo, era la marca de este fogón en particular. Estaba posado sobre un nido tallado de ramas entrecruzadas, mirando ferozmente hacia la izquierda, rodeado por una compleja espiral de gruesas llamas de punta afilada. Todo era del negro más negro, el plumoso pájaro, la hoguera ardiente, la madera encendida, el ojo brillante y airado, el pico curvo.
    La pasta de grafito daba un magnífico lustre, suave y sutil, a la negrura del fogón. No era como el betún, que produce un brillo de espejo. El alto contenido de grafito, las limaduras de hierro esparcidas, daban un color plomizo plateado a la superficie, que seguía siendo una superficie negra, pero con los reflejos cambiantes de un tenue brillo metálico. Recuerdo esto como la representación de una suerte de decoro, el dominio y control tanto de las violentas llamas del interior como del inflexible hierro forjado del exterior. Como ocurre con todos los buenos productos pulidores —casi ninguno de los cuales subsiste en la vida moderna, un hecho del que en general debemos estar agradecidos—, el lustre se conseguía aplicando capa tras capa de una cantidad infinitesimal, que luego se retiraba casi por completo, de forma que sólo quedaba adherida una delgadísima película de brillante mineral.
    Ha quedado muy lejos la época en que costaba sudor y lágrimas embellecer la propia casa con cuidadosas capas de depósitos minerales. El recuerdo de la pasta de grafito me hace pensar en su opuesto, la piedra blanca y el polvo de piedra blanca molida con que, diariamente, o incluso con mayor frecuencia, solíamos hacer resaltar el peldaño de la puerta y los alféizares de las ventanas. Recuerdo claramente cómo suavizaba yo la gruesa franja pálida del umbral con un bloque de piedra, pero no logro acordarme del nombre de dicha piedra. Es posible que simplemente la llamáramos «la piedra». Sólo nos veíamos obligados a blanquear el umbral cuando no teníamos criada que lo hiciera. Pensé en arenisca, en piedra blanqueadora (tal vez un invento), y una consulta del Oxford English Dictionary añadió piedra de amolar y alumbre, un término que desconocía y que al parecer se utiliza en tintorería. Finalmente encontré la piedra del hogar y el polvo de piedra del hogar, una mezcla de albero, carbonato de calcio, cola y arenisca. La piedra del hogar se vendía en grandes trozos, ofrecida por vendedores ambulantes que iban con carretillas. Recuerdo el azufre que había en el aire por las chimeneas de las industrias de Sheffield y Manchester, un repugnante depósito amarillo que teñía por igual ventanas y labios, y que manchaba la resplandeciente piedra blanca del umbral apenas acabábamos de pulirla. Pero entonces salíamos a pulirla otra vez. Llevábamos una vida arenosa y mineral, con la nariz y los dedos inmersos en ello. He leído que la pasta de grafito es tóxica. Pienso en el albayalde, con que las damas del Renacimiento se pintaban la piel y se envenenaban la sangre. «Dile que se ponga dos dedos de afeite, y esta misma traza lucirá», dice Hamlet alzando la calavera. Recuerdo que los dentistas nos daban trocitos de azogue en tubitos de ensayo con tapón de corcho, para que jugáramos. Los extendíamos sobre la mesa con los dedos desnudos y observábamos cómo se fraccionaban en múltiples gotitas, para luego juntarse otra vez. Era como una sustancia de otro mundo. No se adhería a nada más que a sí mismo. No obstante, lo distribuíamos por todas partes, y perdíamos una brillante cuenta plateada aquí, bajo una astilla de madera, otra allí, entre las fibras de nuestro jersey. También el azogue es tóxico. Nadie nos lo decía.
    La piedra del hogar es una idea vieja y ambigua. En el pasado, el hogar era una sinécdoque de la casa propia, o incluso la familia o el clan. (Me resisto a utilizar la palabra «comunidad», tan trillada y desvirtuada.) El hogar era el centro, donde estaban el calor, la comida y el fuego. El nuestro se hallaba frente al fogón pulido con pasta de grafito. Teníamos una sala, pero su chimenea (también pulida regularmente con pasta de grafito) solía estar vacía, porque nunca recibíamos visitas tan solemnes como para ir a sentarnos en esa fría solemnidad. La piedra del hogar, sin embargo, se aplicaba en lo que de hecho era el limen, el umbral. Los nórdicos guardan las distancias. La franja blanqueada por la piedra del hogar en el peldaño de la puerta era un límite, una barrera. Nos gustaba una cierta retórica. «No vuelvas a cruzar mi umbral.» «No vuelvas a hollar mi casa.» El negro plateado brillante, el rojo escondido y el dorado rugiente estaban a salvo en el interior. Saldríamos, como acostumbraba decir mi madre, con los pies por delante, y cruzaríamos por última vez ese umbral. Hoy día, por supuesto, todos acabamos en el horno. En esa época regresábamos a la tierra, de donde se habían extraído con tanto cuidado todos esos polvos y pomadas.
    Jack Smollett se dio cuenta de que era la primera vez que su imaginación se veía estimulada por el escrito de uno de sus estudiantes (y no por la violencia, el sufrimiento, la animosidad, la desvergüenza). Acudió a su siguiente clase lleno de entusiasmo, y se sentó cerca de Cicely Fox mientras esperaban a que llegaran los otros. Ella era siempre puntual, y siempre se sentaba sola en uno de los bancos que quedaban en sombras, lejos de la colorida luz de las lámparas de pie. Tenía un cabello fino y canoso, un tanto raleado, que se recogía en un moño en la nuca. Siempre iba elegantemente vestida, con largas faldas sueltas, jerséis de cuello alto y holgadas chaquetas, en tonos negros, grises, plateados. Lucía invariablemente un prendedor en el cuello, una amatista dentro de un círculo de aljófares. Era una mujer flaca; las holgadas vestimentas ocultaban contornos angulosos, no redondeces. Su cara era larga; la piel, bonita pero fina como un papel. Tenía una boca ancha y tensa —de labios delgados— y una nariz recta y elegante. Lo más sorprendente eran los ojos. Eran muy oscuros, de un negro casi uniforme, y parecían haberse hundido en las cavidades de sus órbitas y no tener más sujeción al mundo exterior que la proporcionada por la frágil telaraña de los párpados y músculos, enteramente cubiertos de manchas pardas, moradas, azules como si estuvieran magullados por el esfuerzo de mantenerse en su lugar. Jack se dijo fantasiosamente que se podía ver el estrecho cráneo bajo el tegumento evanescente. Se podía ver dónde se juntaban las mandíbulas, bajo un tenue papel vitela. Era hermosa, pensó. Tenía el arte de permanecer muy quieta y atenta, con el esbozo de una sonrisa plácida en los pálidos labios. Sus mangas eran un poco demasiado largas, y sus delgadas manos quedaban ocultas la mayor parte del tiempo.
    Jack le dijo que su escrito era magnífico. Ella volvió el rostro hacia él, con un aire distraído y ansioso.
    —Es un texto, un verdadero texto —añadió él—. ¿Puedo leerlo en clase?
    —Claro —dijo ella—, haga como le parezca.
    Él pensó que tal vez ella tuviera problemas de audición.
    —Espero que esté escribiendo algo más —dijo.
    —¿Que espera qué?
    —Que esté escribiendo algo más —repitió, más fuerte esta vez.
    —Oh, sí. Estoy escribiendo sobre el día de colada. Es terapéutico.
    —Escribir no es una terapia —dijo Jack Smollett a Cicely Fox—. No cuando se escribe bien.
    —Confío en que el motivo no importe —repuso Cicely Fox, con su aire distraído—. Uno tiene que hacer todo lo que pueda.
    Él se sintió desairado, y no supo por qué.


    * * *


    Leyó en clase «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Leía los trabajos en voz alta, anónimamente, él mismo. Tenía una bonita voz y a menudo, o siempre, le hacía más justicia al escrito que lo que habría hecho el propio autor. También podía valerse de la lectura como un modo de destrucción irónica, si estaba de humor para ello. Su costumbre era no nombrar al autor del texto. Por lo general resultaba fácil de adivinar.
    Disfrutó leyendo «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito». Lo leyó con brío, saboreando las frases que le agradaban. Por esta razón, quizá, la clase se arrojó sobre el escrito como una jauría, gruñendo y lanzando dentelladas. Recurrieron a adjetivos despiadados. «Lento.» «Burdo.» «Frío.» «Pedante.» «Pomposo.» «Presuntuoso.» «Recargado.» «Nostálgico.»
    Criticaron la acción, con la misma alegría. «Sin ímpetu.» «Sin tensión.» «Inconexo.» «Confuso.» «Sin presencia del narrador.» «Sin sentimientos reales.» «Sin un interés humano vital.» «Nada que justifique que nos cuente todo ese rollo.»

    Bobby Forster, tal vez la estrella de la clase, parecía ofendido con la pasta de grafito de Cicely Fox. Su magnum opus, que no dejaba de engrosarse, era un relato autobiográfico muy detallado de su infancia y juventud. Había ido avanzando lentamente desde el sarampión y las paperas al circo, sus trabajos escolares, su pasión por compañeras del instituto, y dejado constancia de cada manoseo en cada sofá, en su casa, en la casa de las chicas, en alojamientos estudiantiles, del punto preciso del pecho o el portaligas que había conseguido tocar. Se mofaba de los rivales, ponía en su sitio a padres y profesores que no se daban cuenta de nada, describía los motivos por los que había roto con chicas y conocidas poco atractivas. Dijo que Cicely Fox sustituía a la gente por cosas. Dijo que el desapego no era una virtud, sólo disimulaba la ineptitud. Yendo al grano, dijo Bobby Forster, ¿por qué tiene que importarme un estúpido método tóxico de limpieza que a Dios gracias está obsoleto? ¿Por qué el autor no nos muestra los sentimientos de la pobre esclava del hogar que tenía que untar esa cosa?
    Tamsin Secrett fue igualmente severa. Por su parte, había escrito una desgarradora descripción de una madre que prepara amorosamente una comida para una ingrata que no aparece a la hora de comer ni llama siquiera para avisar que no irá. «Una suculenta pasta al dente, tierna y fragante, condimentada con hierbas aromáticas de Provenza, con un picante queso parmesano que se deshace en la boca y un sabroso aceite de oliva virgen, delicadamente perfumada con trufas, con un sabor tan exquisito que se hace agua la boca…» Tamsin Secrett dijo que describir por describir no era más que un ejercicio; todo texto debía tener una «dimensión humana urgente», algo «vital en juego». «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito», dijo Tamsin Secrett, era simplemente periodismo, una crónica del pasado carente de sentido. Sin garra, dijo Tamsin Secrett. Sin garra, coincidió su hija, Lola. Nada más que recuerdos. Puaj.


    * * *


    Cicely Fox permanecía sentada muy tiesa y sonreía plácidamente con aire distraído ante esta agitación. Daba la impresión de que nada de lo que ocurría tenía que ver con ella. Jack Smollett no estaba muy seguro de cuánto había llegado a oír. Por su parte, y contra su costumbre, salió en defensa de Cicely Fox con respuestas airadas. Dijo que era raro leer un texto que funcionara en más de un nivel a la vez. Dijo que se necesitaba pericia para que las cosas familiares parecieran extrañas. Citó a Ezra Pound: «Convertidlo en algo nuevo». Citó a William Carlos Williams: «Nada de ideas si no es en las cosas». Únicamente procedía así cuando estaba enardecido. Y estaba enardecido, no sólo en nombre de Cicely Fox, sino también, de un modo más amenazador, en el suyo propio. Pues el rencor de la clase, y las palabras triviales con que expresaban tal rencor, avivaban la angustia que le producían sus propias palabras, su propio trabajo. Decidió hacer una pausa para el café, tras lo cual leyó en voz alta la tragedia culinaria de Tamsin Secrett. Este texto fue del agrado de la clase, en líneas generales. Lola dijo que era muy conmovedor. Madre e hija se empeñaban en representar una rebuscada farsa según la cual los escritos de una no tenían nada que ver con la otra. La clase entera actuaba como cómplice. No había nada peor que los espaguetis recocidos y resecos, dijo Lola Secrett.


    * * *


    Las clases solían acabar con una discusión general sobre la naturaleza de la escritura. Todos solían disfrutar explicando cómo trabajaban: lo que era tener un bloqueo, lo que era superar un bloqueo, lo que era captar un sentimiento con precisión. Jack quiso que Cicely Fox participara. Se dirigió a ella directamente, alzando un poco la voz.
    —¿Y usted por qué escribe, Miss Fox?
    —Bueno, hasta ahora no habría dicho que escribo. Pero escribo porque me gustan las palabras. Supongo que si me gustaran las piedras me pondría a esculpir. Me gustan las palabras. Me gusta leer. Me fijo en ciertas palabras en particular. Eso me estimula.
    Era una respuesta fuera de lo común, aunque no debería haberlo sido.
    Al propio Jack le resultaba cada vez más difícil saber por dónde comenzar para describir algo, fuera lo que fuere. La aversión por el tipo de palabras empleadas por Tamsin y Lola lo volvía impotente a causa de la repugnancia y la rabia. Los tópicos se extendían como una mancha sobre las palabras escritas, y no conocía una técnica para eliminarlos. Tampoco tenía la habilidad necesaria para hacer lo que Leonardo recomendaba a propósito de las grietas, o Constable a propósito de las formas de las nubes, y convertir las manchas en nuevas formas sugeridas.


    * * *


    Cicely Fox no iba al pub con el resto de la clase. Jack no podía ofrecerle llevarla a su casa, porque la idea de su frágil silueta huesuda montada en la moto era inconcebible. Cayó en la cuenta de que se estaba devanando los sesos para encontrar un modo de hablar con ella, como si fuera una muchacha bonita.
    Lo mejor que podía hacer era sentarse a su lado en la iglesia durante la pausa para el café. No era sencillo, porque todos requerían su atención. Por otra parte, quizá a causa de su sordera, ella se mantenía ligeramente separada de los otros, así que pudo colocarse junto a ella. Pero se vio obligado a alzar la voz.
    —Me preguntaba qué leía usted, Miss Fox.
    —Oh, cosas antiguas. Sin interés para gente joven como usted. Cosas que solía leer de niña. Poesía, cada vez más. He visto que ya no tengo ganas de leer novelas.
    —Habría jurado que leía a Jane Austen.
    —¿Ah, sí? —dijo ella con aire distraído—. Bueno, no me extraña —añadió, sin revelar si le gustaba o no Jane Austen.
    Él se sintió desairado.
    —¿Qué clase de poesía, Miss Fox? —inquirió.
    —En este momento, sobre todo de George Herbert.
    —¿Es usted religiosa?

    —No. Es el único escritor que a veces me hace lamentarlo. Consigue que uno comprenda la gracia. Y sabe hablar del polvo.
    —¿Del polvo? —rebuscó en la memoria y encontró unos versos—. «Quien barre una habitación según Tus leyes / hace esto y la acción vuelve hermosa.»
    —Me gusta «Monumentos de iglesia». Con la muerte que barre el polvo en un movimiento incesante:
    La carne no es sino el cristal que guarda el polvo con que se mide nuestro tiempo; que también a su vez se reducirá a polvo.
    »Y me agrada el poema en que habla de su Dios, que estira «un grano de polvo desde el Infierno hasta el Cielo». Y también:
    Oh, que le des al polvo una lengua para implorarte y luego no lo oigas implorar.
    »Herbert conocía la relación apropiada entre las palabras y las cosas —dijo Cicely Fox—. «Polvo» es una buena palabra.
    Él trató de averiguar cómo se integraba esto en lo que ella escribía, pero, tras su breve arranque de locuacidad, ella volvió a refugiarse en su sordera.
    Día de colada.
    En aquella época, la colada llevaba toda una semana. Hervíamos la ropa el lunes, almidonábamos el martes, secábamos el miércoles, planchábamos el jueves, y zurcíamos el viernes. Además de todas las otras cosas que había que hacer. Lavábamos fuera, en el lavadero, que era un edificio exterior con su propia pila de piedra, su bomba de mano, su caldera sobre el fuego, y su suelo enlosado. Otros instrumentos eran el monstruoso escurridor de rodillos, los grandes barreños galvanizados y el batidor. Nuestro lavadero estaba construido con bloques de piedra y un techo de pizarra sobre el que crecían siemprevivas. La chimenea humeaba, y el vapor empañaba las ventanas. En invierno, el vapor derretía el hielo. El edificio tenía todos los extremos de un clima húmedo. De niña solía apoyar la cara contra las piedras, y los días de colada las encontraba calientes, o tibias al menos. Yo imaginaba que era la choza de una bruja de un cuento de hadas.
    Ante todo había que clasificar la ropa y hervirla. Se hervía la ropa blanca en la caldera, que era una enorme cuba con tapa de madera. Todos los elementos de madera del lavadero estaban resbaladizos, y tanto se descamaban como se mantenían unidos por obra del jabón disuelto y solidificado. Hervíamos la ropa blanca —sábanas, fundas de almohada, manteles, servilletas, paños de cocina y demás— y luego usábamos el agua hervida, tras dejarla enfriar un poco, para llenar los barreños y lavar las prendas más delicadas, o la ropa de color que podía desteñir. Para remover la ropa en el agua hirviendo teníamos pesadas pinzas de madera y palos; el vapor subía en forma de nubes, y en la superficie del agua se formaba una especie de espuma gris. Una vez hervida, la ropa blanca se aclaraba varias veces en los barreños. Cuando las prendas entraban en contacto con el agua helada, se oía un siseo y ésta se desbordaba. Entonces había que agitarla con los batidores. El batidor era un objeto de cobre con aspecto de caldera unido a un largo mango, y cubierto de agujeros como un enorme infusor de té o un colador cerrado. Absorbía la ropa con un susurro, y dejaba pequeñas protuberancias sobre el damasco o el algodón atraído, en los puntos en que se había adherido. Luego, valiéndose de las pinzas —y los brazos desnudos— se alzaba todo el peso de las sábanas para pasarlas de un barreño a otro y a otro. Y entonces se plegaba el chorreante bulto y se enroscaba entre los rodillos de madera del escurridor. El escurridor tenía ruedas rojas para hacer girar los rodillos, y una manivela de madera pulida para hacer girar las ruedas. El agua jabonosa exprimida caía en una tina inferior, o se desparramaba por el suelo. Continuamente, además, había que bombear más agua, tirar de la palanca de la bomba, girar la manivela del escurridor. Uno se helaba, se escaldaba. Había que estar de pie en medio de nubes de vapor y respirar un aire siempre saturado de sudor, el propio sudor provocado por el esfuerzo, y el olor a suciedad que las ropas desprendían en el aire y el agua.
    Luego estaban los productos en que había que remojar la ropa lavada. Uno era el azulete Reckitt. Ignoro cuál era su composición. Como vivíamos en el condado de Derby, yo siempre lo asociaba con la fluorita azul de nuestras montañas, lo que sé que es totalmente erróneo, pero es una asociación verbal que ha persistido en mí. Venía en bolsitas cilíndricas envueltas en muselina blanca, y soltaba un intenso color cobalto cuando se sacudían las bolsitas en el agua del enjuague. Lo que remojábamos en el agua azul —que siempre estaba fría— era la ropa blanca. No sé por qué proceso óptico esta tintura azul volvía más blanco el blanco, pero recuerdo claramente que lo hacía. No era lejía. No quitaba las manchas resistentes de té, de orina o de zumo de fresa; para ello era necesario usar verdadera lejía, que olía a algo horrible y mortal. El azulete Reckitt se diluía en el agua formando pequeñas manchas y filamentos, y zarcillos de color. Como los delgados hilos de cristal de una bola de vidrio. O como la sangre, si se sumerge en agua un dedo cortado. No se podía ver muy bien en los barreños galvanizados, pero los días en que no había mucha ropa usábamos una tina esmaltada blanca para azular, y entonces podía verse la filamentosa mancha añil brillante sumergiéndose en el agua cristalina, y mezclándose, hasta que el agua se teñía de azul. Luego se removía la ropa en el agua tintada —se removía, se aplastaba, se golpeaba, se machacaba— hasta que quedaba impregnada de azul, hasta que el blanco adquiría un pálido brillo azulado. Cuando yo era muy pequeña solía pensar que la ropa blanca y el agua azul eran como las nubes en el cielo, pero era una tontería. Porque, de hecho, en el cielo son las nubes blancas cargadas de agua las que manchan el azul, no al revés. Había una inversión, un intercambio. Pues, cuandose alzaban las sábanas y se las retiraba del agua azul para escurrirlas, se veía el azul que se iba y el blanco más blanco, un blanco azulado, un blanco que no era crema, ni marfil, ni blanco amarillento, un blanco que aparecía bajo el líquido azul goteante, transformado pero no teñido.
    Luego estaba el almidonado. El almidón era viscoso y pegajoso, espesaba el agua como si fueran gachas. Pensándolo bien, creo que realmente se trataba de una especie de gachas. Las moléculas farináceas que se expanden con el calor. El almidón era resbaladizo y nos recordaba a sustancias en las que preferíamos no pensar —fluidos y desechos corporales—, aunque de hecho es un producto vegetal inocuo y limpio, a diferencia del jabón, que es grasa compacta de cordero, por perfumada que sea. Las ropas se sumergían en el almidón para impregnarlas. Había grados de almidonado. Almidón muy denso y glutinoso para los cuellos de las camisas. Almidón aguado, como lana de vidrio, para los delicados camisones y bragas. Cuando se retiraba una prenda del baño de almidón, ésta se ponía rígida y se formaban acanaladuras como en una columna; o, si se cometía el error de dejarla apoyada de cualquier manera, y así se secaba, se solidificaba con arrugas y bultos, como los plegamientos rocosos que aparecen donde la tierra se ha doblado sobre sí misma. La ropa almidonada tenía que plancharse húmeda. El olor de la plancha caliente sobre la tela gelatinosa era como una parodia de la cocina. Por el gluten, supongo. Se sentía un olor a chamuscado como el de una tarta quemada. El olfato nos alertaba cuando algo no iba bien.
    Las ropas y su proceso de lavado nos obsesionaban. Eran ángeles guardianes, almas que se tornaban blancas en la sangre del Cordero, que nos rodeaban con sus susurros y su tenue aroma. En el siglo XVIII, imagino, había uno o dos días de colada al año, pero nuestra época estaba obsesionada con la limpieza y aún no había inventado las ayudas mecánicas. Vivíamos un ciclo sin fin de burbujas, trabajo duro y preocupaciones, cercados por un ejército bien visible de objetos inanimados que danzaban en el viento, agitaban vanamente las mangas, alzaban las faldas con vientres hinchados para revelar el vacío, se enroscaban unos en otros como blancos gusanos. En el interior de la casa, colgaban en la cocina en largos tendederos suspendidos cerca del techo, donde pendían, tiesos como un madero, como hombres ahorcados envueltos en su mortaja. Antes y después del planchado descansaban cuidadosamente plegados, como efigies de niños de coro muertos, con sus ropas plisadas con volantes. Bajo la plancha caliente (los jueves) se retorcían, se estremecían, se contraían. Las enormes e informes enaguas de rayón de mi tía abuela brillaban, espectrales, con todos los colores del arco iris, bermellón y azul celeste crujientes, con reflejos cobrizos, con reflejos turquesa. Se derretían fácilmente, y entonces se plisaban y aparecían costras que acababan convirtiéndose en minúsculos orificios irrecuperables. Las planchas se llenaban con brasas del fogón. Eran sumamente pesadas, y había que vigilar mucho para evitar las manchas de hollín, que condenaban la prenda a un inmediato retorno a la tina de lavar. Dentro de ellas, los carbones ardían sin llama, chisporroteaban y se iban extinguiendo. La cocina se llenaba de olor a quemado, un olor a tostado, un mal remedo de los buenos olores a galletas y bollos dorados.
    Era un trabajo duro, pero el trabajo era la vida. El trabajo se enroscaba y entrelazaba con el hecho mismo de respirar, dormir y comer, como las mangas de una camisa se enroscan y entrelazan en un gran enredo con las cintas de los camisones y los lazos de la ropa de domingo. En su vejez, mi madre se sentaba junto a una lavadora de dos tambores, una reducción mecánica de todos esos arcaicos recipientes y cabrestantes y poleas, y usaba las mismas pinzas de madera para sacar del agua su ropa interior y sus fundas y ponerla a aclarar y luego a escurrirse. Estaba artrítica y tenía unos huesecillos de pajarito, como una gaviota furiosa. Le ofrecieron una nueva máquina con puerta frontal que podía lavar y secar un poco de ropa cada día y, supuestamente, aliviar su trabajo. La idea la horrorizó y la llenó de consternación. Dijo que se sentiría sucia —que se sentiría mal— si no tenía un día de colada. Necesitaba el vapor y remover la ropa para convencerse de que estaba viva y que se comportaba como debía. Hacia el final, el número creciente de sábanas sucias la derrotó, y tal vez incluso la mató, si bien creo que murió, no por agotamiento, sino de pena cuando al fin tuvo que reconocer que ya no podía manejar su batidor ni levantar un cubo. Sintió que ya no era necesaria. Tenía un camisón blanco nuevo que había lavado, almidonado y planchado y que nunca había usado, listo para amortajar su carne blanca inerte en su ataúd, y el azulete Reckitt tenía un brillo más vivo que el gris amarillento de sus párpados y labios contraídos y magullados.
    Los alumnos del taller de escritura creativa no apreciaron este estudio levemente siniestro de la limpieza más de lo que habían apreciado el texto anterior. Introdujeron el concepto de «estilo recargado» en su despiadada crítica. Jack Smollett concluyó, y no por primera vez, que había un elemento de regresión infantil en toda clase de adultos. La conducta grupal se imponía, se formaban bandas, se elegían víctimas. La atención del profesor provocaba celos intensos, y toda muestra de parcialidad por su parte despertaba intensos resentimientos. Cicely Fox había pasado a ser «la preferida del profesor». Nadie había hablado mucho con ella en las pausas del café antes de que se hiciera evidente el entusiasmo de Jack por su trabajo, pero ahora la segregaban deliberadamente, le volvían la espalda.
    Jack, por su parte, sabía bien lo que tenía que hacer, o lo que tendría que haber hecho. Debería haberreprimido su entusiasmo. O haberlo moderado. No acababa de entender por qué era tan importante para él insistir en que los escritos de Cicely Fox eran auténticos, la autenticidad misma, aun cuando ello fuera en detrimento del buen orden y la buena voluntad de la clase. Consideraba que estaba defendiendo algo, como un metodista de antaño que rindiera testimonio. Ese «algo» era la escritura, no la propia Cicely Fox. La respuesta de ella a las críticas hechas a sus adjetivos, a las sugerencias de que animara un poco las cosas, era una sonrisa, leve y benévola, a veces un gesto de asentimiento. Pero Jack tenía la impresión de haber estado enseñando algo turbio, una terapia ilegítima, y de que súbitamente había surgido la escritura. Los breves ensayos de Cicely Fox estimulaban en él el deseo de escribir. Le hacían ver el mundo como algo para volcar en palabras. El mohín de Lola Secrett era un objeto digno de un placentero estudio: encontraría sin duda las palabras exactas que lo distinguieran de otros mohines. Quería describir el gusto del café malo, y la inclinación de las lápidas en el cementerio. Le agradaba el torbellino de maldad de la clase porque —quizá— podría describirlo.
    Se esforzó por comportarse de un modo más equitativo. Se propuso no sentarse junto a Cicely Fox en la pausa del café que siguió a la lectura de «Día de colada», y fue a hablar con Bobby Forster y Rosy Weelwright. Su nueva conciencia intransigente de escritor sabía que había algo inapropiado en todas las frases de Bobby Forster, un ritmo irregular, un eco involuntario de otros escritores, una nota como el sonido sordo que produce el macillo de un piano al golpear una cuerda rota. Pero aun así le interesaba Bobby Forster, su mezcla de desenfado y temor, su profundo interés por cada hecho de su actividad diaria, lo cual era, después de todo, lo propio de un escritor. Bobby Forster dijo que había solicitado los formularios de inscripción para participar en un concurso para escritores noveles del suplemento literario de un periódico dominical. Se ofrecía un premio muy bueno —dos mil libras— y la promesa de publicar el trabajo, con la promesa adicional de un posible interés editorial.
    Bobby Forster dijo que creía tener buenas posibilidades de atraer la atención del jurado.
    —Creo que ha llegado el momento de dar por acabada la etapa de aprendiz de escritor.
    Jack Smollett sonrió e hizo un gesto de asentimiento.
    De vuelta en su casa, pasó a máquina «Cómo pulíamos el fogón con pasta de grafito» y «Día de colada» y los envió al periódico. Los trabajos tenían que presentarse con un seudónimo. Eligió Jane Temple para Cicely Fox. Jane por Austen, Temple por Herbert. Esperó, y a su debido tiempo recibió la carta que en rigor de verdad nunca había dudado que recibiría: era el destino. Cicely Fox había ganado el concurso literario. Tenía que ponerse en contacto con el periódico a fin de concertar la publicación, la entrega del premio y una entrevista.

    ***


    No sabía a ciencia cierta cómo reaccionaría Cicely Fox ante la noticia. Aun obsesionado como estaba con ella, de ningún modo creía conocerla. A menudo soñaba con ella, sentada en un rincón de su caravana con su cabello bien peinado, el cuello envuelto en un pañuelo y su frágil piel de telaraña, estudiándolo con sus oscuros ojos hundidos. Lo juzgaba por haber renunciado a su oficio, o por no haberlo aprendido. Él era consciente de haber invocado, o creado, a esta desconcertante musa. La verdadera Cicely Fox era una anciana dama inglesa que escribía por su propio placer. Bien podría considerar inadmisible su conducta. Acudía a su clase, pero no se sometía a los juicios de ésta, ni a los de él. Pero juzgaba. Estaba seguro de que juzgaba.
    El premio que él, por así decirlo, le había dado la oportunidad de ganar era una oferta propiciatoria. Deseaba —desesperadamente— que ella se alegrara, que se sintiera feliz, que le brindara su confianza.


    * * *


    Subió a su moto y por primera vez se dirigió a la casa de Miss Fox, que se encontraba en una calle llamada Primrose Lane, en un barrio respetable. Las casas eran adosadas, de estilo Victoriano tardío, y parecían muy apiñadas, en parte porque estaban construidas con grandes bloques de piedra rosácea, y porque había algo erróneo en sus proporciones. Las ventanas eran pesadas ventanas de guillotina, con marcos pintados de negro. Las de Cicely Fox tenían gruesas cortinas de encaje, no de un blanco azulado, sino de un blanco cremoso, advirtió. Reparó en los rosales podados del jardín del frente, y en el peldaño de piedra blanqueada del umbral. La puerta también era negra, y necesitaba una mano de pintura. El timbre estaba en el medio de una especie de rosetón. Llamó. Nadie acudió. Llamó otra vez. Nada.
    Se había preparado para aquella escena, la presentación de la carta, la respuesta de ella, fuera cual fuera. Recordó que era sorda. La verja del pasillo lateral que rodeaba la casa se hallaba abierta. La cruzó, pasó ante algunos cubos de basura, y llegó a un jardín trasero, un cuadrado minúsculo de césped con algunos descuidados arbustos de las mariposas. Y un tendedero giratorio de ropa, sin nada colgado. Había una puerta negra, también con un umbral de piedra blanca. Llamó. Nada. Probó el picaporte, y la puerta se abrió hacia dentro. Se quedó de pie en el umbral y llamó:
    —¡Miss Fox! ¡Cicely Fox! Miss Fox, ¿está usted ahí? Soy Jack Smollett.
    Seguía sin haber respuesta. En ese momento tendría que haberse marchado, pensó más tarde, una y otra vez. Pero se quedó allí, indeciso, y entonces oyó un sonido, un sonido como el de un pájaro atrapado en una chimenea, o un cojín que cayera de un sofá. Entró en la casa y atravesó una cocina lúgubre, de la que luego conservó un recuerdo vago: muebles de la época de la guerra, deslucidos y sobrios, armarios color verde hospital, una vieja cocina de gas con una pata precariamente apuntalada sobre un ladrillo roto. Más allá de la cocina había un vestíbulo con piso de linóleo, y un olor curioso. Era un olor a la vez humano y a humedad, el tipo de olor que los hospitales disimulan con desinfectante. El vestíbulo se encontraba a oscuras. Una estrecha escalera oscura subía en la oscuridad, entre horribles barandillas empotradas. Avanzó de puntillas, haciendo crujir su ropa de cuero de motorista, y empujó una puerta que daba a una sala tenuemente iluminada. Frente a él, en una silla, había un bulto gimiente con una cara enorme, la piel gris, manchada, cubierta de vello, con unos escasos pelos canosos flotando sobre un cráneo calvo y rosa. Los ojos eran amarillos, de mirada perdida e inyectados de sangre, y no parecieron verlo.
    En el rincón opuesto había un televisor volcado, con la pantalla salpicada de algo que semejaba sangre. Junto a él vio un par de pies desnudos y el extremo de unas largas piernas fibrosas y desnudas. El resto del cuerpo yacía enroscado alrededor del televisor. Jack Smollett tuvo que cruzar la habitación para verle el rostro y, hasta que lo vio, no pensó ni por un momento que era el de Cicely Fox. Estaba sepultado en la roída alfombra, bajo una mata de cabellos blancos desgreñados. El cuerpo desnudo se hallaba totalmente cubierto de cicatrices, costras, cardenales, pequeñas marcas redondas de quemaduras y heridas recientes. Había una herida mucho más grave en la garganta. Había sangre fresca en las nomeolvides y prímulas de la alfombra. Cicely Fox estaba muerta.
    La vieja criatura sentada en la silla emitió una serie de sonidos, una risita sofocada, un carraspeo, un resuello, Jack Smollett tuvo que hacer un enorme esfuerzo para acercarse a ella y preguntarle: «¿Qué ha pasado?, ¿quién…?, ¿hay un teléfono?». Los labios se agitaron flojamente, y todo lo que salió de ellos a modo de respuesta fue una suerte de gorjeo. Él recordó su móvil, y salió precipitadamente al jardín trasero, desde donde llamó a la policía, y luego vomitó.
    La policía llegó y actuó con diligencia. La vieja mujer de la silla resultó ser una tal Miss Flossie Marsh. Ella y Cicely Fox habían vivido juntas en esa casa desde 1949. Hacía muchos años que nadie veía a Miss Marsh, y fue imposible encontrar a alguien que recordara haberla oído hablar. Tampoco habló entonces, ni nunca, pese a todos los esfuerzos de la policía y los médicos. Miss Fox siempre había mostrado una amabilidad algo brusca hacia sus vecinos, pero no había alentado el trato con nadie ni invitado a ninguno a entrar, jamás. Nadie fue capaz de encontrar una explicación a las torturas que al parecer le habían infligido a Cicely Fox, evidentemente a lo largo de muchísimo tiempo. Ninguna de las dos mujeres tenía parientes. La policía no halló indicios de ninguna intrusión, con excepción de la de Jack Smollett. Los periódicos informaron sobre el hecho brevemente y de un modo morboso. Se dictaminó que había sido un homicidio, y se cerró el caso.


    * * *


    Los alumnos de Jack Smollet quedaron abrumados durante un tiempo por el destino de Miss Fox. El aire desdichado de Jack los intranquilizaba. Iban a buscarle café. Eran amables con él.
    Jack no podía escribir. La muerte de Cicely Fox había aniquilado su deseo de escribir, tanto como la pasta de grafito y el día de colada lo habían estimulado. Tenía repetidos sueños y visiones diurnas de su pobre piel atormentada, su cuello sangrante, su mandíbula contraída por el dolor. Sabía lo que había ocurrido, lo había visto, y no podía volcarlo por escrito. Se preguntaba si los textos de Miss Fox no habían sido de hecho una terapia desesperada para una vida atroz. Había capas y capas de esas antiguas cicatrices. No sólo en Miss Fox; también en la muda Flossie Marsh. No podía de ningún modo escribir eso.
       Sus alumnos, por su parte, bullían de excitación con la idea de escribir sobre ello, un día. Estaban justificados. Al fin y al cabo, Miss Fox pertenecía al mundo normal de sus relatos, el mundo de la violencia doméstica, la tortura y las conmociones traumáticas. Escribirían lo que sabían, lo que le había sucedido a Cicely Fox, y sería la más satisfactoria de las terapias.

   2 El adverbio inglés in tiene el doble sentido de «dentro» y «encendido», lo cual no tiene equivalencia en castellano. (N. de la T.)

A. S. Byatt

El libro negro de los cuentos

A. S. Byatt / La cinta rosa


A. S. Byatt


    Sostuvo con la mano izquierda la mata de pelo —largo, áspero, gris acerado— y lo cepilló firme y vigorosamente con la derecha. Estaba grasoso al tacto, pese al esfuerzo que tanto él como la señora Bright habían puesto en lavarlo. Empleaba un cepillo de estilo antiguo, con cerdas negras insertadas en una suave base de caucho color coral, y un armazón negro lacado. Cepilló y cepilló. La señora Bright lo miraba con una sonrisa de aprobación en su negro rostro. Le habría gustado que él la llamara Deanna, que era su nombre, pero él no podía. Habría sido una falta de respeto por su parte, y él respetaba y necesitaba a la señora Bright. Y el nombre tenía asociaciones inapropiadas que en nada se correspondían con una obesa asistenta jamaicana. Separó diestramente el cabello en tres partes. La señora Bright, como era su costumbre, comentó que era un cabello muy fuerte, debía de haber sido muy bonito cuando Mado era joven. «Maddy Mad Mado», dijo con una especie de gruñido la persona sentada en la butaca de orejas. Tenía los ojos clavados en la pantalla del televisor, que estaba apagada, gris y salpicada de motas de polvo. Su rostro se reflejaba vagamente en ella, una cara gruesa y cenicienta, con una boca llena de irritación y oscuros ojos cavernosos. James comenzó a trenzar el cabello en una larga serpiente apretada. Dijo, como solía decir, que con la edad aumenta el grosor del pelo, éste se hace más fuerte. Pelos en las ventanas de la nariz, pelos en la carnosa barbilla, briznas de hierba en una cara pétrea.
    La señora Bright, que conocía la respuesta, preguntó de qué color habían sido, y supo que habían sido finos y negros como ala de cuervo. Más negros que los suyos, le dijo James Ennis a Deanna Bright mientras peinaba y trenzaba. Negros como la noche. Era muy hábil para ser hombre, o para quien fuera, comentó la señora Bright. Aprendí a hacer las cosas por mí mismo, dijo James. En la fuerza aérea, en la guerra. Llegó al extremo de la trenza y enroscó una bandita elástica, tres veces. La mujer rebulló en la butaca. James la palmeó en el hombro. Ella vestía una larga bata de felpa, cerrada en el cuello con un imperdible, por seguridad. Era blanca, lo cual, aunque hacía visible cada mancha, era conveniente para hervirla en caso de accidentes, que sobrevenían constantemente, de toda clase.    La señora Bright observó a James con aprobación, cuando él acabó la operación de peinado. La sujeción de la espesa trenza, la precisa inserción de cada horquilla de acero. Y, finalmente, el lazo con la almidonada cinta rosa. Una cinta rosa realmente bonita. Un color suave, fresco. Un color hermoso, dijo, como siempre decía.
    —Sí —contestó James.
    —Es usted un hombre muy amable —dijo Deanna Bright.
    La persona sentada en la butaca dio un tirón a la cinta.
    —No, cariño —dijo Deanna Bright—. Toma esto —le tendió un pañuelo de seda, que Mado toqueteó con vacilación—. Les gusta tocar cosas suaves. A muchos de ellos les doy juguetes suaves. Eso los tranquiliza. Hay gente que dice que es porque están en su segunda infancia, pero no es así. Esto es un fin, no un principio, es mejor decir las cosas como son. Pero los calma sostener algo, acariciarlo, tocarlo, ¿no?
    Era el día en que la señora Bright relevaba a James mientras él «se escapaba» para ir a la biblioteca y hacer algunas compras personales. Tenían buen cuidado de «instalar» a Mado antes de que él se fuera. James encendió la televisión, para distraer su mirada y ahogar el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Había una imagen con dibujos infantiles de flores y unos montecillos regulares cubiertos de hierba. Había una música risueña. Había unas criaturas rechonchas y coloridas, púrpura, verde, amarillo, escarlata, que brincaban y hacían cabriolas. Mira las minúsculas hadas y duendes, dijo James prácticamente sin expresión.
    —Brrr —dijo Mado, y luego con súbita claridad, con una voz humana—: Tratan de hacerla bailar, pero ella no quiere.
    —Mira, hay un patinete —insistió James.
    —Me pregunto por dónde deambula —dijo la señora Bright.
    —Por ninguna parte —repuso James—. Se queda aquí sentada. Excepto cuando trata de salir. Cuando sacude la puerta.
    —Todos subiremos al cielo —dijo Deanna Bright—. Cuando ella suba, será un alma que canta. Así que ¿por dónde deambula ahora?
    —Su pobre cerebro es una masa de espesas capas de grasa y una maraña de cosas sin sentido. Como un tejido comido por la polilla. No hay nadie ahí, señora Bright. O queda muy poco.
    —La llevaron a la negra, negra oscuridad, y la perdieron —dijo Mado.
    —¿A quién llevaron, cariño?
    —No lo saben —repuso Mado con aire ausente—. No saben gran cosa.
    —¿Quiénes son ellos?
    —¿Quiénes son ellos? —repitió Mado con voz apagada.
    —Esto no conduce a nada —dijo James—. No conoce el significado de las palabras.
    —Hay que seguir insistiendo —dijo Deanna Bright—. Márchese ahora, señor Ennis, que está mirándolos. Le prepararé el almuerzo mientras usted esté fuera.
    Él se marchó, con su bolsa roja de la compra, y una vez que estuvo en la calle enderezó la espalda, como siempre hacía, aspiró el aire del exterior a grandes bocanadas, como un hombre que se ha estado asfixiando o ahogando. Caminó hasta High Street por calles de casas grises idénticas, esperó en la oficina de correos para cobrar su jubilación, compró salchichas, carne picada y un pollo pequeño en la carnicería y verduras en la tienda del amable turco de la esquina. Esa era la gente con la que hablaba, el carnicero manchado de sangre, el verdulero de voz suave, pero nunca durante mucho rato, porque el tiempo de la señora Bright se agotaba. Le preguntaban por su mujer, y él decía que estaba tan bien como cabía esperar. Era muy vital, siempre con ganas de bromear, decía el carnicero, recordando a alguien a quien James apenas recordaba y a quien no podía llorar. Una señora muy amable, decía el turco. Sí, decía James, como hacía siempre cuando no quería discutir. Le habría gustado ir a la librería, pero no tenía tiempo, pues debía pasar por la farmacia a buscar sus medicinas, y las de ella. Sustancias para calmar a dos personas cuyas vidas calmas eran una forma de frenesí.
    Ella era la que antes hacía las compras. Era ella la que salía, así como era la que tenía un círculo de amigos y conocidos, a algunos de los cuales él conocía, y a muchos no. A ella no le gustaba contarle —no, lo cierto es que le gustaba no contarle— adonde iba ni por cuánto tiempo. A él no le importaba. Lo pasaba bien solo. Entonces, un día, un extraño había llamado a la puerta y había escoltado a su mujer hasta la sala, mientras explicaba que la había encontrado deambulando y que parecía perdida. Para entonces ella se había recuperado, había echado la cabeza hacia atrás y había estallado en carcajadas.
    —¿Te das cuenta, James, de cómo estaba de distraída? Había vuelto a Mecklenburgh Square, como si hubiéramos salido en una de nuestras excursiones para verificar los daños, después de… después de…
    —Después de un bombardeo —dijo James.
    —Sí —dijo ella—. Pero no había humo sin fuego, esta vez.
    —Creo que le vendría bien una taza de té —dijo el amable desconocido.
    En ese momento James tendría que haberlo entendido, pero había preferido no hacerlo. Ella siempre había sido excéntrica.
    La cola de los medicamentos en la farmacia era larga, y le dijeron que volviera al cabo de veinte minutos; no era tiempo suficiente para ir a la librería, sí lo era para perjudicara la señora Bright. Dio vueltas por la tienda, un anciano con una mata de pelo canoso, con un impermeable arrugado. No quiso detenerse en la sección de maternidad e inesperadamente, caminando sin rumbo, se encontró en la sección de puericultura, entre paquetes de pañales de todas clases y cepillos de dientes con cabeza de animal. Había un expositor alto pintado de cromo brillante, de donde colgaban las rollizas y llamativas muñecas de la televisión, púrpura, verde, amarillo y rojo, con ojos negros y boca oscura en su sonriente cara de marioneta. Estaban encerradas en sofocante polietileno. No pueden respirar ahí, se sorprendió pensando James, pero esto no era un signo de locura, no, sino un signo de suma cordura, pues él había sopesado, como cualquiera en su lugar debía de sopesar en algún momento, lo que podía hacerse, rápidamente, con una bolsa de plástico. Las muñecas tenían un aire benévolo y estúpido. Se acercó más, tras echar una ojeada al reloj, y leyó sus nombres: Tinky-Wink, Dipsy, Laa-Laa y Po. Tenían una reluciente pantalla grisácea sujeta en el redondo vientre, y antenas en la cabeza encapuchada. Una simbiosis entre un televisor y un bebé de un año. Ingenioso, después de todo.
    La mujer que estaba tras el mostrador —de pechos voluminosos, teñida, con gafas, sonriente— dijo que los Telegorditos eran muy, muy populares. «Todos los adoran.» ¿Podía mostrarle uno?
    —¿Por qué no? —dijo James.
    Ella sacó a Tinky-Winky y a Po de sus brillantes fundas y presionó con energía su pequeño vientre, lo que hizo que se pusieran a cantar con voz aguda unas cancioncitas sin sentido.
    —Cada uno tiene la propia, ¿sabe?, su canción particular, fácil de recordar, para niños muy pequeños. A ellos les gusta recordar cosas, les gusta oírlas una y otra vez.
    —¿Ah, sí? —dijo James con aire ausente.
    —Sí, así es. Y mire qué suaves son, y hechos con una felpa muy práctica, se pueden lavar en la lavadora en un periquete, si ocurre cualquier clase de accidente. Son muy durables, le aseguro.
    Tuvo una visión de cuerpos cubiertos de andrajos, girando en un ciclo de centrifugado. No los círculos del Cielo, el Purgatorio y el Infierno, sino muñecas andrajosas girando en un ciclo de centrifugado.
    —Voy a llevar uno.
    —¿Cuál prefiere? ¿Es para una niña o para un niño? ¿Para un nieto, quizá? Tinky-Wink es un chico, aunque lleve un bolso, y también Dipsy. Laa-Laa y Po son chicas. Por supuesto, la diferencia no se ve. ¿Es para un nieto o para una nieta?
    —No —dijo James—. No tengo hijos. Es para otra persona. Me llevaré el verde. Es un verde ligeramente bilioso y el nombre es apropiado.
    La vendedora soltó a Dipsy de su gancho, y un Dipsy idéntico apareció por detrás.
    —¿Se lo envuelvo para regalo, señor?
    —Sí —dijo James.
    Con eso se cumplirían exactamente los veinte minutos.
    Habían esperado a que la guerra acabara antes de tener un hijo. Y luego, después de la guerra, cuando a él lo habían desmovilizado y se había reintegrado a su trabajo de profesor de lenguas clásicas en un instituto, el hijo invocado había rehusado entrar en el círculo. Le habían dado un nombre: Camilla, Julius, cuando eran románticos, Blob o Tiny cuando estaban irritados o molestos. No respondió a ningún nombre, se negó a ser. Hitler lo ha atrapado, solía decir ella. James sacudió el paquete, envuelto en lanudos corderitos en un campo azul.
    —Dipsy —le dijo—. Dipsy va muy bien, todos somos dipsomaníacos.
    Se preguntó si habría hablado en voz alta en la tienda. Miró alrededor. Nadie lo estaba mirando. Probablemente no lo había hecho.


    * * *


    Siempre tenía que juntar fuerzas para abrir la puerta de su casa. Era un hombre disciplinado, que había sido un buen profesor, y un buen oficial en las fuerzas aéreas, en parte porque era ecuánime. Creía, al estilo clásico, en el buen carácter y la razón. Tenía conciencia de albergar una rabia bullente, contra el destino, contra la edad, incluso —que Dios lo ayudara (pero Dios no existía)— contra la propia Mado, que no era responsable de la triste situación de ambos, aunque de vez en cuando sufría accesos de mal humor y se mostraba dispuesta a culparlo. No quería volver a su cautiverio, con su olor a enfermedad y su violencia latente. Como siempre hacía, sacó sus llaves y entró. Hasta consiguió dedicarle una sonrisa forzada a Deanna Bright.
    La señora Bright le había servido a Mado su almuerzo: sopa, bastoncitos de pan tostado, natillas del supermercado en su copa de plástico. Mado se había opuesto a que la alimentara, pero había tragado bastante, informó la señora Bright. Antes de contar con la señora Bright, él le dejaba platos de comida en la nevera. Había dejado de hacerlo cuando un día volvió a la casa y la encontró sentada a la mesa, ante una comida que ella misma había preparado. Esta consistía en una montaña de café molido y un charco de harina humedecida, que estaba intentando comer utilizando a modo de cuchara el hueso seco de un aguacate. En esta etapa él aún tenía la suficiente curiosidad intelectual para preguntarse si habría sido la forma del hueso lo que había despertado en ella algún recuerdo primitivo de la forma de una cuchara.
    —No, querida —le había dicho—. Así no, no está bien.
    Ella lo había golpeado con el extremo puntiagudo del hueso y le había lastimado la mejilla, para luego tirar sobre la alfombra café, harina y plato. Por entonces era la historia de una extravagancia que habría podido contar a un amigo en un bar. Tenía una dosis de horror estético que resultaba grata. Aquello había quedado atrás, no había ya nada en él que quisiera contar lo que fuera a alguien, ni en un bar ni en ninguna otra parte.


    * * *


    —¿Cómo ha estado? —le preguntó a Deanna Bright.
    —No me ha dado problemas. Sólo se ha quejado un poco de tener tantas visitas.
    —Ah —dijo James; intentó bromear—:Me gustaría saber quiénes eran. Así podría charlar con alguno.
    —Dice que son espías. Dice que los envió fuera en misiones y que fingieron que los habían matado, pero que han regresado en secreto.
    —Espías —repitió James.
    Deanna Bright tenía una expresión de piedad y preocupación.
    —Es curioso cuántos de ellos hablan de espías, servicios secretos y cosas así. Supongo que es porque se vuelven desconfiados.
    —De hecho ella sí que envió espías, durante la guerra —dijo James—. Estaba en el Servicio de Inteligencia. Los envió a Francia y Noruega y Holanda, en barco y en paracaídas. La mayoría de ellos no volvieron.
    —Están escondidos —dijo Mado en voz muy alta—. Están furiosos, quieren hacer daño, son peligrosos, quieren…
    —¿Qué quieren? —preguntó Deanna.
    —Chuletas de cordero —dijo Mado—. Chuletas frías. Muy frías, con salsa.
    —Se refiere a la venganza —dijo James—. Un plato que se come frío. En cierta forma es alentador, cuando hay alguna clase de sentido. Bien podrían querer vengarse.
    Deanna Bright no parecía convencida; posiblemente no conocía el dicho, posiblemente dudaba de la capacidad de Mado para establecer complejas relaciones. En una oportunidad le había hablado a James con severidad cuando él se había referido a la mujer de la butaca como una zombi. «Usted no sabe lo que está diciendo —había dicho ella—. No sabe lo que quiere decir verdaderamente esa palabra. Ella es una pobre criatura y un alma errante. No es uno de ellos».
    Ahora se caló el gorro de lana sobre su crespo cabello, y se marchó para ir a ayudar a otras almas y cuerpos desgastados.
    Cuando James se quedó solo, es decir, solo con Mado, desenvolvió a Dipsy y se lo tendió sin decir palabra. Ella le arrebató el muñeco, lo alzó y observó su plácida carita, lo puso boca abajo sobre sus rodillas y palpó la felpa.
    —Están esperándonos —dijo—. Se nos ha hecho tarde. Tenemos que ir al consultorio. O quizá es a la zapatería. Sasha no ha venido, otra vez. Han estado medio día haciendo cola para conseguir una minúscula lonja de cerdo.
    Sus fuertes dedos masajeaban el muñeco.
    —Han puesto cables por todo el piso de arriba. Están a la escucha y cuentan chistes verdes. Sasha lo encuentra divertido.
    Muy al principio, la súbita presencia de gente invisible le había parecido a James a la vez grotesco y fascinante. Se había casado con una mujer —a quien había conocido en la universidad en 1939— que hablaba como una locutora de radio y nunca mencionaba a su familia. Se habían casado precipitadamente —él se iba a la guerra, cualquiera de los dos podía morir al día siguiente— y ella había dicho que no tenía parientes cercanos, era una huérfana independiente. Dos de sus compañeros estudiantes, que actuarían como testigos, organizarían la fiesta de bodas. Ahora que su razón desvariaba, la escalera y los armarios estaban llenos de gente, gente a la que acusaba y regañaba, a la que suplicaba y halagaba, gente amenazadora. A algunos les hablaba con un rudo acento cockney, con voz aguda e infantil: «No me pegues más, mamá, seré buena, no he hecho nada, basta, mamá, basta». Nunca daba más detalles. Cuando él la interrogaba sobre su madre, ella decía: «Ya te dije que soy huérfana». Luego estaba Sasha, una amiga poco confiable de cuya existencia, pasada o presente, él no sabía nada, excepto que ella y Mado eran hermanas de sangre: «Nos cortamos la muñeca y las frotamos, ¿sabes?, las frotamos para mezclar nuestra sangre. Sasha es la única y está escondida». Y luego estaban los fantasmas de la guerra, que se aparecían. Amigos muertos en un bombardeo mientras dormían, amigos abatidos cuando sobrevolaban Alemania, hombres y mujeres enviados a misiones secretas. «Entra, Akela, entra», suplicaba la vieja voz cascada. Él mismo era muchas personas. Era Robin Binson, de quien siempre había sospechado que había sido su amante en 1942, Robin, cariño, dame un pitillo, tratemos de olvidar todo esto. Era a él, James, a quien le había dicho esto cuando yacían desnudos sobre el cubrecama, mientras caían las bombas. Tratemos de olvidar todo esto. Ella lo había olvidado todo, y ahora todo revoloteaba alrededor, como hilos y fragmentos.
    Antes de la gente invisible había habido ataques de miedo relacionados con los aspectos sombríos u ominosos de lo visible. Su propia cara en un espejo, entrevista a través de la puerta: «Quién es ésa, no quiero que esté aquí, no tiene buenas intenciones». Temblores involuntarios al ver su sombra, o la de él, proyectada en las paredes o en los escaparates, en los días en que aún salían a la calle. Y había habido un nervioso parloteo interminable sobre el Servicio de Inteligencia. Ésta era una palabra que siempre había significado mucho para ella, reflexionaba él en su soledad, en la presencia de la ausencia. En la universidad era su término más elogioso. Sabe mucho, trabaja, pero no capta lo esencial, no es inteligente. O: «Me gusta Des. Es rápido. Es inteligente», como si la palabra fuera intercambiable con «sexy». Lo que, quizá, era así para ella. Ambos estudiaban para ser profesores, hasta que estalló la guerra. Él estudiaba lenguas clásicas; ella, francés y alemán. Cuando se casaron, ella tuvo que renunciar a la idea de ser profesora, porque a las mujeres casadas no se les permitía enseñar en la depresión de los años treinta, ya que le habrían quitado el lugar a los hombres, que eran el sostén de la familia. Más tarde, cuando los hombres se alistaron o fueron llamados a filas, se había permitido que las mujeres ocuparan sus puestos de trabajo, incluso en las escuelas de varones. Ella había conseguido un buen trabajo en un instituto de Londres. Ambos se habían mostrado encantados, en parte, al menos, porque a ninguno de los dos le agradaba la tristeza en que la sumía la falta de una ocupación inteligente. En sus campamentosy alojamientos militares, y luego cuando sobrevolaba el Mediterráneo, él había tenido celos de sus compañeros profesores. Pero ella no se había contentado con eso. Había presentado una solicitud para un verdadero trabajo de guerra, y había desaparecido en el Ministerio de Información, donde sus colegas eran elegantes poetas, misteriosos extranjeros y lingüistas expertos. Vivía en un Londres agitado y en llamas. Él había imaginado que ella volvería a la enseñanza, como hizo él, cuando todo terminara. Pero ella se había aficionado al Servicio de Inteligencia. Permaneció allí, siempre reservada en cuanto a la naturaleza de su trabajo, ganando más que él, cosa en la que él trataba de no pensar.


    * * *


    El día gris siguió su curso. James le sirvió su cena, lo que provocó sus quejas. La llevó al cuarto de baño. Otro momento culminante había sido cuando, años atrás, él le había dicho:
    —Tú ve al cuarto de baño que yo te prepararé la cama.
    Y ella, mirándolo fijamente con esa expresión de sospecha que se había hecho habitual, había contestado:
    —¿Dónde está?
    —¿Dónde está qué cosa?
    —Ese cuarto al que dices que tengo que ir. ¿Dónde está?
    Él la cogió por la mano.
    —Cálmate. Espera a Sasha. Sasha está nerviosa. Espérala.
    Aún intentaba hablarle. Muy de tiempo en tiempo, ella contestaba. No sabía en qué momentos ella lo reconocía, si es que lo hacía alguna vez.
    Una o dos veces, mientras esperaba para ayudarla a lavarse, o cuando dejaba su dormitorio después de haberla acostado, tuvo la vertiginosa sensación de no saber quién era él o dónde estaba, o adónde se proponía ir. Una vez, durante un instante terrible, se había preguntado dónde estaba el baño, mientras las grises habitaciones giraban a su alrededor como un tiovivo. A los veinte años habría comprendido que se sentía exhausto y se habría reído. Ahora se preguntaba —como se preguntaba cada vez que comprobaba que sus llaves y su dinero estaban a salvo— si aquello era el comienzo.
    Cuando ella estuvo acostada, se sentó y trató de leer a Virgilio. Pensaba que el esfuerzo de recordar la gramática y la métrica era en cierto modo un ejercicio para sus células grises, mantenía la presteza y fluidez de sus conexiones.
O, pater, anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est animas.
Había pensado inscribirse en un curso vespertino, o incluso hacer un máster o un doctorado, pero no podía salir, era imposible. Cada vez que olvidaba una frase que antes había sabido de memoria, como un canto que resonaba en sus nervios, sentía un fugaz escalofrío de pánico. ¿Es el comienzo? Yo sabía cómo era el pluscuamperfecto de vago. Le llegaba su voz ronca, quejándose en el dormitorio, e iba a alisarle las sábanas. No le agradaba irse a la cama porque lo aterrorizaba la idea de que lo despertaran.
    Así que dormitó sobre el canto VI de La Eneida, y oyó su propio ronquido irregular. Recogió del suelo a Dipsy, que estaba caído frente al televisor, y al mismo tiempo la cinta rosa y algunas de las horquillas de acero. Con aire distraído, se puso a clavar las horquillas en la gris pantalla de la gris panza de felpa de Dipsy. La atravesó una y otra vez.


    * * *


    A altas horas de la noche, la calle estaba tranquila. En unas pocas ventanas parpadeaban las luces de las cuadradas pantallas. No se oía mucha música, o la que sonaba se había moderado respetuosamente. La gente no volvía tarde a su hogar, ni charlaba en el umbral. Así que se sorprendió al oír unos pies que corrían a gran velocidad, dos pares, una persecución. De pronto sonó su timbre. No voy a bajar a estas horas, pensó, es peligroso. El timbre sonó con más insistencia. Oyó que aporreaban la puerta, con la mano o con el puño.
    Bajó, básicamente para evitar que Mado se despertara. Abrió la puerta, dejando la cadena puesta.
    —Déjeme entrar. Por favor, déjeme entrar. Me persigue un negro enorme, con un cuchillo, quiere matarme, déjeme entrar.
    —Usted podría ser una ladrona —dijo James.
    —Podría. Pero, si no me deja entrar, me matará. ¡Rápido, por favor!
    James oyó las otras pisadas, más fuertes, y abrió la puerta. Ella era delgada, se deslizó dentro como una anguila y se apoyó en la puerta mientras él volvía a colocar la cadena y echaba el cerrojo. Escucharon, inmóviles en la silenciosa escalera. Los otros pasos vacilaron, se detuvieron. Y luego se alejaron, aún corriendo, pero más despacio.
    James la oyó jadear en la oscuridad.
    —Le daré un vaso de agua. Venga.
    Él vivía en el primer piso. La condujo arriba, y ella lo siguió. Ella se dejó caer con elegancia en su sillón, y enterró la cara en las manos antes de que él pudiera verla claramente.
    Calzaba unas sandalias de un negro brillante con tacones muy altos y finos. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo. Las piernas eran jóvenes y largas. Llevaba un vaporoso vestido suelto de seda escarlata, abierto hasta el muslo, con tirantes muy estrechos. Era de un estilo que un James más joven habría tildado de putesco, pero era observador y sabía que en el presente todas las mujeres se vestían de un modo que él habría considerado putesco, si bien esperaban ser tratadas con respeto. Las manos de la chica, con que se aferraba la cabeza, eran largas y delgadas, al igual que los pies, y también tenían las uñas pintadas de rojo. Su cara quedaba oculta por una mata de finos cabellos negros, que escapaban de un moño hecho en la coronilla. Le sorprendió que hubiera podido correr tan rápido, con esos zapatos. Los hombros de la chica se agitaban, y la seda temblaba con sus jadeos. James fue sin hacer ruido hasta la cocina en busca de un vaso de agua.
    Ella tenía un rostro bonito y anguloso, con una boca ancha de labios rojos, largas pestañas negras, y los párpados maquillados de tal modo que parecían amoratados. Le preguntó si quería llamar a la policía, y ella negó con la cabeza mientras bebíaa sorbos el agua y se acomodaba en el sillón.
    —Creí que no iba a abrir —dijo ella—. Pensé que no salía de ésta. Estoy en deuda con usted.
    —Cualquiera habría hecho…
    —No —lo interrumpió ella—, no lo habrían hecho. Estoy en deuda con usted.


    * * *


    Él no encontraba qué decir a continuación. Habría sido una falta de cortesía interrogarla, y ella seguía sentada, aún un tanto temblorosa, sin mostrar signo alguno de estar dispuesta a contar su historia. Por lo general bebía algo un poco más fuerte que el agua a esas horas, antes de acostarse, dijo él. ¿Quería acompañarlo? El whisky, por ejemplo, era bueno para los sustos.
    Había sido un hombre que atraía fácilmente a las mujeres, al menos cuando estaba en la fuerza aérea, con su bigote dorado. Hacía mucho tiempo que se había dicho que tenía que entender cuando algo se había acabado y renunciar a ello con dignidad. No habría habido ningún problema en ofrecerle a ella una copa si no hubiera sido bonita. Pensó que no habría tenido reparos en interrogarla si ella hubiera sido gorda y dentuda.
    —Un whisky me vendría muy bien —dijo ella con ligereza—. Con hielo, si no le parece de mal gusto.
    —Sobre gustos no hay disputa —dijo James, que de hecho no ponía nunca hielo en un buen whisky.


    * * *


    Cuando volvió de la cocina con los vasos, ella recorría la habitación, mirando su estantería de libros, las fotografías de su escritorio, el cesto de la ropa sucia donde amontonaba por la noche todas las cosas de Mado, la butaca de orejas con la cinta rosa cuidadosamente colgada en el respaldo, dispuesta para el día siguiente, y el muñeco Dipsy despatarrado en el asiento, con su color verde lima y una tenue sonrisa. Él cruzó la estancia y le tendió el repiqueteante vaso. Levantaron los vasos como para entrechocarlos. Cuando ella inclinó la cabeza por un momento, él vio los mechones sueltos en su nuca, aún mojados. Ella pasó rápidamente un dedo pintado de escarlata por el cuerpo de Dipsy e interrogó a James con la mirada. Él se volvió, y en ese momento un ruido sordo y un chillido provenientes de la habitación de Mado lo hicieron salir precipitadamente.
    Mado estaba de pie en la puerta de su dormitorio, envuelta en sus sábanas, como si fuera una toga o un sudario. Le castañeteaban los dientes. Los cabellos grises le caían sobre la cara y los hombros.
    —Has entrado en mi habitación sin hacer ruido —dijo ella—, pero no contestas, quieres hacerme daño, sé que eres un mal hombre, vivo con un mal hombre, no hay nada que hacer…
    —Cálmate —dijo él—. Te llevaré de nuevo a la cama.
    Mado se puso frenética cuando miró por encima del hombro de James, y gesticuló como una posesa para protegerse de los golpes, mientras se encogía y farfullaba. James oyó el susurro de la seda a su espalda.
    —Mi mujer está enferma —dijo—. No tardaré más que un minuto.
    —Hazla salir de aquí —gritó Mado—. Es una bruja malvada, quiere hacernos daño a todos…
    —Lo siento —dijo James a su visitante.
    —No tiene por qué —contestó ella mientras se retiraba.


    * * *


    Calmar a Mado podría haberle llevado horas, o toda la noche, pero esa noche la vida y la combatividad la abandonaron cuando la otra mujer se retiró. Permitió que él la acostara de nuevo en la cama rehecha, después de la necesaria visita al lavabo. James volvió, sintiéndose avergonzado sin motivo, y reducido de su condición de anfitrión civilizado a la de monstruo.
    —Lo siento —dijo a modo de disculpa general, por la vida, por Mado, por la edad, por el olor a cerrado de su casa, por el inexorable declive—. Lo siento.
    —¿Por qué? No tiene nada de que disculparse. Usted es bueno, ya lo veo, esto es muy duro. ¿Cuánto tiempo hace que ella está así?
    La naturalidad con que le formuló la pregunta le arrancó un suspiro de alivio.
    —Hace cinco años que no sabe quién soy —dijo—. Hago todo lo que puedo, pero no es bastante. Ninguno de los dos es feliz, pero hay que seguir adelante.
    —¿Tiene usted amigos?
    —Cada vez menos, tanto porque no puedo aguantarlos como porque ellos no me aguantan a mí, es decir, a ella…
    —¿Tiene más whisky?
    Ella volvió a sentarse mientras él iba a buscar la botella. Le hizo preguntas superficiales, y él le contó cosas —cosas como el hueso de aguacate, cosas como el Servicio de Inteligencia—, y ella sonreía pero sin reír, mostrando en su expresivo y atento rostro que entendía la comedia estética, así como su pequeñez comparada con el asfixiante volumen del entorno.
    —Lo siento —seguía diciendo él—. Es que no hablo nunca.
    —No —decía ella—. No es necesario. No tiene por qué disculparse.


    * * *


    Después de otro vaso de whisky, ella comenzó de nuevo a recorrer la habitación. La seda roja ondeaba en torno a sus muslos. Él pensó que un cumplido no se interpretaría mal, y le dijo que llevaba un vestido muy seductor. La respuesta de ella fue echar la cabeza hacia atrás y reír a sus anchas, alegremente, tanto que los dos se quedaron inmóviles y aguzaron el oído para ver si Mado se había despertado. Ella fue otra vez hasta la butaca de orejas, cogió la cinta rosa y la hizo deslizar entre sus largos dedos, examinándola.
    —A ella no le gusta el rosa —le dijo a James.
    —No —reconoció él—. Lo detesta. Siempre lo ha hecho. Es infantil, dice. No quería usar ni bragas rosas ni enagua rosa. Le gustaba el color marfil o el azul claro. Y el rojo.
    —Le gustaba el rojo —dijo la visitante, alzando a Dipsy—. Podría haber elegido la muñeca roja, Po, pero eligió este de color bilioso.
    —Lo hice por mí —dijo él—. Un acto inofensivo de violencia. No hace ningún daño.
    La joven mujer se alejó de la butaca, tras dejar la cinta y el muñeco en su lugar.
    —Dipsy es un nombre estúpido —dijo.
    —Po es aún más feo —dijo él a la defensiva—. Puede ser pocho. O pocilga.
    —El río Po es elrío Erídano, que conduce al mundo subterráneo. Un río mágico. Podría haber elegido a Po.
    —Y usted ¿cómo se llama? —preguntó él como si eso fuera lo lógico, un poco achispado, fascinado con el movimiento ondulante de la seda cuando ella caminaba.
    —Dido. Me hago llamar Dido, en todo caso. Soy huérfana. He repudiado a mi familia y, con ella, cualquier otro nombre. Me gusta Dido. Tengo que irme.
    —La acompañaré para asegurarme de que no hay moros en la costa.
    —Gracias —dijo ella—. Lo veré pronto.
    A él le habría gustado que así fuera, pero sabía que ella no lo haría.


    * * *


    Más tarde, varias cosas lo hicieron dudar de si ella realmente había estado allí. Para empezar, el nombre que se había dado, Dido, extraído de lo que él estaba leyendo. Aunque también podía ser que ella hubiera cogido su libro mientras él se ocupaba de Mado, y más o menos al azar hubiera escogido el nombre de la apasionada reina. Sabía que el Po era el Erídano, cosa que él había olvidado, pensó, y sintió miedo por la pérdida de un hecho conocido, como siempre sentía. Ella tenía conocimientos de mitología, contra todo lo esperado. ¿Y por qué no había de tenerlos? ¿Por qué una mujer bonita vestida de seda roja no podía saber algo de mitología, nombres de ríos y cosas así? Había sabido que Mado detestaba el rosa, cosa que no podía saber, cosa que la señora Bright desconocía, cosa que él mantenía en secreto. Él debía de haber inventado esa parte de la conversación, o como mínimo recordarla mal. Tal vez ella existía tan poco —o tanto— como Sasha, la imaginaria hermana de sangre. Había experimentado una absurda sensación de pérdida cuando ella se había marchado, como si hubiera llevado vida a la habitación —acosada por la muerte y la oscuridad— y luego se la hubiera vuelto a llevar. Lo que sentía por ella no era deseo sexual. Vio —con toda claridad, según le pareció— el hombre viejo que era por fuera. Su cara arrugada, sus dedos artríticos, sus dientes remendados y su aliento sin duda fétido no tenían nada que hacer con alguien tan lleno de vida y encanto. Lo que sentía era algo más primitivo, el placer ante lo que está vivo. Ella pertenecía a los vivos, y él a los muertos. Ella nunca volvería.
    Esa noche, en la cama, lo invadió un recuerdo tan vivido —como le sucedía cada vez con mayor frecuencia— que por unos momentos pareció como si fuera real y estuviera pasando allí y en ese instante. Era algo que le ocurría más y más a menudo cuando resbalaba y perdía pie en la pendiente que separaba el sueño de la vigilia. Daba la impresión de que no hubiera más que una membrana separándolo de la vida del pasado, así como sólo había estado el amnios separándolo del aire libre en el momento del nacimiento. En la mayoría de los recuerdos era un niño otra vez y deambulaba por los campos cubiertos de coloridas margaritas de su infancia, en medio de un intenso olor a caballo, chapoteaba en los arroyos de truchas, oía a sus padres discutir en voz baja, o paseaba en burro por la vasta playa de arena húmeda. Pero esta vez revivió su primera noche con Madeleine.
    Ambos eran estudiantes y vírgenes; él se había debatido entre el miedo y la esperanza de que ella no lo fuera, ya que quería ser el primero y al mismo tiempo no quería que resultara un fiasco o un fracaso aún peor. No se lo había preguntado hasta que se desnudaron en el cuarto de hotel que habían alquilado. Ella se había vuelto para mirarlo burlonamente a través de sus negros cabellos, mientras se quitaba de éste las horquillas, dándose cuenta plenamente de sus dos temores.
    —No, no ha habido otro, y sí, tendrás que arreglártelas partiendo de cero, pero como los seres humanos siempre se las han arreglado muy bien, probablemente lo conseguiremos. No lo hemos hecho tan mal hasta ahora —dijo, mirándolo con los ojos entrecerrados para recordarle los manoseos cada vez más complejos y atormentadores, en coches, en habitaciones de la universidad, en el río cerca de las raíces de los sauces.
    Ella siempre había mostrado una clara ausencia —chocante incluso— de la natural renuencia femenina, de pudor y hasta de ansiedad. Amaba su propio cuerpo, y él lo idolatraba.
    Se pusieron a ello, dijo Madeleine más tarde, con uñas y dientes, con plumas y terciopelo, con sangre y miel. Esa noche él revivió una relación íntima que había ido olvidando lentamente durante los años de guerra, así como otros momentos de maravillosa vehemencia que le habían sido arrebatados, y luego la destrucción del hábito. Recordaba haber sentido, y luego pensado: «Ningún otro ha sabido jamás cómo es esto verdaderamente, ningún otro lo ha comprendido de verdad, o la raza humana sería diferente». Y cuando se lo dijo a Madeleine, ella rió con su risa irónica y le dijo que era un presuntuoso —«Ya te dije, James, que todo el mundo lo hace, en mayor o menor medida»—, pero enseguida se echó a llorar y lo besó por todo el cuerpo, y sus ojos ardientes de lágrimas se movían por su vientre como insectos exploradores, y su voz ahogada decía: «No me hagas caso, te creo, ningún otro jamás…».
    Y esa noche —mientras se remontaba hacia la vigilia como una trucha en el río para volver a sumergirse— no supo si era un alma en éxtasis o atrapada en las redes del tormento. Sus manos eran nerviosas y ágiles y eran torpes y vacilantes. La mujer lo montaba, arqueada en su gozo, y a la vez yacía sobre él como masilla.
    Y él, a quien se le habían empañado los ojos pero que jamás había llorado, los sintió llenos de lágrimas.


    * * *


    La mañana siguiente pensó que debía de haberla hecho surgir del laberinto de su inconsciente. Pero Deanna Bright, ordenando la cocina, limpió unos restos de lápiz de labios escarlata de un vaso que él creía haber lavado, y lo interrogó con la mirada.
    —Estaban persiguiendo a una mujer en la calle. La hiceentrar.
    —Tiene que tener cuidado, señor Ennis. La gente no es siempre lo que parece.
    —Hay que volver a cambiar las sábanas —dijo él, cambiando de tema.


    * * *


    Algo había cambiado, no obstante. Él había cambiado. Si antes temía olvidar cosas, ahora lo atormentaban las cosas que recordaba, con vivida precisión. Gente y cosas del pasado se deslizaban sigilosamente en la realidad y ocultaban la alfombra manchada y la butaca de orejas en que Mado parloteaba con Sasha, o toqueteaba el muñeco verde lima con dedos torpes. Él se decía que era como un hombre que se estuviera ahogando y viera su vida desfilar como un relámpago ante sus ojos, y entonces se preguntó cómo sería eso exactamente: ¿se vería pasar a los vivos y los muertos ante los ojos reales que estarían mirando bajo el agua, o aquéllos se sucederían en una vertiginosa película proyectada dentro del oscuro teatro de la cabeza anegada? Lo que le ocurría en esos momentos era que, cuando se despertaba tras haber dormitado sobre su libro, o cuando entraba dando traspiés en su dormitorio mientras se desabotonaba la ropa, veía visiones, oía sonidos, sentía olores largo tiempo atrás desaparecidos, que ahora regresaban para ser estudiados y comprobados, por así decirlo. Alemanes muertos en el desierto del norte de África, sus gorras, sus bidones de agua. La vieja mujer que él y Madeleine habían empujado bajo la mesa durante la peor noche del bombardeo alemán, y que habían reanimado con whisky cuando pareció que estaba a punto de sufrir un ataque al corazón. Tenía una pantufla de fieltro roja con un pompón, y un pie descalzo. Vio sus nudosas rodillas, colocó las pantuflas de piel de cordero de Madeleine en los temblorosos pies, olió —durante varias horas seguidas— el olor de Londres en llamas cuando salían a verificar los daños. Polvo en la nariz, polvo en los pulmones, polvo de piedras y explosivos, y cenizas de carne y huesos. Habían salido a caminar después de la noche del 10 de mayo y habían visto los daños de la abadía de Westminster y el Parlamento incendiado, habían paseado por los parques y habían visto las bombas caídas sin explotar cercadas con una valla, y los niños que hacían navegar sus barquitos en el estanque redondo de los jardines de Kensington. Ahora veía las vallas y las tumbonas, los escombros y los niños.
    Recordaba el miedo, pero también la sangre joven que bullía en él, impulsada por el hecho de la supervivencia y por el deseo de sobrevivir. Había tenido miedo: recordaba el gemido de las sirenas, el silbido y la explosión de las grandes bombas, el zumbido del motor de los bombarderos, y la risa enloquecida de Madeleine cuando la explosión era en otra parte. La muerte estaba cerca. Amigos con los que uno iba a encontrarse para cenar, que estaban vivos en nuestra mente en el momento de salir para ir a su encuentro, nunca llegaban, porque eran carne aplastada bajo ladrillos y vigas. Otros amigos que habían quedado con la mirada fija en nuestros recuerdos, como quedan los muertos cuando adquieren la forma final que les da nuestra memoria, aparecían de improviso en nuestra puerta como carne viviente y miserable, magullados y sucios, acarreando bolsas con las pertenencias rescatadas, y pedían rogando una cama, una taza de té. La fatiga empañaba los ojos de todos y agudizaba los sentidos. Recordó haber visto a una madre con su hijo tendidos bajo un banco, abrazados, y no haberse atrevido a despertarlos, por temor a que estuvieran muertos. Pero sólo era gente sin hogar, durmiendo el sueño de los exhaustos.
    Madeleine no intervenía en estas nuevas visiones de la vida perdida. El sonido de su risa, esa única vez, fue su máxima presencia.
    Cuando «aquello» había empezado, había comprendido que se requería más coraje para levantarse cada día, para velar por la mente errabunda y el cuerpo trastabillante de Mado, que para cualquier otra cosa que hubieran afrontado en la vida. Y él se había puesto firme, como un soldado, para cumplir con su deber, a la vez que decidía que por el interés de ambos no tenía que volver a pensar en Madeleine, pues su deber estaba allí, en el presente, con Mado, cuya necesidad era extrema.


    * * *


    El hecho de que él estuviera perturbado perturbó a Mado, quien pasó a comportarse de un modo que tanto él como Deanna Bright se abstuvieron de tildar de «travieso» ya que ello implicaba una imposible segunda infancia. «Desquiciada», la llamaba James. «Agitada» era la palabra empleada por Deanna Bright. Empezó a romper cosas y a esconder otras. Él la descubrió cuando lanzaba por la ventana los cubiertos de plata que él había heredado de sus padres en un estuche negro forrado de felpa, los arrojaba uno a uno y se quedaba escuchando el tintineo del metal sobre la acera. Los Telegorditos se alimentaban de una curiosa comida que consistía en discos de natillas rosadas que salían burbujeando de una máquina color lavanda, y de «tostadas» con caras sonrientes que caían en cascada de un tostador. El exceso de comida era absorbido ruidosamente por una nerviosa aspiradora llamada Noo-noo. Los discos de natillas (ella odiaba el rosa) suscitaban en Mado breves y enérgicos arranques de emulación, y la alfombra quedaba cubierta de leche y miel, de crema de bebé y aliño. Y de whisky. Ella vertió su Glenfiddich en el tapete. El olor lo llevó a recordar a Dido, pero la libación no hizo acudir a ningún espíritu. James compró otra botella. El olor persistió, mezclado con el humo y las cenizas fantasmales del Londres en llamas de 1941.


    * * *


    Llegó una noche en que, después de haber instalado a Mado para pasar la noche, ella se apareció repetidas veces en su puerta, para gimotear mientras él intentaba traducir el canto VI de La Eneida.
    —No puedo hacerlo —repetía—, no logro atraparlo.
    Por un terrible momento James alzó la mano para abofetear o golpear a la gimiente criatura, y ella retrocedió, balbuceando. Es hora de que los Telegorditos vayan a la cama, dijo en cambio James, remedando un anuncio televisivo. La condujo —con suavidad— a su dormitorio y le puso a Dipsy en los brazos. Ella arrojó el muñeco al suelo, con un resoplido de enojo, y se volvió de cara a la pared. Él levantó a Dipsy por el pie, y regresó al mundo subterráneo y a su perpetua luz crepuscular. De pronto advirtió que estaba torturando a Dipsy, retorciéndole las diminutas muñecas y, nuevamente, clavándole una horquilla en el orondo vientre de felpa. Mientras que los pequeños actos crueles sean inofensivos…, dijo su mente racional, en tanto que él seguía acuchillando al muñeco.
    Sonó el timbre de la puerta. Esperó a ver la reacción de Mado antes de responder; si aquello la perturbaba, no abriría, sería insoportable. Pero ella permanecía en silencio. El timbre sonó otra vez. Al tercer timbrazo bajó a abrir. Ahí estaba, en el umbral, la mujer morena con el vestido de seda roja, como una amapola.
    —Traigo regalos —dijo ella—. De agradecimiento. ¿Puedo entrar?
    —Por supuesto —dijo él, con aire torpemente ceremonioso—. Y puedo ofrecerle un vaso de whisky, si lo desea.
    Imaginó que la fina nariz se fruncía ante el olor de sus habitaciones.
    —Aquí tiene —dijo ella, tendiéndole una caja de bombones Black Magic adornada con una cinta escarlata.
    Bombones salidos de los cines de su juventud, que de algún modo habían persistido hasta el presente.
    —Y esto es para ella —añadió alargando la otra mano—. Sé que prefiere la roja. Prefiere a Po.
    Él cayó en la cuenta de que aún tenía en la mano a Dipsy y la horquilla. Po estaba envuelta en lo que pensó que era celofán, una hermosa palabra, también salida de esos viejos días, relacionada con diáfano, aunque en realidad sabía que la muñeca sonreía desde una bolsa de plástico, también adornada con una cinta escarlata. Dejó a Dipsy, aceptó los dos obsequios, los depositó sobre la mesa y fue en busca del whisky, dos whiskies generosos, uno con hielo, otro solo.
    —Pensé que no volvería.
    —Tenía que hacerlo. Y su vida es muy triste, pensé que le alegraría verme.
    —Claro que me alegra. Pero no la esperaba.


    * * *


    Se sentaron y charlaron. Ella cruzaba y descruzaba sus largas piernas, y él le miraba los tobillos con intenso placer pero sin deseo. Se acordó de Madeleine, alejándose corriendo por el brezal, mirando hacia atrás para comprobar que él podía atraparla. Dido le hizo educadas preguntas sobre él mismo, y eludió las que él le formuló a su vez, de manera que, mientras el ahumado sabor del whisky le impregnaba la nariz, James se encontró contándole su vida, hablándole de todas las personas que habían regresado y ocupaban su piso, mezclados con quienquiera o lo que fuera que la demente Mado había conjurado. Somos una verdadera muchedumbre, una verdadera multitud de espíritus agitados, en estos días, dijo él, completamente apiñados, pero sólo dos somos de carne y hueso. De pronto me encuentro en épocas y lugares extraños, desaparecidos de mi mente hasta ahora.
    —¿Como por ejemplo?
    —Hoy recordé el embalaje de un cajón de naranjas y limones en Argel. Eran hermosos, dorados y amarillos, brillantes, y los escogimos con cuidado, el árabe y yo, llenamos el cajón con virutas de madera y clavamos la tapa. Y un amigo piloto se los trajo a ella, como una sorpresa. No se conseguían cítricos durante la guerra, ¿sabe?, y los echábamos de menos.
    —Y cuando ella abrió el cajón —dijo Dido— sintió el olor a esencia de citronela y a zumo de cítricos que ya casi había olvidado. Y retiró las virutas de madera y hundió las manos, como alguien que busca un tesoro en la caja de las sorpresas de una feria de pueblo. Y sus dedos salieron cubiertos de polvo verde musgo, un color bonito en teoría, el color de los líquenes y el moho. Y extrajo el limón mohoso, con su protección de papel plateado, y miró la naranja que estaba debajo, y ésta simplemente se deshizo en un bonito polvo verde claro, como un pedo de lobo. Y siguió sacando y sacando frutas, llenando todo de polvo, apilándolas sobre una hoja de periódico, y no había ni una buena.
    —Eso no es verdad. Ella dijo que era… un cofre del tesoro lleno de delicias. Dijo que estaban… increíblemente deliciosas. Dijo que las había economizado y saboreado una a una.
    —Siempre fue una gran mentirosa. Como tú siempre has sabido. Era un regalo maravilloso. Se pudrieron en los aeropuertos y los depósitos. Fue un accidente que se llenaran de moho. Ella te estaba agradecida por el regalo.
    —¿Cómo puede saber eso?
    —¿No sabes cómo lo sé?
    —Soy un hombre viejo. Me estoy volviendo loco. Es usted un fantasma.
    —Tócame.
    —No me atrevo.
    —Te digo que me toques.
    Él se puso de pie y con paso vacilante cruzó el espacio que los separaba y que giraba a su alrededor. Rozó con la punta de los dedos el sedoso cabello, y luego, castamente y con terror, tocó la piel de su brazo, cálida y joven.
    —Tangible —dijo él, rescatando una palabra antigua del hervidero de su cabeza.
    —¿Lo ves?
    —No, no lo veo. Creo que creo que usted está aquí —dijo él, y añadió—: ¿Qué más sabe, que yo podría haber sabido y no sé?
    —Siéntate y te lo diré.


    * * *


    —Ella decía siempre que Hitler había destruido los días de su juventud, y los tranquilos días de su casamiento, y el hijo que podría haber tenido. Que le había dado dramas, demasiados dramas, insatisfacciones y una inquietud constante, por lo que nunca podía estar satisfecha. Estos pensamientos iban acompañados de sentimientos muy vehementes, sobre todo cuando vivía esos días tranquilos que no eran más que un remedo de días tranquilos, un simulacro de vida, por así decir. No obstante, si una cocina y un plato de macarrones gratinuno como un destino fijo e invariable.
    —Como ahora —dijo él, pensando en las natillas arrojadas al suelo.
    —El peor momento, el más irreal fue cuando le llegó… cuando te llegó el permiso de embarque. Antes de que te marcharas allí adonde no podías decir que ibas, donde florecen los naranjales y los limones. Así que os quedasteis sentados, día tras día, durante esas dos semanas, y ella observaba el péndulo del reloj, y te arreglaba el cuello de la camisa como una muñeca de cera de la perfecta ama de casa, con la cabeza inclinada sobre el agujero que zurcía en los talones azules y polvorientos. Y de vez en cuando salíais juntos a comprobar los daños: iglesias con las puertas reventadas como frutas aplastadas, cristales centelleantes cubriendo las aceras a lo largo de Oxford Street y Knightsbridge; y hablabais poco y con mucho cuidado, como si fuera una competición de trivialidades. Y, cuando te marchaste, ella sabía que no estaba embarazada y te dio un rápido beso en la mejilla, como una buena esposa inglesa, no un beso a lo Romeo y Julieta, y partiste, cargado con tu mochila, en medio de la noche, temporal o permanente.
    —Sí —dijo James.
    —Sí —dijo ella—. Y entonces se tendió en el suelo y aulló como un animal, retorciéndose como si fuera presa de atroces dolores. Y al fin se levantó, se dio un baño, se pintó las uñas de las manos y los pies con un resto de esmalte, se secó a medias el pelo, encendió la radio para poner una música suave… y se convirtió en otra persona.
    »Y luego sonó el timbre. Y ahí estabas tú… Ahí estaba él… en el umbral. Ella creyó que era un fantasma. En el mundo había infinidad de muertos ambulantes en esos días.
    —Cancelaron el embarque —dijo James, de manera razonable en esa época, de manera razonable en el presente.
    —Así que ella golpeó el rostro sonriente, con todas sus fuerzas.
    —Y le hizo sangre —dijo James—. Con el anillo de boda.
    —Y besó la sangre —dijo Dido—, y besó una y otra vez la marca que le había dejado con la mano.
    —Pero sobrevivimos —dijo James—. Volver, ser un resucitado, era siempre peligroso. Recuerdo cuando volví una noche de 1943 mientras caían las V-1. Recuerdo haber llegado por la noche… había hecho dedo a un camión de transporte de tropas… y haber bajado cerca de un depósito de Waterloo. No había ni autobuses ni taxis para tomar, y el ruido que podría haber sido el suyo al acercarse en medio del apagón era a veces el de esas malditas bombas voladoras, como un monstruoso mecanismo de relojería, que hacían tictac y luego se apagaban. Y entonces explotaban. Y el cielo estaba lleno de llamas y humo, de colores que hoy no pueden verse, porque el cielo siempre está rojo sobre Londres y es imposible ver las estrellas. Esas cosas no necesitaban la luna llena, como sí necesitaban los bombarderos, pero seguíamos sintiéndonos nerviosos cuando había luna llena. Como había esa noche. De modo que me eché a andar, llevando todas las cosas que pude de mi mochila, con el oído atento a esas malditas bombas. Caminé una o dos horas, cayéndome en los baches, y entonces me di cuenta de que estaba caminando en dirección a un gran incendio. Lenguas de fuego que se elevaban, ese resplandor intenso, polvo de ladrillo suspendido en el aire, paredes calientes al tacto. Y cuanto más me acercaba a casa, más me acercaba al cráter, por así decir. Y llegué junto a las barreras, y las cadenas de cubos de agua, y un coche de bomberos que rociaba débilmente el fuego. Y corrí. Corrí hasta las barreras, y los policías intentaron hacerme volver atrás, y dije: «Es mi casa, mi mujer está dentro». Derribé a uno de un empujón y me interné corriendo en la nube de polvo. Y vi que de la casa no quedaba más que el armazón. El techo y los dormitorios eran escombros acumulados en las habitaciones de la planta inferior. Pensé que ella debía de estar en el refugio, y empecé a retirar ladrillos y vigas quemadas, y me quemé las manos. Sentí que tiraban de mí hacia atrás, gritando. Y vi el hoyo en el suelo de la sala, y alguien que me tiraba del cuello de la camisa. Alcé los ojos, y allí estaba ella, con un camisón hecho jirones por los vidrios y la chaqueta de un bombero, con los cabellos completamente calcinados y la cara negra como la noche y sin cejas… Y las manos ardiendo, cubiertas de hollín, con las uñas rotas…
    —No había quedado nada —dijo Dido—. Excepto vosotros dos. Tú dijiste que eras Eneas recorriendo Troya en llamas en busca de Creúsa. Y ella te dijo: «No soy un fantasma, soy de carne y hueso». Y se besaron, con hollín en la lengua, y la ciudad ardiendo en sus pulmones. Carne y hueso.
    James se puso a temblar. Estaba terriblemente cansado, confuso y, en cierta forma, seguro de que todo aquello presagiaba su propia muerte, o al menos su locura; y, si él se volvía loco o moría, ¿qué sería de Mado?
    —¿Quién eres? —preguntó con voz vieja y cansada—. ¿Por qué estás aquí?
    —¿No lo sabes? —repuso ella con afabilidad—. Soy el fantasma vivo.
    Sentada en el sillón de James, sonreía y esperaba, delgada y morena con su seda roja.
    —¿De Madeleine? —dijo él.
    —En cierto modo. Nunca quisiste oír hablar de cosas espirituales. Siempre hacías bromas escépticas cuando se trataba de astrología, de clarividencia o del otro mundo.
    —La astronomía ya es suficiente misterio —dijo James—. Un gran misterio. Nosotros volábamos bajo un cielo tan cubierto de estrellas como un campo de margaritas. Ahora no se pueden ver.
    —Hay muchas cosas en el cielo y en la tierra que no se pueden ver. El cuerpo etérico puede desprenderse de… de la arcilla. Puede vagar por los cementerios. Necesita que se lo libere. Como ella necesita que se la libere.
    —Sé lo que estás tratando de decirme —dijo James—. Sin duda sabes que he pensado en ello.
    —No lo haces, porque eso te liberaría a ti, y piensasque estaría mal. Pero no piensas en ella, de otro modo sabrías lo que quiere. Lo que yo quiero.
    —Dido —dijo James, utilizando el nombre por primera vez—, ella no sabe lo que quiere, no puede querer o no querer algo de verdad, tiene el cerebro lleno de capas de grasa y de una maraña…
    —Me sacas de quicio —dijo Dido con la voz de Madeleíne—. Todos esos jóvenes alemanes en la guerra, con toda la vida por delante, y sus novias y sus padres, eso estaba muy bien, tus propios jóvenes pilotos y sus misiones, con el cerebro bullendo de lucidez, esperanza y miedo racional, todo eso estaba muy bien. Pero una miserable carcasa vacía con una cinta rosa…
    —Siempre tuviste habilidad para tergiversar las cosas.
    —Inteligencia. Sí, siempre tuve habilidad para tergiversar las cosas.
    Se puso de pie para marcharse. James se levantó para verla marcharse. Tenía la intención de no decir nada, para ser fuerte, pero oyó su propia voz que decía:
    —¿Te volveré a ver?
    Sedoso cabello negro, sedoso vestido rojo, anacrónicas medias de seda con costuras perfectamente rectas en las piernas perfectas.
    —Eso depende —dijo Dido—. Como bien sabes. Eso depende.
    Al día siguiente supo que había estado allí, porque las señales eran evidentes. Lápiz de labios en el vaso de whisky, bombones adornados con una cinta, la pequeña Po roja sonriéndole desde su bolsa de polietileno. Tuvo la impresión de que Deanna Bright lo miraba de una manera extraña. Rechazó el bombón que él le ofreció. Alzó a Po con torpes dedos negros.
    —¿La saco de la bolsa?
    —No —dijo él—. Déjela ahí por ahora.
    —Veo que ha vuelto a tener compañía —dijo Deanna Bright.
    —Sí —repuso James.
    Deanna Bright se encogió de hombros y se marchó bastante temprano.
    En la televisión, en pleno día, los Telegorditos estaban sentados en un extremo de sus cunas con forma de paracaídas, o como esas mantas plateadas con que se abriga a los rescatados con hipotermia o a los salvados de las aguas. Se acostaron para dormir como bolos basculantes, y cada uno se puso a roncar con su ronquido particular. Buenas noches, Telegorditos, dijo la voz maternal de acento norteamericano en el tubo catódico. Noche, dijo Mado, cada vez más furiosa, noche, noche, noche, noche, noche.
    —Ven a la cama —dijo James con mucha suavidad, arreglando la cinta rosa.
    —Noche —dijo Mado.
    —Sólo un poco de descanso, por un rato —dijo James.

A. S. Byatt

El libro negro de los cuentos

Franz Kafka / Ante la ley

Sueño de catedral
Barranquilla, 2011
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Franz Kafka


BIOGRAFÍA

Before the Law by Franz Kafka(Cuento en inglés)
Franz Kafka / Diante la Lei(Cuento en portugués)

Franz Kafka / Devant la Loi (Cuento en francés)
Franz Kafka / Davanti alla legge(Cuento en italiano)

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. 

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. 

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: 

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. 

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: 

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. 

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. 

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. 

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? 

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: 

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. 

Franz Kafka / El silencio de las sirenas



Franz Kafka

BIOGRAFÍA

FRANZ KAFKA / THE SILENCE OF THE SIRENS (Cuento en inglés)

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba.

Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.

        Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción.

Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

Franz Kafka / El buitre


Franz Kafka

BIOGRAFÍA

FRANZ KAFKA / THE VULTURE (Cuento en inglés)

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

─Estoy indefenso ─le dije─ vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

─No se deje atormentar ─dijo el señor─, un tiro y el buitre se acabó.

─¿Le parece? ─pregunté─ ¿quiere encargarse del asunto?

─Encantado ─dijo el señor─ ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

─No sé ─le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí─: por favor, pruebe de todos modos.

─Bueno ─dijo el señor─, voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

Mariana Enríquez / Bajo el agua negra

Mariana Enríquez


    El policía entró con la mirada alta y arrogante, las muñecas sin esposar, la sonrisa irónica que ella conocía tan bien: toda la actitud de la impunidad y el desprecio. Había visto a muchos así. Había logrado que condenaran a demasiado pocos.
    —Siéntese, oficial —le dijo.
    La oficina de la fiscal quedaba en un primer piso y la ventana daba a la nada, a un hueco entre edificios. Hacía mucho que pedía un cambio de oficina y de jurisdicción. Odiaba la oscuridad de ese edificio centenario y odiaba todavía más que le tocaran los casos de los empobrecidos barrios del sur, casos donde el crimen siempre estaba mezclado con la desdicha.
    El policía se sentó y ella, a disgusto, pidió café para los dos.
    —Ya sabe por qué está acá. También sabe que no está obligado a decirme nada. ¿Por qué no vino con su abogado?
    —Yo sé defenderme solo y, además, soy inocente.
    La fiscal suspiró y jugó con su anillo. ¿Cuántas veces había presenciado la misma escena? ¿Cuántas veces un policía le negaba, en su cara y frente a toda la evidencia, que había asesinado a un adolescente pobre? Porque eso hacían los policías del sur, mucho más que proteger a las personas: matar adolescentes, a veces por brutalidad, otras porque los chicos se negaban a «trabajar» para ellos —a robar para ellos o a vender la droga que la policía incautaba—. O por traicionarlos. Había muchos y muy ruines motivos para matar a adolescentes pobres.
    —Oficial, está su voz grabada. ¿Quiere escuchar la grabación?
    —No digo nada ahí.
    —No dice nada. La escuchamos, entonces.
    Tenía el archivo de audio en la computadora y lo abrió. Por los parlantes se escuchó la voz del policía: «Asunto solucionado, aprendieron a nadar.»
    —¿Y eso qué demuestra? —preguntó el policía, después de un breve resoplido.
    —Por la hora y el contenido, demuestra que usted al menos sabía que dos jóvenes habían sido arrojados al Riachuelo.
    La fiscal Pinat llevaba dos meses investigando el caso. Después de haber sobornado a policías para que hablaran, después de amenazas y tardes de furia provocadas por la incompetencia del juez y de los fiscales anteriores, había llegado a una versión de los hechos en la que coincidían las pocas declaraciones final y formalmente obtenidas: Emanuel López y Yamil Corvalán, los dos de quince años, volvían de bailar en Constitución a sus casas en la Villa Moreno, a orillas del Riachuelo. Volvían caminando porque no tenían dinero para el colectivo. Los interceptaron dos agentes de la comisaría 34 y los acusaron de intentar robar un quiosco: Yamil llevaba encima un cuchillo, pero nunca se comprobó ese intento de asalto, no había ninguna denuncia. Los policías estaban borrachos. Golpearon a los adolescentes a orillas del Riachuelo hasta dejarlos casi inconscientes. Después, los subieron a patadas por las escaleras de cemento hasta el mirador del puente que cruzaba el Riachuelo y los empujaron al agua. «Asunto solucionado, aprendieron a nadar», había dicho por la radio el oficial Cuesta, uno de los dos acusados, el que ahora estaba en su oficina. El imbécil no había ordenado borrar la conversación: a eso también estaba acostumbrada por todos sus años de fiscal, a la combinación imposible de brutalidad y estupidez de la policía.
    El cuerpo de Yamil Corvalán apareció a un kilómetro del puente. A esa altura, el Riachuelo no tiene casi corriente, está quieto y muerto, con su aceite y sus restos de plástico y químicos pesados, el gran tacho de basura de la ciudad. La autopsia estableció que el chico había intentado nadar entre la grasa negra. Había muerto ahogado cuando los brazos no soportaron más el esfuerzo. La policía había intentado sostener durante meses la tesis de la muerte accidental del adolescente, pero una mujer había escuchado los gritos esa noche: «Me tiraron, ayuda, me muero», gritaba el chico mientras se ahogaba. La mujer no había intentado ayudarlo. Sabía que era imposible sacarlo del agua, salvo con un bote, y ella no tenía bote, ninguno de sus vecinos tenía.
    El cuerpo de Emanuel no había aparecido. Pero sus padres aseguraban que esa noche había salido con Yamil. Y en la orilla sí habían aparecido sus zapatillas, inconfundibles porque eran un modelo caro, de importación, que seguramente había robado poco antes; zapatillas que esa noche se había puesto para impresionar a las chicas en el boliche bailable. Su madre las había reconocido de inmediato. Su madre también había dicho que los oficiales Cuesta y Suárez andaban persiguiendo a su hijo, aunque ella no sabía por qué. La fiscal la había interrogado en esa misma oficina la semana de la desaparición del adolescente. La mujer había llorado, lloraba y decía que su hijo era un buen chico, aunque sí, a veces robaba y de vez en cuando se drogaba, pero era porque el padre se había ido y eran muy pobres y el chico quería cosas, zapatillas y un iPhone y todo lo que veía en la televisión. Y que no se merecía morir así, ahogado, porque unos policías se querían reír de él, reírse mientras él intentaba nadar en el agua contaminada.    No, claro que no se lo merecía, le dijo ella.
    —Yo no tiré a nadie al agua, señora fiscal. Y no le voy a decir más nada.
    —Como usted quiera. Ésta era su oportunidad de llegar a algún tipo de arreglo que, eventualmente, podría disminuir su condena. Necesitamos saber dónde está ese cuerpo, y si nos diera esa información, a lo mejor podría, no sé, ir a una cárcel pequeña o al pabellón de los evangelistas. Usted sabe que no es lo mismo estar encerrado con los evangelistas que con la población común.
    El policía se rió; se reía de ella, se reía de los chicos muertos.
    —¿Usted se piensa que me van a dar mucho tiempo por esto?
    —Yo voy a intentar que no salga más.
    La fiscal estaba a punto de perder la calma. Apretaba los puños. Por un momento, miró a los ojos al policía y él le dijo, muy claro, con una voz distinta, más seria, sin un jirón de ironía:
    —Ojalá toda esa villa se prenda fuego. O se ahoguen todos. Ustedes no tienen idea de lo que pasa ahí adentro. Ni idea tienen.
    Ella alguna idea tenía. Hacía ocho años que Marina Pinat era fiscal. Había visitado la villa varias veces aunque su trabajo no lo requería —podía investigar desde su escritorio, como hacían todos sus colegas, pero ella prefería conocer a la gente sobre la que leía en los expedientes—. Menos de un año atrás, su investigación había ayudado a que un grupo de familias que vivía cerca de una curtiembre le ganara un juicio a la fábrica de cuero que echaba cromo y otros desechos tóxicos al agua. Había sido un extenso y complejo juicio penal por daños: los hijos de las familias que vivían cerca de esa agua, que la tomaban, aunque sus madres intentaran quitarle el veneno hirviéndola, se enfermaban, morían de cáncer en tres meses, horribles erupciones en la piel les destrozaban brazos y piernas. Y algunos, los más chicos, habían empezado a nacer con malformaciones. Brazos de más (a veces hasta cuatro), las narices anchas como las de felinos, los ojos ciegos y cerca de las sienes. No recordaba el nombre que los médicos, algo confundidos, le habían dado a ese defecto de nacimiento. Recordaba que uno de ellos lo había llamado «mutaciones».
    Durante esa investigación había conocido al cura de la villa, el padre Francisco, un joven párroco que no usaba siquiera el cuello identificatorio. Nadie iba a la iglesia, le había contado. Él tenía un comedor para los chicos de familias demasiado pobres y ayudaba en lo que podía, pero había renunciado a cualquier trabajo pastoral. Quedaban pocos fieles, algunas mujeres viejas. La mayoría de los habitantes de la villa eran devotas de cultos afrobrasileños o tenían sus propias devociones, santos personales, San Jorge o San Expedito, y les levantaban pequeños altares en las esquinas. No está mal, decía él, pero ya no daba más misa, salvo para ese puñado de mujeres viejas que a veces se lo pedían. A Marina le había parecido que, detrás de la sonrisa, la barba, el pelo largo, el aspecto de militante revolucionario de los años setenta, el cura joven y bienintencionado estaba cansado, cargado de una oscura desesperanza.
    Cuando el policía salió dando un portazo, el secretario de la fiscal tardó unos minutos en golpear la puerta para anunciar que tenía a alguien más esperando.
    —Hoy no, querido —dijo la fiscal. Había quedado agotada y furiosa, como siempre que tenía que hablar con policías.
    El secretario dijo que no con la cabeza e imploró con los ojos.
    —Por favor, atendela, Marina. No sabés…
    —Pero que sea la última.
    El secretario asintió y agradeció con la mirada. Marina ya estaba pensando en qué comprar para cocinar esa noche o en si iba a tener ganas de salir a comer a un restaurante. Su auto estaba en el mecánico, pero podía usar la bicicleta; las noches eran frescas y hermosas en esa época del año: quería salir de la oficina, quería llamar a algún amigo para invitarle una cerveza, quería que se terminara ese día y esa investigación y que apareciera el cuerpo del chico de una buena vez.
    Mientras guardaba las llaves, los cigarrillos y algunos papeles en la cartera para salir rápido, entró en el despacho una adolescente embarazada, horriblemente flaca, que no quiso decirle su nombre. Marina sacó una Coca-Cola de la pequeña heladera que tenía bajo el escritorio y le dijo: «Te escucho.»
    —El Emanuel está en la villa —dijo la chica mientras tomaba la gaseosa a sorbos largos.
    —¿De cuánto estás? —quiso saber Marina, y señaló con el dedo el vientre de la chica. .
    —No sé.
    Claro que no sabía. Le calculó unos seis meses de embarazo. La chica tenía las puntas de los dedos quemadas, manchadas con el amarillo químico de la pipa de paco. El bebé, si nacía vivo, iba a nacer enfermo, deforme o adicto.
    —¿De dónde lo conocés a Emanuel?
    —Lo conocemos todos, la familia es conocida en la Moreno. Yo fui al entierro y el Emanuel fue medio novio de mi hermana.
    —¿Y tu hermana dónde está, ella también lo reconoció?
    —No, mi hermana no vive más allá.
    —Bueno. ¿Y entonces?
    —Algunos dicen que salió del agua el Emanuel.
    —¿Salió la noche que lo tiraron?
    —No, por eso vine. Salió hace un par de semanas. Volvió hace repoco.
    Marina sintió un escalofrío. La chica tenía las pupilas dilatadas de los adictos y los ojos, en la media luz de la oficina, parecían completamente negros, como los de un insecto carroñero.
    —¿Cómo que volvió? ¿Se había ido a algún lado?
    La chica la miró como si ella fuera estúpida y la voz se le puso más gruesa, conteniendo la risa.
    —¡No! A ningún lado se fue. Volvió del agua. Siempre estuvo en el agua.
    —Me estás mintiendo.
    —No. Le vengo a contar porque tiene que saber. El Emanuel la quiere conocer.
    Trató de no pensar en cómo movía la chica los dedos manchados por la pipa tóxica, los cruzaba como si no tuvieran articulaciones, como si fueran extraordinariamente blandos. ¿Sería ella una de las chicas de formes, defectuosas de nacimiento por culpa del agua contaminada? Era demasiado grande de edad. ¿La deformidad venía ocurriendo desde cuándo, entonces? Todo era posible.
    —¿Y ahora dónde está Emanuel?
    —Se metió en una de las casas de la parte de atrás de las vías y vive ahí, con sus amigos. ¿Ahora me va a dar plata? Me dijeron que me iba a dar plata.
    La tuvo un rato más en la oficina, pero no pudo sacarle mucho. Emanuel López había emergido del Riachuelo, decía, la gente lo había visto caminar por los pasillos laberínticos de la villa, y algunos habían corrido muertos de miedo cuando se lo cruzaron. Decían que caminaba lento y que apestaba. La madre no había querido recibirlo. Eso sorprendió a Marina. Y se había metido en una de las casas abandonadas del fondo de la villa, las que estaban detrás de las vías del tren abandonadas. La chica le arrancó el billete de las manos cuando Marina le pagó por el testimonio. La avidez había tranquilizado a la fiscal. Creía que la chica mentía. Seguramente la había enviado algún policía amigo de los asesinos —o ellos mismos, que de todos modos tenían prisión domiciliaria, que no cumplían—. Si uno de los dos chicos resultaba estar vivo, la causa podía derrumbarse. Los policías acusados habían contado a muchos de sus compañeros cómo torturaban a jóvenes ladrones haciéndolos «nadar» en el Riachuelo. Algunos de esos compañeros habían relatado esas conversaciones, esos alardeos, después de meses de negociaciones y grandes cantidades de dinero para pagar la información. El crimen estaba comprobado, pero un muerto que resultaba estar vivo era un crimen menos y una sombra de duda sobre toda la investigación.
    Esa noche, Marina volvió a su departamento inquieta después de una cena rápida y nada estimulante en un restaurante nuevo que tenía buena prensa pero pésimo servicio. La razón le decía que la chica embarazada sólo estaba buscando dinero, pero había algo en la historia que sonaba extrañamente real, como una pesadilla vívida. Durmió mal, pensando en la mano del chico muerto pero vivo tocando la orilla, en el nadador fantasma que volvía meses después de ser asesinado. Soñó que de esa mano se caían los dedos cuando el chico se sacudía la mugre después de emerger y se despertó con la nariz chorreando olor a carne muerta y un miedo horrible a encontrar esos dedos hinchados e infecciosos entre las sábanas.
    Esperó la madrugada para intentar comunicarse con alguien de la villa: la madre de Emanuel, el cura Francisco. Nadie le atendía el teléfono. No era raro: los celulares funcionaban mal en la ciudad y peor todavía en la villa. Se alarmó porque nadie atendía en el comedor del cura ni en la sala de primeros auxilios. Eso sí era más extraño: esos lugares tenían línea fija. ¿Se habrían cortado después de la última tormenta?
    Continuó tratando de comunicarse todo el día. No lo logró. Esa noche, después de una tarde de cancelaciones —le había dicho a su secretario que le dolía la cabeza, que iba a dedicarse a leer expedientes, y él, siempre obediente, había suspendido todas las reuniones y audiencias—, decidió, mientras cocinaba espaguetis, que al día siguiente iba a ir a la villa.
    Nada había cambiado desde su última vez en ese sur de la ciudad, en la avenida desolada que desembocaba en el Puente Moreno. Buenos Aires se iba deshaciendo en comercios abandonados, ventanas tapiadas con ladrillos para evitar que las casas fueran tomadas, carteles oxidados que coronaban edificios de los años setenta. Todavía quedaban tiendas de ropa, carnicerías sospechosas y la iglesia, que ella recordaba cerrada y que ahora, cuando la veía desde el taxi, seguía cerrada, pero con un candado adicional para mayor seguridad. La avenida, lo sabía, era la zona muerta, el lugar más vacío del barrio. Detrás de esas fachadas, que eran mascarones, vivían los pobres de la ciudad. Y en las dos orillas del Riachuelo miles de personas habían construido sus casas en los terrenos vacíos, desde precarios ranchos de chapa hasta muy decentes departamentos de cemento y ladrillos. Desde el puente se podía ver la extensión del caserío: rodeaba el río negro y quieto, lo bordeaba y se perdía de vista donde el agua formaba un codo y se iba en la distancia, junto a las chimeneas de fábricas abandonadas. Hacía años, también, que se hablaba de limpiar el Riachuelo, ese brazo del Río de la Plata que se metía en la ciudad y luego se alejaba hacia el sur, elegido durante un siglo para arrojar desechos de todo tipo, pero, sobre todo, de vacas. Cada vez que se acercaba al Riachuelo, la fiscal recordaba las historias que contaba su padre, trabajador durante un tiempo muy corto de los frigoríficos orilleros: cómo tiraban al agua los restos de carne y huesos y la mugre que traía el animal desde el campo, la mierda, el pasto pegoteado. «El agua se ponía roja», decía. «A la gente le daba miedo.»
    También le explicaba que ese olor del Riachuelo, profundo y podrido, que con cierto viento y la humedad constante de la ciudad podía flotar en el aire durante días, lo causaba la falta de oxígeno del agua. La anoxia, le decía él. La materia orgánica se come el oxígeno de los líquidos, decía con su gesto pomposo de profesor de química. Ella nunca había entendido las fórmulas, que a su padre le parecían sencillas y apasionantes, pero no podía olvidarse de que el río negro que bordeaba la ciudad básicamente estaba muerto, en descomposición: no podía respirar. Era el río más contaminado del mundo, aseguraban los expertos. Quizá hubiese alguno en China con el mismo grado de toxicidad: el único lugar del mundo comparable. Pero China era el país más industrializado del mundo: Argentina había contaminado ese río que rodeaba la capital, que hubiese podido ser un paseo hermoso, casi sin necesidad, casi por gusto.
    Que a sus orillas se hubiese construido ese caserío, la Villa Moreno, deprimía a Marina. Sólo gente muy desesperada se iba a vivir ahí, al lado de esa fetidez peligrosa y deliberada.
    —Hasta acá llego, señora.
    La voz del chofer del taxi la sorprendió.
    —Faltan trescientos metros hasta donde me tiene que llevar —le contestó, distante, seca, con la impostación de voz que usaba para dirigirse a abogados y policías.
    El hombre dijo que no con la cabeza y apagó el motor del coche.
    —No me puede obligar a entrar en la villa. Le pido que se baje acá. ¿Usted va a entrar sola?
    El chofer sonaba asustado, sinceramente asustado. Sí, le dijo ella. Había intentado, era cierto, convencer al abogado de los chicos muertos de que la acompañase, pero él tenía compromisos impostergables. «Sos loca, Marina», le había dicho. «Te acompaño mañana, hoy no puedo.» Y ella se había ofuscado, ¿de qué tenía miedo, después de todo? Había ido varias veces a la villa. Era pleno día. Mucha gente la conocía: no iban a tocarla.
    Amenazó al chofer con denunciar su comportamiento a los dueños de la empresa de taxis, el escándalo que suponía dejar a pie y en esa zona a una funcionaria del Poder Judicial. Al hombre no se le movió un pelo y ella esperaba esa falta de reacción. Nadie se acercaba a la villa del Puente Moreno a menos que fuese necesario. Era un lugar peligroso. Ella misma había abandonado los trajecitos sastre que llevaba siempre en la oficina y el juzgado y había elegido jeans, una remera oscura y nada en los bolsillos, salvo el dinero para volver y el teléfono, tanto para comunicarse con sus contactos en el interior de la villa como para tener algo valioso que entregar en caso de que la asaltaran. Y el arma, claro, que tenía licencia para usar, bajo la remera, discretamente oculta, pero no tanto como para que no se reconociera la silueta de la culata y el cañón recortada en su espalda.
    Podía entrar en la villa bajando el terraplén a la izquierda del puente, al lado de un edificio abandonado que, raro, nadie había decidido ocupar y se pudría carcomido de humedad, con sus viejos carteles que anunciaban masajes, tarot, contadores, préstamos. Pero antes decidió subir al puente: quería ver y tocar el último lugar que habían visto Emanuel y Yamil, los chicos asesinados por la policía.
    Las escaleras de cemento estaban sucias, apestaban a orín y a comida abandonada, pero ella las subió casi corriendo. A los cuarenta años, Marina Pinat estaba bien entrenada, trotaba todas las mañanas, los empleados de tribunales decían, en voz baja, que para su edad estaba «bien conservada». Ella detestaba esos murmullos, no la halagaban, la ofendían: no quería ser bella; quería ser fuerte, acerada.
    Llegó a la plataforma desde la que habían sido arrojados los chicos. Miró el río negro aturdida y no pudo imaginarse caer desde ahí arriba hacia el agua quieta ni por qué los automovilistas que pasaban a sus espaldas en ráfagas no habían visto nada.
    Bajó y volvió a la villa por el terraplén del edificio abandonado. Ni bien pisó la calle de entrada, la desconcertó la quietud. La villa estaba terriblemente silenciosa. Ese silencio era imposible. La villa, cualquier villa, incluso ésta, a la que apenas se le atrevían los asistentes sociales más idealistas —o más ingenuos—, esta villa abandonada por el Estado y favorita de delincuentes que necesitaban esconderse, incluso este lugar peligroso y evitado, tenía muchos y agradables sonidos. Siempre era así. Las diferentes músicas confundidas: la lenta y sensual cumbia villera, esa mezcla chillona de reggae con ritmo caribeño; la siempre presente cumbia santafesina, con sus letras románticas y a veces violentas; las motos con los caños de escape cortados para que produjeran rugidos al arrancar; la gente que venía y compraba y caminaba y hablaba. Las infaltables parrillas con sus chorizos, anticuchos, pollos a las brasas. Las villas hormigueaban de gente, de chicos corriendo, de jóvenes con sus gorritas que tomaban cerveza, de perros.
    La villa del Puente Moreno, sin embargo, ahora estaba tan muerta como el agua del Riachuelo.
    Marina sacó el teléfono del bolsillo de atrás y tuvo la sensación de que la observaban desde los pasillos oscurecidos por los cables de luz y la ropa colgada. Todas las persianas estaban bajas, al menos en esa calle al borde del agua. Había llovido y trató de no pisar los charcos para no embarrarse mientras caminaba; nunca podía quedarse quieta cuando hablaba por teléfono.
    El padre Francisco no le contestó. Tampoco la madre de Emanuel. Creía poder llegar hasta la pequeña iglesia sin guía, recordaba el camino. Estaba cerca de la entrada, como la mayoría de las parroquias. En el corto camino también le extrañó la total falta de los santos populares, los Gauchito Gil, las Iemanjá, incluso algunas vírgenes que solían tener pequeños altares.
    Reconoció la casita pintada de amarillo que quedaba en la esquina de la villa, y saber que no estaba perdida la tranquilizó. Pero, antes de doblar por esa esquina, escuchó pasos débiles que chapoteaban, alguien que corría detrás de ella. Se dio vuelta. Era uno de los chicos deformes. Lo reconoció de inmediato, cómo no distinguirlos. Con el tiempo, esa cara que de bebés había sido fea se había vuelto todavía más horrible: la nariz muy ancha, como la de un felino, y los ojos muy separados, cerca de las sienes. El chico abrió la boca, para llamarla quizá: no tenía dientes.
    Tenía un cuerpo de ocho o diez años y ni un solo diente.
    El chico se le acercó y, cuando estuvo a su lado, ella pudo ver cómo se habían desarrollado los demás defectos: los dedos tenían ventosas y eran delgados como colas de calamar (¿o eran patas? Siempre dudaba de cómo llamarlas). El chico no se detuvo a su lado. Siguió caminando hasta la parroquia, como si la guiara.
    La parroquia parecía abandonada. Siempre había sido una casa modesta, pintada de blanco, y la única indicación de que se trataba de una iglesia era la cruz de metal sobre el techo, que seguía ahí, aunque ahora estaba pintada de amarillo y alguien la había decorado con una corona de flores amarillas y blancas; de lejos parecían margaritas. Pero las paredes de la iglesia ya no estaban limpias. Estaban cubiertas de grafitis. De cerca, Marina pudo ver que eran letras, pero sin sentido, no formaban palabras: YAINGNGAHYOGSOTHOTHHEELGEBFAITHRODOG . La secuencia de letras, notó, siempre era la misma, pero seguía sin tener sentido para ella. El chico deforme abrió la puerta de la iglesia y Marina acomodó el arma para que le quedara al costado del cuerpo y entró.
    El edificio ya no era una iglesia. Nunca había tenido bancos de madera ni un altar formal, apenas sillas y una mesa desde donde el cura Francisco daba las esporádicas misas. Pero ahora estaba completamente vacío, con las paredes sucias de grafitis que replicaban las letras del exterior: YAINGNGAHYOGSOTHOTHHEELGEBFAITHRODOG . El crucifijo había desaparecido, lo mismo que las imágenes del sagrado corazón de Jesús y la Virgen de Luján.
    En el lugar del altar había un palo, clavado en una modesta maceta de metal. Y, clavada en el palo, una cabeza de vaca. El ídolo —porque eso era, se dio cuenta Marina— debía ser reciente, porque no había olor a carne podrida en la iglesia. Esa cabeza estaba fresca.
    —No tendrías que haber venido. —Escuchó la voz del cura. Había entrado detrás de ella. Verlo le confirmó que algo andaba horriblemente mal. El cura estaba demacrado y sucio, con la barba demasiado crecida y el pelo tan grasoso que parecía mojado, pero lo más impactante era que estaba borracho y el olor a alcohol le salía por los poros; cuando entró en la iglesia fue como si derramara una botella de whisky sobre el suelo mugriento.
    —No tendrías que haber venido —repitió, y se resbaló. Marina distinguió entonces las gotas de sangre fresca que iban desde la puerta hasta la cabeza de la vaca.
    —¿Qué es esto, Francisco?
    El cura tardó en contestarle. Pero el chico deforme, que se había quedado en un rincón de lo que había sido la iglesia, dijo:
    —En su casa el muerto espera soñando.
    —¡Es todo lo que dicen estos retrasados! —gritó el cura, y Marina, que le había extendido el brazo para ayudarlo a levantarse del suelo, retrocedió—. ¡Inmundos retrasados infectos! ¿Te mandaron a la puta embarazada de ellos y fue suficiente para convencerte de que vinieras? No te creía tan estúpida.
    Lejos, Marina escuchó tambores. La murga, pensó aliviada. Era febrero. Claro. Eso pasaba. La gente se había ido a practicar para la murga de carnaval, o a lo mejor estaba ya festejando los carnavales en la cancha de fútbol que quedaba cerca de las vías.
    (Se metió en una de las casas de la parte de atrás de las vías y vive ahí, con sus amigos. ¿Y cómo sabía el cura sobre la chica embarazada?)
    Era la murga, estaba segura. La villa tenía una murga tradicional y siempre festejaban el carnaval. Era un poco temprano, pero era posible. Y la cabeza de vaca sería el regalo intimidante de alguno de los traficantes de la villa, que odiaban al cura Francisco porque él solía denunciarlos o intentaba recuperar a los chicos adictos, lo que significaba quitarles clientes y empleados.
    —Tenés que salir de acá, Francisco —le dijo.
    El cura se rió.
    —Lo intenté, ¡lo intenté! Pero no se puede salir. Vos no vas a salir tampoco. Ese chico despertó lo que dormía debajo del agua. ¿No los escuchás? ¿No escuchás los tambores de ese culto de muertos?
    —Es la murga.
    —¿La murga? ¿Te suena a murga?
    —Estás borracho. ¿Cómo sabías de la chica embarazada?
    —Eso no es ninguna murga.
    El cura se paró e intentó encender un cigarrillo.
    —Durante años pensé que este río podrido era parte de nuestra idiosincrasia, ¿entendés? Nunca pensar en el futuro, bah, tiremos toda la mugre acá, ¡se la va a llevar el río! Nunca pensar en las consecuencias, mejor dicho. Un país de irresponsables. Pero ahora pienso diferente, Marina. Fueron muy responsables todos los que contaminaron este río. Estaban tapando algo, ¡no querían dejarlo salir y lo cubrieron de capas de aceite y barro! ¡Hasta llenaron el río de barcos! ¡Los dejaron estancados ahí! .
    —De qué estás hablando.
    —No te hagas la estúpida. Nunca fuiste estúpida. Los policías empezaron a tirar gente al agua porque ellos sí son estúpidos. Y la mayoría de los que tiraron se murieron, pero varios lo encontraron. ¿Sabés qué viene acá? La mierda de las casas, toda la mugre de los desagües, ¡todo! Capas y capas de mugre para mantenerlo muerto o dormido: es lo mismo, creo que es lo mismo el sueño y la muerte. Y funcionaba hasta que empezaron a hacer lo impensable: nadar bajo el agua negra. Y lo despertaron. ¿Sabés qué quiere decir «Emanuel»? Quiere decir «Dios está con nosotros». De qué Dios estamos hablando es el problema.

    —De qué estás hablando vos es el problema. Vamos, te voy a sacar de acá.
    El cura se empezó a restregar los ojos con tanta fuerza que Marina tuvo miedo de que se reventara las córneas. El chico deforme, ciego, se había dado vuelta y ahora estaba de espaldas, la frente contra la pared.
    —Me lo pusieron como vigilante. Es hijo de ellos.
    Marina intentó comprender lo que sucedía en realidad: el cura, acosado por quienes lo odiaban en la villa, había perdido la cabeza. El chico deforme, seguramente abandonado por su familia, lo seguía a todos lados porque no tenía a nadie más. La gente de la villa había llevado su música y sus parrillas a los festejos de carnaval. Todo era espantoso, pero no era imposible. No había ningún chico muerto que vivía, no había ningún culto de muertos.
    (Y por qué no había imágenes religiosas y por qué el cura había hablado de Emanuel sin que ella siquiera se lo preguntara.).
    No importa. Nos vamos, pensó Marina, y agarró al cura del brazo, lo obligó a apoyarse en ella para que pudiera caminar; estaba demasiado borracho para salir solo. Fue un error. No tuvo tiempo de darse cuenta: el cura estaba borracho, pero el movimiento para robarle el arma fue sorpresivamente rápido y preciso. Ella no pudo ni forcejear, tampoco alcanzó a ver que el chico deforme se había dado vuelta y gritaba mudo, abría la boca y gritaba sin sonido.
    El cura le apuntaba. Ella miró alrededor, el corazón destrozándole las costillas, la boca seca. No podía escapar; él estaba borracho, podía errar, pero no en un espacio tan chico. Empezó a rogar, él la interrumpió.
    —No quiero matarte. Quiero darte las gracias.
    Y entonces dejó de apuntarle, bajó el arma y con un movimiento enérgico volvió a subirla, se la metió en la boca y disparó.
    El ruido dejó sorda a Marina; el cerebro del cura ahora cubría parte de las letras sin sentido y el chico repetía «en su casa el muerto espera soñando», aunque no podía pronunciar las erres y decía «muelto» y «espela». Marina no intentó ayudar al cura: no había ninguna posibilidad de que sobreviviera a ese disparo. Le sacó el arma de la mano y no pudo evitar pensar que tenía sus huellas por todos lados, podían acusarla de haberlo matado. Cura de mierda, villa de mierda, ¿por qué estaba ahí? ¿Para demostrar qué, a quién? El arma le temblaba en la mano, que ahora estaba manchada de sangre. No sabía cómo iba a volver a su casa con las manos ensangrentadas. Tenía que buscar agua limpia.
    Cuando salió de la iglesia, se dio cuenta de que estaba llorando y de que la villa ya no estaba vacía. La sordera posterior al disparo la había hecho creer que los tambores seguían lejos, pero estaba equivocada. La murga pasaba frente a la parroquia. Ahora estaba claro que no era una murga. Era una procesión. Una fila de gente que tocaba los tambores murgueros, con sus redoblantes tan ruidosos, encabezada por los chicos deformes con sus brazos delgados y los dedos de molusco, seguida por las mujeres, la mayoría gordas, con el cuerpo desfigurado de los alimentados casi únicamente a base de carbohidratos. Había algunos hombres, pocos, y Marina distinguió entre ellos a algunos policías que conocía: hasta creyó ver a Suárez, con su pelo oscuro engominado y el uniforme puesto, escapado de su arresto domiciliario.
    Detrás de ellos iba el ídolo que cargaban sobre una cama. Era eso, una cama, con su colchón. Marina no alcanzaba a distinguirlo: estaba recostado. Tenía tamaño humano. Había visto alguna vez algo parecido en procesiones de semana santa, efigies de Jesús recién bajado de la cruz, ensangrentado sobre lienzos blancos, mezcla de cama y ataúd.
    Se acercó a la procesión aunque todo le decía que debía correr para el lado contrario de donde ellos fueran: pero quería ver al que yacía en la cama.
    El muerto espera soñando .
    Entre la gente, que iba silenciosa, el único sonido eran los tambores. Intentó acercarse al ídolo, estiró el cuello, pero la cama estaba muy alta, inexplicablemente alta. Una mujer la empujó cuando intentó llegar demasiado cerca y Marina la reconoció: era la madre de Emanuel. Trató de retenerla pero la mujer murmuró algo sobre los barcos y el fondo oscuro del río, donde estaba la casa, y se sacó de encima a Marina de un cabezazo justo cuando los procesantes empezaron a gritar «yo, yo, yo» y lo que llevaban sobre la cama se movió un poco, suficiente para que uno de sus brazos grises cayera al costado de la cama, como el brazo de alguien muy enfermo, y Marina recordó los dedos de su sueño que se caían de la mano podrida y recién entonces corrió, con el arma entre las manos, corrió rezando en voz baja como no hacía desde la infancia, corrió entre las casas precarias, por los pasillos laberínticos, buscando el terraplén, la orilla, tratando de ignorar que el agua negra parecía agitada, porque no podía estar agitada, porque esa agua no respiraba, el agua estaba muerta, no podía besar las orillas con olas, no podía agitarse con el viento, no podía tener esos remolinos ni la corriente ni la crecida, cómo era posible una crecida si el agua estaba estancada. Marina corrió hacia el puente y no miró atrás y se tapó los oídos con las manos ensangrentadas para bloquear el ruido de los tambores.

Mariana Enríquez

Las cosas que perdimos bajo el agua

Mariana Enríquez / El mirador

Siempre había querido decirle a la nena, la hija del último y actual dueño, que no tuviera miedo. No había nada que temer. Ella estaba ahí, pero la nena no la percibía, no podía verla; nadie podía percibirla salvo que, claro, tomara forma. Pero sin forma le estaba negada la presencia. La nena no tenía sensibilidad especial alguna: solo estaba aterrada. Pasaba corriendo frente a la escalera que llevaba al mirador del hotel, imaginando que allí, en la torre, que durante años fue la construcción más alta de Ostende, se escondía una loca, una loca de cabello largo que se miraba en el espejo, vestida con un camisón blanco; le tenía miedo al cocinero italiano que echaba leña dentro de la caldera, aun después de que fuera despedido (creía que podía encontrarlo en los pasillos, acechante, y que la echaría al fuego a ella también, junto con la madera). Ahora, ya una mujer, la hija del dueño no pasaba los inviernos en el hotel. Decía que no soportaba la mediocridad del balneario solitario en los inviernos helados, puro viento y sin siquiera un cine abierto en Pinamar; decía que también le tenía miedo a un eventual ladrón. Pero era mentira. Se trataba del mismo miedo que la paralizaba en los pasillos circulares del hotel cuando era chica, que la alejaba del comedor casi monacal del primer piso, o del gran espejo que esperaba su restauración en la habitación-depósito, donde temía ver reflejado algo desconocido.
    Extraño. Y más raro aún era lo que contaba la gente, los huéspedes, el propio dueño. La historia del obrero que murió en la construcción y fue emparedado, como si el hotel tuviera pretensiones de catedral gótica. La huésped que aseguraba escuchar festivos ruidos en el comedor principal, que se disolvían con un precavido chistido cuando ella intentaba acercarse. El cocinero que confirmaba los rumores de los fantasmas celebrantes. Todo falso. Ella era la encargada de encontrarle al hotel eso que los demás temían o inventaban. Y nunca lo había logrado. Ni cuando los belgas abandonaron el hotel para irse a la guerra. Ni durante los años de la arena, con el edificio enterrado hasta el primer piso. Ni en el verano de la ballena, con todas esas moscas que invadieron la playa con su zumbido de muerte alimentándose del animal muerto y varado. El verano que nadie se bañó.
    Sí, se alojaba en el hotel gente desesperada. Sí, los había escuchado rumiar deseos de muerte y les había regalado sueños de infancias terribles y dolores olvidados. Pero ninguno había estado listo. Y era mentira que el tiempo no pasaba para seres como ella. Estaba cansada. Esperaba que cada verano fuera el último, y pasaba cada vez más tiempo en el mirador, adonde apenas llegaba el rumor de los vivos, que ella sabía imitar tan bien, pero que no comprendía.
    Y si este saco de mierda no entra en la valija me voy a cagar de frío, hace frío de noche en la costa, pensó Elina, y no pudo evitar ponerse a llorar otra vez como le pasaba siempre ahora con cada pequeño contratiempo; como cuando se le quemaba la lamparita del comedor y no tenía repuesto —ni idea de cómo cambiarla—; como cuando se olvidaba de pagar la luz y tenía que cruzar la ciudad hasta las oficinas de la empresa; como cuando se quedaba sin pastillas y salía a buscar una farmacia de turno a las cuatro de la mañana. Había pedido licencia en la facultad, y había tratado de fingir cierta cordura para familia y amigos, pero tan complicado era que ya no contestaba el teléfono y apenas los mails y que se lo bancaran; no le importaba lo preocupados que estaban. Ni siquiera les informó que había dejado terapia para quedarse solo con las pastillas; no tenía nada más que hablar ni que desenterrar, solo quería ese estado vagamente distante y químico que la desconectaba pero le permitía vivir un poco, cada vez menos, pero lo suficiente.
    Ni siquiera tenía ganas de ir al hotel pero se lo había prometido a sí misma, hacía meses, antes del hospital, cuando todavía creía que una semana en el mar podía hacerla sentir mejor, obligarla a dejar de pensar en Pablo. Se había ido y no había vuelto a llamarla, ni a escribirle; no sabía si estaba vivo o muerto, y ella prefería cualquiera de las dos noticias, cualquiera de las dos antes que la vida en suspensión esperándolo desde hacía un año. Como siempre, le mandó un mensaje avisándole adónde se iba. Incluso le mandó el teléfono. Iba a cumplir años en el hotel. Si Pablo estaba vivo, si alguna vez la había querido, tenía que llamar.
    Extrañaba las caricias en la espalda, reírse de su paranoia, sus intentos inútiles de consolarla, las horas que tardaba en bañarse, que casi no le gustara comer, los  huesos de su cadera, la forma de hablar moviendo las manos; quería poder volver a mirar sus fotos y ponerse celosa cuando él le prestaba más atención al gato que a ella y caminar bajo el sol él siempre con anteojos negros y los llamados de madrugada y mirarlo dormir y que supiera quedarse callado y ella irritada cuando él estaba demasiado tiempo callado y las mañanas rogándole que no se fuera y llorar cuando se iba aunque volviera a las dos horas y ella nunca nunca lo hubiera dejado así, sin noticias, sin despedida ingrato pero qué pasaba si se había muerto porque era posible nadie había sabido más de él salvo que se lo ocultaran pero cómo podrían ocultarle algo si la habían visto vomitar sangre de no comer, si la habían visto mordiendo la almohada hasta rasgar la funda si la habían visto lastimándose y borracha y esperando durante horas un mail la mirada fija en la pantalla hasta el dolor de cabeza y los ojos rojos y llorar sobre el teclado y no salir esperando un llamado; si la habían escuchado mandándolos a la mierda todas esas pelotudeces de seguir adelante a rey muerto rey puesto la vida continúa tenés que coger hay miles de hombres estás linda vamos a bailar quiero presentarte a alguien.    Le gustó la chica, pero con los años había aprendido a no confiar en las primeras impresiones. Recordaba aquella vez, hacía casi veinte años, cuando había visto llegar a una mujer rubia, con la nariz roja de llorar y los ojos perdidos; esa misma noche descubrió que pasaba unos días en el hotel para estar cerca del mar y tratar de consolarse, un poco, de la muerte de su hijo. Ella tomó la forma del niño, y se le apareció en los pasillos, en la habitación, cerca del balneario, en la escalera que llevaba al primer piso; pero la mujer solo gritó y gritó y se la llevaron en una ambulancia. Estaba con su marido. Había aprendido la lección: solo debía intentarlo con mujeres solas.
    La chica se llamaba Elina, y estaba sola. Era hermosa, pero no se daba cuenta. Tenía las ojeras del insomnio y demasiados cigarrillos; tenía una expresión desafiante y era antipática con los locuaces y encantadores dueños. Ni siquiera miraba a los demás huéspedes. El primer día no bajó a la playa, ni a desayunar, ni a almorzar, y en la cena movió la comida en el plato y disimuladamente tomó tres pastillas con el vino. Ella supo que Elina odiaba la playa. ¿Por qué estaba ahí entonces? Algo le había pasado en una playa, años atrás. Ella debía averiguarlo esa misma noche, para que Elina lo recordara en sueños.
    Caminó por los pasillos alfombrados de azul hasta la habitación. Elina había pagado una de las mejores, con microondas y heladera, una suite , pero estaba claro que no iba a usar ninguna de las comodidades. Todavía no era el momento de tomar forma. Mañana. Esta noche bastaba con que soñara con aquella noche en la playa, cuando Elina tenía diecisiete años y pensaba que era invulnerable; esa noche cuando a la salida de un boliche había accedido a acompañar al hombre borracho hasta el balneario vacío. Él le había tapado la boca para que no gritara, pero Elina ni siquiera se había movido, por miedo. Y después no se lo había contado a nadie. Solamente se había lavado, y había llorado, y se había comprado unas cremas íntimas para aliviar el olor y el ardor de la arena que le quemaba la suave piel interna.
    Qué lindo momento para acordarme de esa mierda, pensó Elina, y miró por la ventana de su habitación, que daba a la pileta. No es que lo hubiera olvidado, pero rara vez esa noche en la playa aparecía en sueños. Pero sabía que por eso la había dejado Pablo. Porque él a veces la tocaba y ella recordaba la arena entre las piernas y el dolor, y tenía que pedirle basta, y jamás había podido explicarle nada por miedo, hasta que él se había hartado y cómo no, si ella estaba arruinada para siempre.
    Afuera una pareja hablaba, cada uno sentado en su reposera, tomada de las manos. Los detestó. Los chicos se daban chapuzones aunque no hacía calor, y un hombre de unos cincuenta años leía un libro de tapas amarillas, a la sombra. Pocos huéspedes, o al menos esa era la sensación que daba el hotel, tan silencioso. Esta no fue una buena idea, pensó Elina, y esperó una hora, dos horas, pero nadie la llamó desde la recepción para avisarle que tenía un llamado. Treinta y un años tan sin saber qué hacer. Qué hacer. Veinte años más dando clases en la facultad. Veinte años más de docente . Veinte años más de poca plata y morirse sola; veinte años de reuniones de profesores y rezongos. No tenía otro plan. Y además, si tenía que ser franca, a lo mejor ya ni siquiera podía volver a ser docente . En su última clase, se había puesto a llorar mientras explicaba a Durkheim, qué tarada. Salió corriendo. No podía olvidar las risitas de los chicos, nerviosas antes que crueles, pero cómo le hubiera gustado matarlos. Se encerró en la sala de profesores. Alguien la encontró temblando. Algún otro llamó a una ambulancia y poco más recordaba hasta que despertó en una clínica —cara, con profesionales encantadores e insoportables, pagada por su madre—, y las sesiones de grupo, y la horrible sensación de que no le importaba lo que decían los demás, y pensar en cómo morir mientras hacía actividades prácticas («¿podré clavarme el pincel en la yugular?»), y las sesiones de terapia individual donde se quedaba muda porque no podía explicar nada y el alta dudosa. Sus padres le habían alquilado un departamento para que fuera independiente, para que se recuperara antes, para que se integrara, todos esos lugares comunes. Y Pablo que ni siquiera había preguntado por ella, dondequiera que estuviera. Y volver a la facultad un mes a instancias del psiquiatra, pero solo lo había logrado dos semanas, y licencia, y ahora la playa.
    Se recogió el pelo en una desprolija cola y decidió ir a almorzar —como de costumbre, se había  despertado demasiado tarde, porque ya no controlaba la cantidad de pastillas que estaba tomando—. Y después, se dijo, a la playa. Había sol. Decían que el mar tranquilizaba. Cuando salía, pasó junto a unas extrañas esculturas de ovejas que parecían salidas de un pesebre enorme, y miró con cierta curiosidad a dos adolescentes jugando a embocar un corcho dentro de la boca de un sapo de bronce.
    Otra vez movió la comida en el plato, pero se las arregló para pasar dos bocados y una Seven-Up entera, por lo menos azúcar. Y salió hacia el balneario, que quedaba apenas a una cuadra de distancia; se llegaba por un camino de empedrado rodeado de arbustos que le cortaron la respiración, y si algo se esconde ahí, pero corrió y llegó hasta las antiguas escaleras de madera y el mar, la playa enorme más diáfana y de arena más clara que en el resto de la costa, y el cielo de un azul violáceo porque iba a llover. Se sentó en una de las sillas, bajo la carpa, y miró a unos hombres cuarentones de cuerpos todavía esbeltos jugar al fútbol; pensó en acercarse, a lo mejor llevarse uno a la cama por qué no si no garchaba desde hacía un año, pero sabía que no, que la desesperación se huele, y ella apestaba. Vio a las chicas desafiando el viento con sus bikinis. Y esperó la lluvia. Se dejó empapar. Y cuando el pelo largo ya le goteaba sobre los pantalones, cuando ya el agua fría le chorreaba desde el cuello hasta el pecho y el vientre, sacó del bolso la gillette y empezó con los exactos cortes en el brazo, uno, dos, tres, hasta ver la sangre y sentir el dolor y algo parecido a un orgasmo. Que siguiera el frío, así podía cubrirse. Aunque no le importaba tanto. Solo temía que algún alma caritativa lo notara, se compadeciera, e hiciera el temido llamado a Buenos Aires o a la ambulancia o a la línea de asistencia al suicida.
    Cuando volvió, preguntó si había recibido algún llamado. «No, querida», le dijo la telefonista, toda sonrisas. En la habitación, se hundió en la bañadera y volvió a repasar los cortes, para que la sangre flotara a su alrededor y tiñera el agua de rojo. Era hermoso. Se hundió y abrió los ojos bajo el agua, a un océano de espuma rojiza.
    No había querido hablar con nadie, pero en el desayuno una chica recién llegada —creía, porque estaba muy pálida, y parecía algo incómoda— se sentó en su mesa. Por la mañana el comedor se llenaba. Elina pidió café con leche, para poder seguir despierta, porque no había dormido y se sentía mareada. El corazón pataleó dentro de su pecho con la primera embestida de la cafeína, pero no le importó. Qué lindo morir así, de pronto, sin planearlo, de una forma tan sencilla. Mucho mejor que las pastillas: cuando lo había intentado, cuando despertó con un tubo en la garganta, se dio cuenta de lo difícil que era conseguir una sobredosis. Después comprendió su error, aprendió cuáles eran las pastillas que debía haber tomado, pero no se atrevió a repetirlo.
    La chica le preguntó, después de un tímido hola, si había subido a la habitación de Saint-Exupéry. Elina le dijo que todavía no, aunque pensaba qué mierda me importa la pieza de un escritor. Pero la chica insistió. No por afán literario. «Me dijeron que si se sacan fotos ahí adentro, siempre salen borroneadas. Dicen que queda registrado el fantasma. Yo no sé. Pero este hotel se merece un fantasma».
    A lo mejor, le dijo Elina, pero el de Saint-Exupéry no me da miedo, la verdad. La chica se rio. Tenía una risa rara, forzada pero no falsa. Como si no estuviera acostumbrada a reírse. Le cayó bien. O por lo menos no le resultó tan antipática como los chicos ricos y parafinados, los señores de conversación tan interesante, las chicas relajadas con sus novios de anteojos y libros bajo el brazo, los cuarentones que descorchaban, por la noche, vinos caros y los olían, mientras suspiraban antes de encender un puro.
    «¿Y sabías lo del mirador?», le preguntó la chica. Algo, dijo Elina. Nomás que no se lo muestran a cualquiera, porque la estructura es vieja, no lo reciclaron y es peligroso. La chica negó con la cabeza. Tenía manos largas, pero era muy bajita. El efecto resultaba desproporcionado, a punto de ser deforme. «No es peligroso. La escalera es empinada. Yo lo conozco. Podríamos ir. No lo cierran con llave, es mentira. La puerta está un poco trabada. Hay que empujarla».
    Está bien, dijo Elina. Mañana vamos. Pidió esas veinticuatro horas de gracia para ver si podía dormir. Y, más importante, para encontrar algún locutorio con Internet, por si Pablo había escrito.
    Pero nunca llegó al locutorio. Reconocía el temblor en las manos, la falta de aire, esa necesidad de salir del cuerpo, ese pensar siempre en lo mismo. Encendió un cigarrillo en el pasillo y volvió fumando a la habitación, a esperar la noche y el día siguiente boca arriba en la cama, con la televisión encendida pero incapaz de comprender el sentido de programa alguno, aterrada porque no podía llorar.
    Los seres como ella no se entusiasmaban, no se excitaban. Solo estaban seguros. Y ella estaba segura de que Elina era la indicada. Que iba a hacerlo.
    La había llevado hasta el mirador. Era cierto que los dueños cerraban la puerta que daba a la escalera de madera, tan empinada, con llave; pero por supuesto esas herramientas no podían detenerla. Elina había subido tras ella, respirando con dificultad; en la subida, se había clavado una astilla en la mano, pero ni siquiera se quejó. Y cuando llegó hasta el espacio cuadrado del mirador, las ventanas desde donde, en puntas de pie, se podía ver el mar a lo lejos, la luz ocre, el olor a madera y las sombras por debajo, en una suerte de hueco bajo la torre, ella la vio sonreír.
    —La hija del dueño, cuando era chica, creía que acá tenían escondida a la loca.
    —¿Qué loca? —Elina seguía sonriendo.
    —Ninguna loca, nunca hubo una. La nena había leído algún libro con una loca encerrada y se sugestionó.
    —Siempre encierran a las locas en los libros —murmuró Elina.
    —Podrían escaparse.
    —Podrían —dijo Elina, y se sentó en el suelo, a jugar con restos de vidrios de una reforma que nunca había terminado de realizarse—. Cumplí años anteayer —continuó—. Treinta y un años.
    —¿Y no quisiste festejarlos?
    Elina la miró, y la chica sonrió, aunque seguramente no era eso lo que tenía que hacer. A lo mejor debía abrazar a Elina, como solía ver que hacían las personas. Pero eso podía arruinarlo todo.
    Mejor era traerla al mirador otra vez, al día siguiente.
    Y dejarla encerrada.
    Y a lo mejor mostrarle su verdadera forma antes de abandonarla sola ahí arriba.
    Y evitar que los huéspedes y los dueños escucharan los gritos. Era capaz de controlar qué llegaba a los oídos de la gente y qué no.
    Y esperar a que el hambre la desesperara, y hablarle desde el otro lado de la puerta, hablarle de que nadie vendría a buscarla, porque a nadie le interesaba.
    A lo mejor incluso entrar otra vez, varias veces si hacía falta, y mostrarle cada vez algo más de su verdadera forma. Y de su verdadero olor. Y, por su supuesto, de su verdadero tacto. Ah, ella sabía que nada aterraba tanto como su tacto.
    Y esperar el golpe, el ruido, los gritos: Elina había observado con atención no solo las ventanas, sino la escalera. Un paso en falso en esa escalera era suficiente. Y si no, Elina podía volver a subirla, y volver a arrojarse desde lo alto. Era capaz de hacerlo.
    Y entonces el hotel tendría a Elina paseando en círculos con sus manos frías y sus brazos ensangrentados.
    Y ella sería libre, porque al fin la había encontrado.

Escribí este cuento a pedido, como suele ocurrir con muchos de mis cuentos, pero en una circunstancia particular. Fue después de una suerte de encierro-residencia de escritores en el Viejo Hotel Ostende, bajo la siempre generosa atención de los Salpeter, especialmente de la querida Roxana. El hotel, como se sabe, tiene sus mitos y también su pasado literario notable: la trama de Los que aman, odian, la novela policial escrita a cuatro manos por Bioy y Silvina Ocampo, transcurre allí. Y también se alojó en el Saint-Exupéry, se puede visitar su habitación. Y varias medallas más. Como sea, fuera de temporada, en 2005, se había ahí reunido un grupo enorme del que sólo nombraré a algunos porque no tengo buena memoria y no recuerdo a la totalidad de los invitados: Hebe Uhart, insólita e inteligente como siempre; Fogwill, con sus hijos; Fabián Casas que una noche tuvo miedo; Juan Forn que vino una tarde y jugó al fútbol; Marina Mariasch al lado de la chimenea porque hacía frío. Fue intenso y divertido y también hubo encontronazos y malhumores y antipatías. Mariano Llinás filmó todo acompañado de Agustín Mendilaharzu. No sé qué hizo con el material y por mí está bien. Yo no estaba en mi mejor temporada mental, por resumirlo de alguna manera.

Se me ocurrió que el hotel necesitaba un fantasma. Me contaban muchas historias pero ninguna de fantasmas y me encargué de eso. Escribí sobre dos jóvenes, en (más o menos) dos planos, una es la fantasma-vampira, la otra está deprimida. Alguien me dijo alguna vez –creo que Claudio Zeiger– que los planos de dos mujeres jóvenes le recordaban a “Lejana” de Cortázar pero, como suele suceder, si fue una influencia no fue consciente, no estaba pensando en ese magnífico cuento cuando escribí éste que, por supuesto, no se le compara. Pero “El mirador” tiene cosas que me gustan: esa mujer joven amarga, la soledad radical de la tristeza patológica y la locación: me gustan los cuentos sobre o en hoteles, y no sólo los de terror, aunque especialmente. Ningún lugar que recibió a tanta gente con sus fantasmas y sus oscuridades puede dejar de ser un lugar hechizado. El mejor cuento de terror que leí en mi vida se llama “Campanadas”, es de Robert Aickman y transcurre en un hotel. Es terrorífico, un desquicio y una exquisitez.

“El mirador” está incluido en mi primer libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama, que en 2009 publicó Emecé y ahora acaba de ser reeditado por Anagrama. También apareció en Libro de huéspedes. 100 años del viejo hotel Ostende (Planeta) una historia del lugar desde múltiples ángulos que como bonus incluye algunos de los cuentos escritos en aquel encuentro: éste y los de Marina Mariasch, Cecilia Pavón, Pedro Molina Temboury y Dani Umpi.

Este artículo fue publicado originalmente el día 3 de febrero de 2017

Mariana Enríquez / Julie

Mariana Enriquez

La trajeron de Estados Unidos directo a mi casa en Buenos Aires. No querían que pasara tiempo en un hotel mientras buscaban un departamento para alquilar. Mi prima gringa Julie: había nacido en Argentina pero, cuando tenía dos años, sus padres, mis tíos, habían migrado. Se instalaron en Vermont: mi tío trabajaba en Boeing, mi tía —la hermana de mi padre— paría hijos, decoraba la casa y secretamente hacía reuniones espiritistas en su amplio y hermoso living. Latinos ricos, rubios, de apellido alemán: sus vecinos no sabían muy bien cómo ubicarlos porque venían de Sudamérica pero se apellidaban Meyer. De todas maneras, la primera hija delataba la sangre morena infiltrada, la de mi abuela india: Julie tenía los ojos oscuros y muertos de un ratón, el pelo implacable siempre erizado, la piel color arena mojada.

La comunicación con mi familia gringa, aunque frecuente, era trivial. Fotos en la nieve. Esos horribles retratos que les gustan a los norteamericanos con las sonrisas anchas, el fondo azul cielo de verano, las ropas domingueras. Charlas sobre los logros familiares, todos económicos: el nuevo auto, los viajes a Nueva York y Florida, las aplicaciones a universidades —siempre de los varones: Julie elegía «otros caminos»—, las Navidades blancas, los animalitos del bosque cercano que arruinaban el jardín, la permanente renovación de cuartos y cocina. Por supuesto nadie podía ser tan feliz como ellos y nosotros teníamos muy claro que mentían, pero apenas nos importaba. Vivían lejos en ese otro mundo rico al que jamás nos invitaban: nunca dijeron «les compramos pasajes» o «vengan a pasar un Año Nuevo en la nieve». En las fotos que enviaban Julie siempre aparecía seria, mal vestida y, sinceramente fea. Hinchada quizá y con el pelo enmarañado y débil. Parecía una enferma grave. 

Julie tenía veintiún años cuando sus padres, mis tíos, decidieron traerla de vuelta a la Argentina. Yo era un año más chica, apenas. Hubo muchos gritos, primero por teléfono y después en la casa sobre si aceptar o no la visita, que amenazaba ser larga. Yo vivía con mis padres: no conseguía trabajo, no tenía dinero para irme. La casa, aunque algo descuidada, era grande y cómoda. El problema no era el espacio. El problema era que la familia gringa nunca nos había ayudado. Nunca habían mandado un solo dólar. Nunca habían preguntado qué necesitábamos y habíamos necesitado muchas cosas durante todos los años argentinos de crisis, renacimiento, pérdida, locura, desastre y renacimiento. Mi padre, además, tenía una objeción ideológica. Volvían porque en efecto Julie estaba enferma y habían gastado fortunas en tratamientos en Estados Unidos. No todo era cubierto por el todopoderoso seguro de salud de Boeing. O, probablemente, mi tío no era un empleado de la compañía tan jerárquico como le gustaba alardear. Vienen a usar la salud pública de este país, bramaba mi padre. Mi madre no trataba de conciliar, no decía «es tu hermana». Lo dejaba pegar portazos. Sabía que, finalmente, íbamos a recibirlos. 

Llegaron una noche de lluvia en pleno verano. Acompañé a mi padre al aeropuerto. Julie era bizca, obesa, estaba vestida con un equipo de gimnasia de algodón color gris y el viaje en avión le había hinchado las manos. Pensé que no había nada que salvar: hay gente que se deja estar, que va demasiado lejos. Julie era así. El pleno abandono. Y nosotros ni siquiera sabíamos qué le pasaba exactamente. Mi tía apenas había llorado por teléfono, son cosas que se dicen cara a cara, pero es un problema mental. Es mental.

***

Las discusiones se daban alrededor de la mesa de la cocina. Yo trabajaba y estudiaba, veía poco a mis padres y a mi familia gringa, pero siempre asistía a las discusiones nocturnas. Ellos estaban de malhumor: no les gustaban las veredas rotas, desconfiaban de los médicos que habían ido a visitar, se escandalizaban por la cantidad de gente que vivía en la calle —y esto hacía aullar a mi padre, que contraponía a los indigentes de Nueva York—, no les gustaba la comida, extrañaban el frío y la variedad de yogures en el supermercado. Julie apenas hablaba aunque era educada. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. Era esquizofrénica, decía mi tía, pero en los últimos años había empeorado mucho. No quería dar detalles. 

Siempre estaban vestidos con ropa deportiva, los tres. Remeras y pantalones de algodón, zapatillas, nada de maquillaje. Así son los gringos de entrecasa, decía mi padre. Pero ellos no son gringos, insistía yo, y él me pasaba una mano por el pelo. 

Las discusiones seguían. No quiero que se atienda en el Moyano, parece un manicomio medieval, decía mi tío. Mi madre, ofendida, aseguraba que ella se había tratado ahí una depresión y que, en efecto, las instalaciones estaban deterioradas por negligencia de las autoridades, pero los profesionales eran de excelencia. Yo me metí en la discusión: ustedes vivieron acá, les dije, no hace tanto, y el Moyano siempre fue igual. Todo estaba deteriorado para ellos, los príncipes de Vermont. Mientras tanto Julie no parecía demasiado loca, salvo por cómo comía: sin parar, con las manos, sin respirar hasta que el plato estaba vacío y después sonreía y entonces se tomaba medio litro de Coca-Cola. 

La gran discusión estalló una tarde, cuando volvieron los tres de la consulta de una psiquiatra famosa. Habían llorado, se les notaba. También rezongaban porque el taxi había sido caro y encima era un auto viejo que apestaba a gasolina (decían «gasolina» y no «nafta» como si hablaran en doblaje mexicano). Cuando entraron, nos ignoraron. Yo tenía el día libre, mis padres recién llegaban de trabajar, debían ser las seis de la tarde.

Es tu culpa, gritaba mi tío. Your fault. You and your dammed ouija board!

Mi padre dijo en esta casa se habla cristiano. Son mis invitados. Sos mi hermana. ¡Son argentinos, carajo!

Lo miraron desconcertados y vi a mi tía quebrarse. Noté las canas que asomaban de su cuero cabelludo, los anteojos ladeados, las arrugas que le marcaban los costados de la boca como tajos verticales o decoraciones rituales. No fue eso, dijo, no pudo ser eso, era un juego. 

Basta de misterio, dijo mi padre. Se puso de pie, se cruzó de brazos y exigió saber la historia. Mi tía se la contó llorando como una criatura. Julie estaba presente, muda pero impresionada. Mi tío miraba el piso y en un momento, cuando la narración de los detalles de la locura llegó a la impudicia, tuvo que salir al patio.

La historia no era tan complicada, hasta era un convencionalismo de película de terror. Julie había empezado a jugar con un amigo invisible de chica, luego con varios. Le duraron demasiado: tenía catorce años y seguía hablando con sus amigos. Le dijo a mi tía que habían llegado a la casa en las sesiones de espiritismo y ouija que, durante años, fueron como reuniones sociales. Reuniones que se detuvieron entonces, ante la revelación y se dictaminó que las «voces» nada tenían que ver con los fantasmas sino con la esquizofrenia de Julie, potenciada por los problemas en la escolarización que obligaron al homeschooling. Los amigos-espíritus-voces no hacían nada, solamente hablaban con ella, no tenían sugerencias macabras, no rompían cosas ni hacían ruidos como poltergeists. Era fácil convivir con ellos y Julie. Sí, resultaba creepy escucharla parlotear y reír y a veces llorar con nadie, pero si eso iba a ser todo, era compatible con una vida normal. ¿Y mis primos? Ellos ya estaban en la Universidad. Se habían perdido, por suerte, la peor y más reciente fase de la enfermedad.

Mi tía había encontrado a Julie teniendo sexo con los espíritus. Mi madre se atoró con el vino cuando escuchó esto y escupió un buen trago sobre la mesa: parecía sangre aligerada, demasiado acuosa, sobre la fórmica blanca. Mi padre miró a Julie con pudor y ella le contestó con una mirada descarada. Ahí se fue mi tío. No sé cómo lo hace, continuó mi tía, ya sin vergüenza, desnuda, aliviada. Se masturba, claro, pero no es una masturbación convencional. Si la vieran: se le marcan en el cuerpo dedos. ¡Hay manos que le retuercen los pechos! ¡Manos invisibles!

Se puso a llorar. Por decir algo, yo dije que me recordaba a la película El ente. Julie habló, entonces. Su castellano era neutro, pero perfecto.

Es diferente. En esa película la protagonista es violada. A mí me gusta lo que ellos me hacen. Son los únicos que me quieren. 

No acompañó a su madre en el llanto. Sencillamente abrió una bolsa de papas fritas y se puso a comerlas como comía todo: a dos manos, la sal y la grasa pegadas a los labios. 

Los médicos dicen que es posible, dijo mi tía mientras se secaba la cara con un tissue. Que a veces la mente puede ejercer un poder sobre el cuerpo tan grande que se producen reacciones inexplicables. 

Como lo psicosomático, intervino mi madre y se puso a contar sobre su depresión y la colitis ulcerosa, las diarreas con sangre, el asma que como vino se fue. No me gusta recordar la depresión de mi madre: fue posparto y creo que es mi culpa. Bueno, no lo creo: lo fue. Yo la causé, las intenciones no cuentan.

Julie se terminó las papas, dijo que no con la cabeza y aseguró que todas las pastillas y los tratamientos del mundo no iban a curarla porque no había nada que curar. A mí me gusta, dijo. No sé por qué es un problema, dijo.

Ah, no lo sabés, gritó mi tía y le arrancó la bolsa de papas de las manos. Ella se limpió la grasa de las manos en nuestro sillón. Igual los sillones estaban bastante sucios. 

No lo sé, dijo Julie. Y agregó en inglés que su vida sería normal si no estuviese arruinada por medicamentos, las pastillas que engordaban y deformaban. I became a monster, dijo. But they want me anyway.

Mi tío entró. La escuchó cuando contaba, en inglés, sobre el placer de esos dedos fantasma, que no eran fríos, que eran una delicia. Le dio una cachetada que le hinchó la boca de inmediato aunque no hubo sangre. Y le dijo puta. Whore. Ella, acostumbrada, se retiró a la habitación con su teléfono (nunca se desprendía del celular). Nosotros nos quedamos temblando. Mi tía fingió un desmayo, creo que para que dejáramos de pensar en la imagen de su hija obesa, en la grasa bajo la piel que manipulaban con goce y amor las manos del más allá.

                                                                     ***

Después de tres semanas amenazaron con irse: no de vuelta a Estados Unidos sino a alquilar un departamento para «dejar de molestarnos». Mi madre les pidió que se quedaran, por cortesía, y ellos, tan groseros como siempre, dijeron muchas gracias y no volvieron a mencionar la partida. 

No tienen un mango, decía mi padre entre dientes mientras regaba las plantas de nuestro jardincito interno y, de pura rabia, empapaba al gato que corría indignado y se ocultaba tras el helecho mayor. La trajeron acá porque allá no pueden pagarle un tratamiento, es carísima la psiquiatría en Yanquilandia y acá el cambio los favorece. Además, hay mejores profesionales en salud mental. Allá no saben nada. Te medican y se acabó. 

Sin embargo, no los echaba. Después de todo, era su familia, y Julie siempre cerraba con llave la puerta de su habitación. Si tenía sexo ahí adentro, era muy discreta. Había empezado un nuevo tratamiento que implicaba internación medio día y más medicamentos. Volvía medio dormida y estaba más pálida y más gorda. A mí me daba mucha lástima pero no sabía qué hacer. 

A veces, antes de ir a la facultad, Julie y yo tomábamos el desayuno juntas en el patio. Era otoño, días preciosos, y ella quizá por imitarme comía con más elegancia. Igual se manchaba pero no era su culpa. Era la medicación que la hacía temblar. Mi prima me caía bien. Tenía dignidad. Y no retrocedía. Yo escuchaba a sus padres hablando en inglés —suponían que nosotros no los entendíamos—, discutiendo porque los médicos no podían convencerla de que los espíritus amantes no existían. Ella estaba segura, ella se sentía querida, ¿por qué sacarle eso? La veía en el patio antes de ir a su media internación, mirando las plantas, sonriéndole al gato, y cada mañana mientras ella deglutía sus cereales y yo tomaba mi café, trataba de buscarle una solución, que la liberara a ella y sacara a mis tíos de la casa. Además, por las conversaciones, por las discusiones, supe lo que ellos querían: internarla. Dejarla en Argentina. Volverse sin la hija loca que quedaba tan mal en las reuniones, no tanto por su sexo con los espíritus —eso podía permanecer secreto— sino porque su estado les negaba planes de viajes a Florida, de mudanza quizá, de casa frente al lago. Su aspecto los obligaba a la vergüenza. La iban a abandonar. No podían pagar una institución en Estados Unidos. Acá podían ubicarla en un lugar público, gratis. Julie era argentina, después de todo. ¿Y quiénes quedarían encargados de visitarla? ¿Mis padres? ¿Yo? 

Tenía que haber otra gente como ella. No sé si le creía o no: eso no era importante. No les dije nada a mis padres ni a Julie ni a nadie: ni mis amigos sabían los detalles del caso. Me sumergí en Internet. Debía haber más gente que tenía sexo con espíritus y seguro se congregaba, con suerte en una comunidad que no fuese anónima ni que solo existiese online. Había gente que compartía sus fetiches por estatuas y maniquíes, incluso por juguetes de peluche; había hombres que tenían sexo disfrazados de bebés y mujeres adictas a comer plástico y hombres y mujeres que se excitaban lamiendo globos oculares. 

Pero lo del sexo con muertos fantasmas no resultó tan fácil de encontrar. Al principio lo más cercano que encontré fueron necrófilos en perpetua queja por no poder siquiera acercarse a un féretro abierto. Leyendo su procacidad empecé a darme cuenta de la belleza de Julie. De su rechazo a la vulgaridad incurable de sus padres. De cómo había arruinado su cuerpo hasta el grotesco para demostrar que sin embargo era hermoso de una manera que nosotros no conocíamos. 

Tras una semana de búsqueda intensiva, cuando ya me daba por vencida encontré a un grupo en Estados Unidos, The Marjorie Simmons Association. Tuve que pagar y escribir una nota de pedido de admisión y esperar la respuesta de los administradores, pero una mañana encontré el mail de Congratulations en mi bandeja. Y esa misma noche chateé con una Melinda y le conté mi dilema. Nuestro dilema. Ella quiso saber por qué no hablaba Julie y le expliqué que estaba muy medicada. Melinda entendió: siempre nos patologizan, me dijo. Organicé, sin decirle nada a Julie, una cita con Melinda para el día siguiente. Por Skype pero solo una llamada: no había confianza para verse las caras. 

Cuando se lo conté a mi prima, temblaba. No pude terminar de explicarle. Tiró al piso su desayuno, dio tres pasos gordos hasta mí y me abrazó con verdadero agradecimiento. Olía muy bien. A pesar de su brutalidad y torpeza con la comida, era escrupulosamente limpia.

Por qué no los buscaste vos, quise saber. Estás siempre con el teléfono, estás siempre online.

No lo sé, dijo sinceramente. La gente me da miedo. 

¿Entonces vas a tener miedo esta noche? ¿Suspendo la cita?

No, me dijo con los ojos redondos y agitó sus deditos rechonchos. Ellos quieren encarcelarme. ¿Lo sabías?

Tenés que escapar, le dije.

                                                                            ***

En el Buquebús que nos llevaba a Uruguay Julie estaba tan feliz que ni siquiera le importaban las miradas de desaprobación de las flaquísimas mujeres que cruzaban el Río de la Plata para pasar un fin de semana en Colonia. Habíamos escapado justo a tiempo, con la tormenta familiar desatada. Mi tío ya había vuelto a Estados Unidos pero ahora la que anunciaba su regreso era mi tía, llorosa, quejumbrosa, falsa hasta el escándalo. Había conseguido una clínica muy buena, decía, y se comprometía a pagarla. Cómo no voy a pagar por mi hija, gritaba. Mi padre, cruel y seguro al mismo tiempo, llamó por teléfono a la clínica y, por altavoz para que todos pudiéramos oírla, nos hizo escuchar cómo la encargada de contabilidad decía que sí, tenían fecha de admisión de la paciente pero aún no habían recibido ningún depósito de dinero. Yo no escuché la pelea: estaba trabajando. Me enteré por Julie. Desde esa primera noche con Melinda había hecho grandes progresos: ya eran amigas. Me habían prohibido participar de las conversaciones y accedí, aunque me daba curiosidad. Entendía. Resultó que las visitadas por espíritus —así se hacían llamar— no eran solamente mujeres, había muchos visitados también. Resultó que tenían su propia comunidad: en Estados Unidos, vivían en un trailer park en Arizona. La Asociación se llamaba así en honor a una viuda, Marjorie Simmons, que había logrado tener sexo con el espíritu de su propio esposo muerto. El problema era que no existía ninguna rama de la Asociación en la Argentina. Nuestra única y pequeña comunidad en Sudamérica está en Uruguay. La pronunciación del nombre del país había sido atroz y todavía resultaba más estúpidamente atroz que esta Melinda no supiese que Uruguay quedaba justo enfrente de Buenos Aires, con un río de por medio, pero yo no pensé que por esta ignorancia ella o su Asociación fuesen un fraude. Era gringa: los gringos son así. No saben nada del mundo, son incapaces de enterarse, no se les ocurre mirar un mapa.

Entre Julie y Melinda organizaron el recibimiento en la comunidad uruguaya. Quedaba a las afueras de un pueblo cercano a Colonia, Nueva Helvecia o Colonia Suiza. Ese lugar era famoso por retiros new age y comunidades que practicaban alguna espiritualidad alternativa. Era un buen lugar para ocultarse. 

Nueva Helvecia quedaba muy cerca de Colonia: sesenta kilómetros. Julie seguía tomando las pastillas; Melinda le explicó que en la comunidad sabrían cómo ayudarla a dejarlas y manejar la abstinencia. Teníamos las coordenadas, la descripción de la casa que buscábamos y un nombre: Rolf. Seguro no era real. Qué fácil era desaparecer, pensé. Hacía falta determinación, no demasiada, alguien en quien confiar y un poco de dinero. Julie le había robado a su madre unos quinientos dólares. La comunidad no pedía más. Se autoabastecían, tenían una chacra, recibían donaciones. 

Julie habló bastante en el corto viaje: una hora de Buquebús, otra de auto. Me contó sobre las primeras visitas, sobre las diferencias entre los visitantes, a uno le gustaba especialmente lamerle el agujero del culo, lo dijo así, como una bestia y casi me mareo: estaba perdiendo la elegancia. O quizá de verdad estaba loca. Ahora ya no lo sabría. Le pedí que se callara, le dije que podríamos perdernos y se quedó en silencio pero ofuscada. Yo no la conocía, me daba cuenta. No sabía si sus padres, aunque gringos y tacaños y desagradables, no estarían diciendo la verdad. Quizá ellos sí la escuchaban hablar de manera explícita, desbocada y estaban hartos. Quizá le habían enseñado a comportarse en público, con ayuda de las pastillas. Ah, ¿y si me había equivocado?

Llegamos a la casa indicada. Era bonita, pero parecía algo abandonada. El silencio lo quebraba el cacareo de gallinas. Rolf esperaba vestido de blanco. Era alto y canoso. Llevaba anteojos negros. Mi prima se tiró en sus brazos y después en los míos. Afuera del auto, yo encendí un cigarrillo. Le ofrecí el paquete a Rolf, que rechazó. Le habló a Julie. Le dio la bienvenida. Yo le alcancé el bolso: ella saltaba, infantil, el culo enorme (ese que le chupaban tan bien) zangoloteaba como si estuviese lleno de agua. Rolf me agradeció y después dijo, con un acento puramente uruguayo que delataba lo apócrifo de su nombre: «Hasta acá llegaste».

¿La van a tratar bien?, pregunté.

Rolf me sonrió. Tenía una dentadura perfecta, blanquísima, cuidada.

Por supuesto, dijo. 

Julie volvió a besarme y después se fue. Rolf cargaba su bolso. Ella hablaba sin parar. Yo adiviné el futuro. 

Yo volvería a casa. Fingiría no saber nada del paradero de Julie. La buscaríamos un tiempo. La daríamos por desaparecida. Sus hermanos vendrían; volvería su padre. Se la daría por muerta. Y yo regresaría a Nueva Helvecia y jamás encontraría la casa linda pero algo abandonada, ni vería otra vez los dientes de Rolf ni a mi prima alejándose con su culo desbordado por un camino de tierra seca, bajo el sol, al encuentro de los que eran como ella.

EL CUENTO POR SU AUTOR

Mis cuentos siempre suelen surgir de una imagen o de una historia que escucho, algo vaga, inespecífica, que nunca profundizo o investigo: sencillamente imagino más. En «Julie» convergen varias cosas. Por un lado algo muy extraño en mi caso, porque no soy una escritora cinéfila. Desde que la vi por primera vez, en televisión y sin ningún tipo de precaución o aviso previo, quedé obsesionada con la película de terror El Ente, de 1982, protagonizada por Bárbara Hershey. La trama es muy sencilla: a Bárbara la ataca sexualmente un ser invisible, la viola. Sexo sin consentimiento con un fantasma. Hay una escena muy lograda donde se ven los dedos invisibles apretándole los senos. Nunca la volví a ver porque, imagino, no está muy bien la película, pero me impresionó muchísimo entonces y me impresiona mucho ahora la idea de una violación fantasmal. Muchos años después, escuché de una persona cercana a mi familia una historia que se relaciona con la de este Ente, pero es más retorcida: la hija adulta de una familia adinerada, de New England, decía que la atacaba sexualmente un fantasma. La familia practicaba el espiritualismo y el caso era como el de un poltergeist violento y degenerado. Había algo en estas historias que me inquietaba mucho pero no quería escribir un cuento sobre violaciones fantasmales por muchos motivos pero sobre todo porque me parecía un tema demasiado serio para una metáfora tan obvia. 

Como me interesa el ocultismo, en mis pesquisas llegué a Jack Parsons, un científico e ingeniero pionero en el diseño y construcción de cohetes que después de breve paso por el marxismo, a fines de los años 30 se unió a la Iglesia de Thelema, la orden esotérica del ocultista británico Aleister Crowley. La vida de Parsons es apasionante, pero él no tiene que ver con este cuento. La que viene al caso es su esposa, Marjorie Cameron, con quien se casó en 1946. Él creía que Marjorie era una mujer invocada en rituales mágicos sexuales. Poco después del matrimonio, a Parsons le explotó un cohete y murió. Ella empezó rituales para comunicarse con su espíritu y formó una sociedad secreta. Aparentemente, logró conjurarlo y tener sexo con él después de muerto, en el desierto. Marjorie Cameron era artista plástica -extraordinaria- actriz y poeta. Ese sexo con un fantasma, pero con consentimiento, un fantasma invocado por el deseo de una mujer brillante, es lo que está por debajo de este cuento.

Marjorie Cameron es más interesante que esta historia, así que cuando la terminen, si pueden, busquen el documental sobre su vida, Wormwood Star

Este cuento fue escrito a pedido del escritor español Luisgé Martín para la revista madrileña Eñe. Se publicó solamente ahí.

Mariana Enríquez
23 de febrero de 2020

Juan José Arreola / La migala

araña 001a_002 recorte 03.jpg

Juan José Arreola

LA MIGALA

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes; el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mi como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, al descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso consquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo victima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza por las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

John Cheever / Una mujer sin país

mujer 00-h763

John Cheever

UNA MUJER SIN PAÍS

La vi aquella primavera en Campino, con el conde de Capra —el que lleva bigote—, entre la tercera carrera y la cuarta, bebiendo Campari junto a las pistas del hipódromo, con las montañas a lo lejos y, más allá de las montañas, una masa de nubes que en América hubieran significado una tormenta para la hora de cenar capaz de derribar árboles, pero que allí terminaría por quedarse en nada. Volví a verla en el Tennerhof de Kitzbühel, donde un francés cantaba canciones de vaqueros ante un público que incluía a la reina de Holanda; pero nunca la vi en las montañas, y no creo que esquiara; iba allí, al igual que tantos otros, para estar con la gente y participar en la animación. Más tarde la vi en el Lido, y de nuevo en Venecia algo después, una mañana en que yo iba en góndola a la estación y ella estaba sentada en la terraza de los Gritti, tomando café. La vi en la representación de la Pasión de Erl; no exactamente en la representación, sino en el mesón del pueblo, donde se suele comer aprovechando el intermedio, y la vi en la plaza de Siena con motivo del Palio, y aquel otoño en Treviso, cuando cogía el avión para Londres.

Exagero, pero todo esto podría ser verdad. Era una de esas personas que vagabundean incansablemente, y luego, noche tras noche, se van a la cama para soñar con bocadillos de beicon, lechuga y tomate. Aunque procedía de una pequeña ciudad industrial del norte donde se fabricaban cucharas de palo, uno de esos lugares solitarios de donde surge, paradójicamente, la sociedad internacional, eso no tuvo nada que ver con su vida errante. Su padre era el gerente de la fábrica, que pertenecía a la familia Tonkin: grandes propietarios, dueños de regiones enteras, por lo que la tramitación de su divorcio fue seguida con gran interés por los periódicos sensacionalistas; el joven Marchand Tonkin pasó un mes allí para adquirir práctica en los negocios, y se enamoró de Anne. Ella era una chica normal, dulce y modesta, por naturaleza —cualidades que nunca perdió—, y se casaron al cabo de un año. Aunque eran inmensamente ricos, Tonkin no amaban la ostentación, y la joven pareja vivió discretamente en un pequeño pueblo desde donde Marchand se trasladaba todos los días a Nueva York para trabajar en el despacho familiar. Tuvieron un hijo y vivieron una vida feliz y sin historia hasta una húmeda mañana del séptimo año de su matrimonio.

Marchand tenía una reunión en Nueva York y debía tomar el tren a primera hora de la mañana. Pensaba desayunar en la ciudad. Eran alrededor de las siete cuando se despidió de su mujer. Anne no se había vestido, y estaba echada en la cama cuando lo oyó pelearse con el motor del coche que solía usar para ir a la estación. Después oyó cómo se abría la puerta principal y la voz de su marido que la llamaba mientras subía la escalera. El coche no se ponía en marcha, ¿le importaría llevarlo a la estación en el Buick? No le daba tiempo a vestirse, de manera que Anne se echó una chaqueta por encima de los hombros y lo llevó a la estación. De medio cuerpo para arriba estaba correctamente vestida, pero de la chaqueta para abajo el camisón seguía siendo transparente. Marchand le dio un beso de despedida y le recomendó que se vistiera en seguida; Anne abandonó la estación, pero en el cruce de Alewives Lane y Hill Street se quedó sin gasolina.

Como se hallaba delante de la casa de los Bearden, pensó que podrían proporcionarle un poco de gasolina, o, al menos, prestarle un abrigo. Tocó el claxon una y otra vez hasta darse cuenta de que los Bearden estaban de vacaciones en Nassau. Todo lo que podía hacer era esperar en el coche, prácticamente desnuda, a que alguna compasiva ama de casa pasara por allí y se ofreciera a ayudarla. Mary Pym fue la primera, y aunque Anne la saludó con la mano, pareció no darse cuenta. Después pasó Julia Weed, que llevaba a Francis al tren a toda velocidad, pero que iba demasiado de prisa para fijarse en nada. A continuación cruzó por allí Jack Burden, el libertino del pueblo, y sin que nadie lo llamara, pareció sentirse magnéticamente atraído hacia el automóvil. Se detuvo y preguntó si podía ayudar en algo. Anne se trasladó a su coche —¿qué otra cosa podría haber hecho?—, pensaba en lady Godiva y en santa Águeda. Lo peor de todo fue que no acababa de despertarse: de cruzar la distancia entre las sombras del sueño y la luz del día. Y era un día sin luz, sombrío y opresivo, como el ambiente de una pesadilla. El sendero hasta su casa quedaba oculto desde la carretera gracias a unos cuantos arbustos, y cuando Anne se apeó del coche y le dio las gracias a Jack Burden, él la siguió escalones arriba y se aprovechó de ella en el vestíbulo, donde fueron descubiertos por Marchand cuando volvió en busca de su cartera.

Marchand abandonó la casa en aquel mismo momento, y Anne nunca volvió a verlo. Murió de un ataque cardíaco diez días después en un hotel de Nueva York. Sus suegros fueron a los tribunales para solicitar la custodia del niño, y durante el juicio, Anne —en su inocencia— cometió la equivocación de echarle la culpa de su extravío a la humedad. Las revistas sensacionalistas lo sacaron a relucir —NO FUI YO; FUE LA HUMEDAD—, y aquello se extendió por todo el país. Inventaron una canción que se hizo muy popular, y, dondequiera que iba, parecía que Anne estaba condenada a escucharla:

La pobrecita Isabel
nunca besaba a un doncel
si faltaba la humedad,
pero si estaba nublado,
no se podía contener,
convertida en un tornado..

A mitad de juicio, Anne retiró sus demandas, se puso unas gafas de sol y se embarcó de incógnito para Génova, catalogada como persona indeseable por una sociedad que sólo parecía capaz de suavizar su puritanismo con un procaz sentido del humor.

No le faltaba dinero, claro está —sus sufrimientos eran sólo espirituales—, pero la habían herido, y sus recuerdos eran amargos. Por lo que sabía de la vida, Anne tenía derecho al perdón, pero no se lo habían concedido, y su propio país, al recordarlo desde el otro lado del Atlántico, parecía haber dictado contra ella una sentencia salvaje y poco realista. Se la había utilizado como cabeza de turco; se la había puesto en ridículo, y precisamente porque su pureza de corazón era auténtica, estaba profundamente ofendida. Basaba su expatriación en razones morales más que culturales. Al interpretar el papel de europea, quería expresar su desaprobación por lo que había pasado en su país. Vagabundeó por toda Europa, pero finalmente compró una villa en Tavola-Calda y pasaba allí por lo menos la mitad del año. Aprendió italiano, así como todos los sonidos guturales y gestos de manos que acompañan al idioma. En el sillón del dentista decía ¡ay!, en lugar de ¡au!, y podía espantar a un abejorro de su vaso de vino con gran elegancia. Se sentía muy dueña de su expatriación —su territorio personal, conseguido con grandes sufrimientos—, y la irritaba oír a otros extranjeros hablando italiano. Su villa era encantadora; los ruiseñores cantaban en los robles, las fuentes susurraban en el jardín, y ella, desde la terraza más alta, con el cabello teñido del peculiar tono bronceado que estaba de moda en Roma aquel año, saludaba a sus huéspedes: «Bentornati. Quanto piacere!», pero la escena no era nunca del todo perfecta.

Parecía una reproducción, con las leves imperfecciones que se encuentran en las ampliaciones: una disminución de calidad. El resultado no era tanto que estuviera de verdad en Italia como que se había marchado completamente de Estados Unidos.

Anne pasaba gran parte del tiempo con gente que, como ella, aseguraban ser víctimas de una atmósfera moral represiva y raquítica. Sus corazones estaban en los muelles de los puertos, siempre escapándose de casa. Anne había pagado su continua movilidad con cierta dosis de soledad. El grupo de amigos que esperaba encontrar en Wiesbaden desapareció sin dejar ninguna dirección. Los buscó en Heidelberg y en Munich, pero no consiguió encontrarlos. Las invitaciones de boda y los partes meteorológicos («La nieve cubre el nordeste de Estados Unidos») le producían una terrible nostalgia. Siguió perfeccionando su interpretación del papel de europea, y, aunque sus logros eran admirables, no dejaba de tener una especie de alergia a las críticas, y detestaba que la confundiesen con una turista. Un día, al final de la temporada en Venecia, tomó el tren en dirección al sur, y llegó a Roma en una calurosa tarde de setiembre. La mayor parte de los habitantes de la Ciudad Eterna estaban durmiendo, y el único signo de vida eran los autobuses de los turistas rechinando cansadamente por las calles, como si fueran una pieza básica en el funcionamiento de la ciudad, igual que el alcantarillado o la conducción de la luz. Le dio el talón del equipaje a un mozo y le describió sus maletas en un excelente italiano, pero él no se dejó engañar y murmuró algo acerca de los norteamericanos. ¡Eran tantos! Esto irritó a Anne, que replicó con aspereza:

—Yo no soy norteamericana.

—Disculpe, signora —dijo el otro—. ¿De qué país es usted, entonces?

—Soy griega —respondió.

La enormidad, la tragedia de su mentira fue un terrible golpe para ella. «¿Qué he hecho?», se preguntó a sí misma con incredulidad. Su pasaporte era tan verde como la hierba, y viajaba bajo la protección del Gran Sello de Estados Unidos. ¿Qué la había impulsado a mentir sobre una faceta tan importante de su identidad?

Tomó un taxi par a ir a un hotel de Via Veneto, mandó subir las maletas a la habitación, y se dirigió al bar para beber algo. No había más que un norteamericano: un hombre de cabellos blancos con un audífono. Estaba solo y parecía sentirse solo; finalmente se volvió hacia la mesa donde se encontraba Anne y le preguntó muy cortésmente si era estadounidense.

—Sí.

—¿Cómo es que habla italiano?

—Vivo aquí.

—Me llamo Stebbins —dijo él—. Charlie Stebbins, de Filadelfia.

—Encantada —dijo ella—. ¿De qué parte de Filadelfia?

—Bueno; nací en Filadelfia —dijo él—, pero no he vuelto allí desde hace cuarenta años. Mi verdadero hogar es Shoshone, en California. Lo llaman la puerta del valle de la Muerte. Mi mujer era de Londres. Londres en el estado de Arkansas, ja, ja. Mi hija se educó en seis estados de la Unión: California, Washington, Nevada, Dakota del Sur y del Norte y Louisiana. Mi mujer murió el año pasado, y decidí que tenía que ver un poco de mundo.

Las barras y las estrellas parecían materializarse en el aire por encima de la cabeza del señor Stebbins, y Anne se dio cuenta de que en Norteamérica las hojas estaban cambiando de color.

—¿Qué ciudades ha visitado? —le preguntó.

—¿Sabe? Es un poco cómico, pero no lo sé demasiado bien. Una agencia de California planeó el viaje y me dijeron que iba a hacerlo con un grupo de norteamericanos, pero tan pronto como llegué a alta mar descubrí que viajaba solo. No volveré a hacerlo nunca. En ocasiones me paso días enteros sin oír hablar a nadie en un inglés de Estados Unidos decente. Fíjese que algunas veces me siento en la habitación y hablo conmigo mismo por el placer de escuchar norteamericano. No sé si me creerá, pero tomé un autobús de Frankfurt a Munich, y no había nadie allí que supiera una palabra de inglés. Después tomé otro autobús de Munich a Innsbruck, y tampoco había nadie que hablara inglés. Luego otro de Innsbruck a Venecia y tres cuartos de lo mismo, hasta que se subieron unos norteamericanos en Cortina. Pero de los hoteles no tengo ninguna queja. Normalmente hablan inglés en los hoteles, y he estado en algunos francamente buenos.

A Anne le pareció que aquel desconocido, sentado en un taburete de un sótano romano, había conseguido redimir a su país. Un halo de timidez y de hombría de bien parecía rodearlo. En la radio, la emisora de las fuerzas armadas de Verona lanzaba a las ondas los compases de Stardust.

—Eso es Stardust —señaló el norteamericano—. Aunque supongo que ya habrá reconocido la canción. La escribió un amigo mío, Hoagy Carmichael. Sólo con esa pieza gana todos los años seis o siete mil dólares de derechos de autor. Es un buen amigo mío. No lo he visto nunca, pero nos escribimos. Quizá le parezca extraño tener un amigo al que no se ha visto nunca, pero Hoagy es realmente amigo mío.

A Anne le pareció que sus palabras eran mucho más melodiosas y expresivas que la música. El orden de las frases, su aparente falta de sentido, el ritmo con que habían sido pronunciadas le parecieron como la música de su propio país y se vio andando, todavía muchacha, junto a los montones de serrín de la fábrica de cucharas, camino de la casa de su mejor amiga. A veces, por las tardes, tenía que esperar en el paso a nivel, porque iba a cruzar por allí un tren de mercancías. Primero se oía un sonido a lo lejos, como de un huracán, y después un trueno metálico, el ruido de las ruedas. El tren de mercancías cruzaba a toda velocidad, como un rayo. Pero leer los carteles de los vagones solía emocionarla; no es que le hicieran imaginarse maravillosas posibilidades al final del trayecto: tan sólo la grandeza de su propio país, como si los estados de la Unión —estados trigueros, estados petrolíferos, estados ricos en carbón, estados marítimos— se deslizaran por la vía muy cerca de donde ella se había parado, y desde donde leía Southern Pacific, Baltimore & Ohio, Nickel Plate, New York Central, Great Western, Rock Island, Santa Fe, Lackawanna, Pennsylvania, para ir después perdiéndose paulatinamente a lo lejos.

—No llore, mujer—dijo el señor Stebbins—. No llore.

Había llegado el momento de volver a casa, y Anne cogió un avión para París aquella misma noche; al día siguiente tomó otro con destino a Idlewild. Temblaba de nerviosismo mucho antes de que vieran tierra. Volvía a casa, volvía a casa. El corazón se le subió a la garganta. ¡Qué oscura y qué reconfortante parecía el agua del Atlántico después de aquellos años en el extranjero! A la luz del amanecer, desfilaron bajo el ala derecha del avión las islas con nombres indios, e incluso llegaron a entusiasmarla las casas de Long Island, colocadas como los hierros de una parrilla. Dieron una vuelta sobre el aeropuerto y aterrizaron. Anne tenía pensado buscar una cafetería allí mismo, y pedir un sándwich de beicon, lechuga y tomate. Agarró con fuerza su paraguas (parisino), y su bolso (sienés), y esperó su turno para abandonar el avión, pero cuando estaba bajando la escalerilla, antes incluso de tocar con los zapatos (romanos) su tierra nativa, oyó cantar a un mecánico que trabajaba en un DC-7 muy cerca de allí:
La pobrecita Isabel

 nunca besaba a un doncel…

No llegó a salir del aeropuerto. Tomó el siguiente avión para Orly y se reunió con los cientos, con los miles de norteamericanos que circulaban por Europa, alegres o tristes, como si realmente fueran gentes sin un país. Se los ve doblar una esquina en Innsbruck, en grupos de treinta, y esfumarse. Llenan un puente de Venecia, e inmediatamente ya se han ido. Se los oye pidiendo ketchup en un refugio del macizo Central por encima de las nubes, y se los ve curioseando entre las cuevas submarinas, con sus gafas y sus aparatos para respirar, en las aguas transparentes de Porto San Stefano. Anne pasó el otoño en París. También estuvo en Kitzbühel. Se trasladó a Roma para los concursos de equitación, y fue a Siena para ver el Palio. Seguía viajando sin descanso, soñando siempre con sándwiches de beicon, lechuga y tomate.

 

000 separador de corazon

John Cheever / El nadador

John Cheever

EL NADADOR

Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado.» Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.

—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.

—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.

—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.

El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.

No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.

Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha gravado ese deporte con ciertas costumbres, y en la parte del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adonde iba, respondió que iría nadando hasta casa.

Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.

Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.

—¡Hola, Neddy! —dijo la señora Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.

Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.

El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.

—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.

Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta se celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.

Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquin oculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía sólo un año?

Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.

Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.

Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luz del verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso.

Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.

La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación».

Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a un fregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:

—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!

Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceaduras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.

Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación.

Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas.

La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente.

—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.

—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.

—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.

Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:

—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.

—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.

—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…

—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.

—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…

Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:

—Gracias por el baño.

—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.

Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?

Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.

—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?

—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.

—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.

¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.

—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se los oye desde aquí. ¡Escucha!

Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.

—Bueno, voy a darme un remojón —dijo, notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de éstos.

Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.

—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.

Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.

—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?

—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.

Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:

—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…

Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.

La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No se acordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?

—¿Qué quieres? —le preguntó ella.

—Estoy nadando a través del condado.

—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.

—Puedes darme algo de beber.

—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.

—Bueno, me marcho en seguida.

Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.

Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.

Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera o de la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.

Charles D’Ambrosio / La punta

Charles D’Ambrosio

LA PUNTA

NO ME HABÍA PODIDO dormir después de la pesadilla, una pesadilla en la que mi padre y yo comprábamos globos de helio en un circo. Me amarré el mío a uno de los dedos y mi padre ató el suyo alrededor de una habichuela y lo perdió. Después permanecí en la oscuridad, dando vueltas y agitado, despierto por culpa de la arena que había en las sábanas y el alboroto de la sala. Entonces se abrió la puerta y por un momento me encandiló un brillante haz de luz. La fiesta estaba aún en pleno furor y ahora, con la puerta entreabierta y mientras mis ojos se adaptaban, alcancé a ver el humo plateado arremolinándose en la luz y a toda la gente suspendida en él, revoloteando como ángeles en el cielo, una especie de cielo en el que el anfitrión sirve tragos y los hombres fuman cigarros y las mujeres huelen todas a fruta podrida. Todo allí era pura euforia: los hombres reían, el hielo tintineaba, las mujeres chillaban. Una mujer entró, se sentó al borde de la cama y se inclinó sobre mí. Era mi madre. A contraluz se veía como una silueta vaga, amenazante, pero podía oler el lirio de los valles y algo más, la cáscara amarga de limón que siempre masticaba cuando llegaba al fondo aguado de su vodka con tónica. Cuando mi padre estaba vivo, ella rara vez bebía, pero después de que él se pegó un tiro, podría decirse que se soltó del tiso.

“¿Cariño?”, dijo.

“Hola, mamá”, dije.

“Tu vieja madre está borracha, cariño, completamente borracha.”

“Está bien”, dije. Le gustaba confesarme estas cosas, aunque siempre era evidente lo mucho que había bebido. Pero no me importaba. Me consideraba un profesional en estos negocios. “Es una fiesta”, dije sin dramatismo. “Diviértete.”

“Dios mío”, se rio. “No sé a qué horas me puse así.”

“¿Qué quieres, mamá?”

“Sí, cariño”, dijo. “Hay algo que quiero.”

Miró por la ventana, a la luna blanca como una vela más allá de las ramas negras del manzano, y después me miró a los ojos. “¿Qué era lo que quería?” Sus ojos estaban húmedos y surcados de venas rojas. “Vine por algo”, dijo, “pero se me olvidó.”

“Tal vez si vuelves a la fiesta lo recuerdes”, sugerí.

En ese momento la señora Gurney se asomó por la puerta. “¿Y bien?”, dijo desplomándose. La señora Gurney tenía el pelo platinado y estaba muy bronceada —el típico bronceado que las mujeres de por aquí adquieren cuando sus matrimonios comienzan a desmoronarse. Podía ver las vistosas cadenas de oro alrededor del moreno cuello de la señora Gurney titilando en la penumbra antes de ocultarse en el oscuro abismo que se abría entre sus senos.

“Eso era”, dijo mi madre. “La señora Gurney. Está peor que yo. Está realmente jincha… ¿juma? ¿Jumada?”

“Pásame la pantaloneta”, dije.

Me la puse debajo de las cobijas.

Durante años había escoltado a esos viejos ebrios por el arenoso campo de juego y a lo largo de los sinuosos senderos entablados hasta las escaleras blancas de sal de sus casas. Les hacía café, les preparaba tostaditas o les calentaba sobras, buscaba en los botiquines aspirina y vitamina B, les dejaba un vaso de agua en la mesa de noche o en la mesa de centro cuando se desplomaban en el sofá —una vez, incluso, acomodé a un vejestorio en su cama, entre sábanas de seda púrpura. Llevaba a estos borrachos a su casa y les oía sus historias sobre el alma máter, Theta Xi, la repartición de acciones de la Boeing, los Cadillacs, el divorcio, Nembutal, la infidelidad, y a menudo la gente a la que ayudo a llegar a la casa me daba tres o cuatro dólares por oírles todas sus tristes historias. Me imagino que esto es mejor que repartir periódicos. Mi padre, que fue médico militar en Vietnam, me asignó este oficio cuando tenía diez años, y a los trece ya me consideraba todo un veterano, y asumía cada viaje como si fuera una misión.

“Muy bien, señora Gurney”, dije. “Arriba.”

Me tendió la mano y yo se la agarré, me eché hacia atrás y la levanté. Se quedó allí un minuto, meciéndose de aquí para allá como un marinero que llevara tiempo sin tocar puerto.

Mi madre le dio un beso húmedo en los labios y luego le dijo “Apúrate.”

“Estoy borracha”, explicó la señora Gurney. “Totalmente borracha.”

“Salgamos por atrás”, le dije. Nos demoraríamos más si tuviéramos que abrirnos paso por entre la gente, excusándonos y haciendo esas promesas ridículas que los adultos siempre se hacen al final de una fiesta. “Tenemos que repetirlo”, se dicen, como si fuera necesario decirlo. Y yo había notado que, a medida que se terminaba el verano y se acercaba el Día del Trabajo, los adultos adquirían una especie de talante desesperado, pegajoso, como si todo fuera a terminar para siempre y nunca pudieran volver a ver los buenos tiempos. Ahora me doy cuenta, naturalmente, de que el final era simplemente un pretexto para hacer fiestas como locos. El torneo de softball, el derby del salmón, los cocteles, los asados de almejas, las barbacoas, todo sucedería de nuevo. Siempre había sido así y seguiría siéndolo.

En todo caso, salimos por detrás y bajamos la escalera.

Una vez cometí un grave error con un ejecutivo de cuenta retirado, amigo de mi padre. Fred ya estaba caído de la borrachera, de manera que no fueron de mucha ayuda los dos tragos que se tomó camino de la puerta, mientras pedía excusas por su estado, del que nadie se daba cuenta, y ofrecía ruidosamente datos falsos sobre el mercado de la bolsa. Finalmente logré sacarlo, lo arrastré en un carrito y lo dejé caer de culo frente a su casa —suficientemente cerca, supuse— trancado con unos palos para que la marea no lo arrastrara hacia el mar. No fue a dar al mar, pero al subir el mar llegó hasta él, y cuando despertó estaba en una maraña de algas verdes. Afortunadamente no se acordaba de nada —cómo había llegado, dónde estaba, dónde había estado antes—, pero a mí me asustó que un intento más o menos de buena voluntad de mi parte pudiera haber terminado en un enredo tan feo.

Sin embargo, ahora llevaba ya tanto tiempo en este oficio que conocía bien todos los trucos.

La luna estaba llena e inmaculadamente blanca en un cielo negro-azul. El viento se encauzaba por el Pasaje de Saratoga soplando fuerte, soplando al sur, y la señora Gurney y yo luchábamos contra él, avanzando y retrocediendo por el campo de juego. La señora Gurney me estrangulaba con su brazo y avanzábamos tambaleantes. La arena se nos metía en los ojos y nos enceguecía.

“¡Mantenga la cabeza baja, señora Gurney! ¡Yo la guío!”

Se dejó caer sobre la arena haciendo allí un nido como si fuera a poner un huevo. Se desató las sandalias y las arrojó hacia atrás. Me devolví corriendo y les sacudí la arena. La falda le revoloteaba al viento y se le iba a la cara. El cabello plateado, que generalmente mantenía lacado y peinado como un casco, se le abrió y se le astilló como un atado de paja.

“¿Por qué carajos tomé tanto?”, gritó. “Estoy borracha. En serio, Kurt, estoy completamente borracha. No debí haber bebido tanto, maldita sea.”

“Pero lo hizo, señora Gurney”, dije, inclinándome hacia ella. “Ese no es el problema ahora. El problema ahora es cómo llegar a su casa.”

Una cosa sobre estos borrachos: mi opinión es que, a la larga, vale la pena ceñirse estrictamente a la tarea que se tiene entre manos. Vamos a casa, les asegura uno, y mañana todo será diferente. Me he dado cuenta de que si uno se aleja demasiado de la simple meta de llegar a la casa e irse a dormir, se acaba metiendo en un berenjenal innecesario. Comienza uno a oírlos hablar sobre su miserable existencia, y de un momento a otro lo más importante en el mundo es arreglarlo todo ahí mismo. Hay ciertas cosas en la vida que no se pueden reparar, como le pasó a mi padre, y eso siempre es triste, pero creo que no hay nada en la vida que se pueda arreglar bajo la influencia de media docena de cocteles.

Bueno, no todo el mundo en La Punta era un bebedor empedernido. Pero los que no lo eran, la gente que evaluaba con precisión su capacidad y equilibraba de acuerdo con ello su consumo, la gente que nunca se perdía, que nunca se desplomaba entre las matas, o que, a la deriva por entre el laberinto de estrechos tablados desistía de buscar su hogar y entraba a cualquier casa vieja de la vecindad —ellos, la gente que nunca hacía estas cosas y sabía lo que quería, nunca necesitó de mi ayuda. Tampoco eran muy amistosos con mi madre, ni participaban en sus parrandas semanales. La Punta estaba como dividida en esa forma —entre los residentes rectos, aptos para la navegación, y los amigos de mi madre, que se volcaban con facilidad.

La señora Gurney vivía una media milla playa arriba en un bungaló lleno de añadidos góticos. Los rumores sobre la señora Gurney eran que, aunque no estaba divorciada, su esposo no la amaba. Saber estas cosas era parte de mi trabajo, algo de lo que no disfrutaba pero que aceptaba como gajes del oficio. Conocía todos los chismes, los rumores, las cambiantes fortunas de los amigos de mi madre. Después de un verano, quisiéralo o no, conocía los trapos sucios de todo el mundo. Pero había desarrollado una percepción sacerdotal de mi posición, y todo lo que me contaban en un arranque disparatado de confesiones etílicas era para mí tan secreto y privilegiado como si lo hubieran dicho en una audiencia privada con el Papa. De todas maneras, esperaba que la señora Gurney se centrara en su objetivo inmediato y no comenzara a hablar sobre lo triste y sola que estaba, o lo cruel que era su marido, o qué iría a ser de nosotros, etc.

El viento mecía los columpios, hacía rechinar las cadenas y azotaba la rasgada bandera que ondeaba a media asta. A comienzos del verano el señor Crutchfield, abogado de seguros, se había caído por la borda y se había ahogado cuando trataba de jalar su trampa de cangrejos. Siempre untaba su caja de carnadas con Mentholatum, lo cual es ilegal, y eso a los cangrejos los enloquecía. Me imagino que, en su codicia, habiendo sobrepasado el límite, no pudo sacar la trampa pero tampoco la quiso perder, y el peso lo arrastró al mar, le dio un ataque al corazón y se ahogó. La corriente lo arrastró hasta Everett antes de que lo encontraran, blanco e hinchado como un pan mojado.

La señora Gurney estaba acuclillada, levantando puñados de arena que dejaba correr por entre sus dedos, y los granos caían como en un reloj de arena.

“¿Señora Gurney? No estamos progresando mucho.”

Se levantó, se agarró de la pierna de mi pantalón, de mi camisa, de mi manga y por fin de mi cuello. Comenzamos a caminar de nuevo. Había una capa de arena suelta y a cada paso nos hundíamos en ella hasta que lográbamos hacer pie en la arena más firme del fondo y avanzábamos con pasitos de bebé. La noche estaba clara y animada de sombras —todo, hasta los más diminutos penachos de maleza que brotaban de la arena, tenía una sombra— y esto profundizaba el mundo, lo hacía parecer más espeso, con capas y más capas, y luego la oscuridad a través de la cual no podía ver nada.

“Tú sabes”, me dijo la señora Gurney, “el problema de estas fiestas es… el problema sobre la bebida es… tú sabes, llegar a estar tan horriblemente perdida es…”. Se detuvo y trató de amasar su cabello salvaje y de volver a ponerlo en su sitio, y al no estarse sosteniendo de otra cosa que de su cabeza, se cayó hacia atrás, de culo en la arena.

Esperé a que terminara la frase y luego renuncié, sabiendo que se había ido para siempre. Noté que su boca estaba manchada de lápiz labial como si fuera un payaso, lo que fijaba sus labios en un gesto de desdén o tal vez en una sonrisa estúpida. Olía diferente de mi madre —a pimienta, pensé, y a bananos. Era más alta que yo, un poco rolliza, y su nariz tenía la misma forma que su cabeza; era como una pequeña réplica pegada en medio de la cara.

Finalmente salimos del campo de juego hacia el entablado que estaba frente al malecón. Había un vagón de madera volcado en la arena. Lo enderecé.

“Vamos, señora Gurney”, dije, señalando el vagón. “A bordo.”

“Estoy bien”, protestó. “De maravilla.”

“Usted no está de maravilla, señora Gurney.”

El vigilante había construido estos vagones con viejas compuertas de lanchas torpederas. Eran pesados, monstruosos y hechos para durar. Cuando uno lograba echarlos a andar, volaban.

La señora Gurney se subió, no sin muchos aspavientos, y cuando finalmente logré que se callara y se sentara, comencé a jalar. Nunca antes la había llevado a su casa, pero en una escala de uno a diez, siendo diez lo más escandaloso, en ese momento le daba a ella más o menos un seis.

Se estiró como Cleopatra flotando Nilo abajo en su barcaza. “Paren el mundo”, cantaba. “Quiero bajarme.”

Recordé vagamente que esa era una canción de la generación de mis padres. Me recordó a mi padre, que una mañana se pegó un tiro en la cabeza —¿ya lo había dicho? Estaba estacionado en la grama que hay sobre La Punta. Oficialmente, la suya fue una muerte accidental y, en efecto, todo el mundo creyó que había estado limpiando su arma; pero una noche mi madre me contó otra cosa. Ella tenía un repertorio de excusas ineptas que ensayó conmigo, pero verla buscando una respuesta y quedándose corta sólo me hizo sentir más triste. Deseé que saliera con algo, más que todo por ella. Mi padre solía decir que aquí todo el mundo era dinky dow, que en patois vietnamita quiere decir “loco”. Después de que papá murió, a veces se me ocurría que mi mamá se estaba volviendo un poco dinky dow.

Me eché hacia adelante, con la cabeza inclinada contra el viento. A estribor el mar estaba negro, con una línea de olas blancas iluminadas por la luna, que se estrellaban sin cesar en la orilla. A lo lejos, podía ver los oscuros promontorios de la isla Hat y la isla misa que surgía del agua como una ballena abriendo surcos y luego, más allá, las luces suaves, azules, indecisas de Everett, en la lejana tierra firme.

Me detuve para tomar un respiro y ya la señora Gurney se había ido. Estaba sentada en el entablado, unas cuantas casas más atrás.

“Mira todas esas casas”, dijo, meciendo los brazos.

“Vamos, señora Gurney.”

“Otro maldito gran verano en La Punta.”

Parecía que el viento refrescaba a la señora Gurney, pero era difícil asegurarlo. A veces los borrachos parecen a punto de despejarse, pero tan pronto como logran equilibrarse, se van para el otro lado y caen en la depresión.

“Pobre Crutchfield”, dijo la señora Gurney. Estábamos de pie frente a la casa del señor Crutchfield. Había una luz encendida en el segundo piso —yo sabía que era la alcoba—, aunque el primer piso estaba oscuro y vacío. “Y Lucy, por Dios, qué tristeza. Ellos se querían, Kurt.” La señora Gurney frunció el ceño. “Se amaban. ¿Y ahora?”

En realidad, los Crutchfield no se habían amado —cosa que sólo yo sabía. Con seguridad la tristeza de Lucy tenía que ver con el hecho de que su esposo había muerto en un estado deplorable, y ahora ella no iba a poder remediarlo. En la mente de Lucy, él siempre andaría por ahí tirando con todo el mundo y ella siempre estaría esperando a que él cambiara y volviera a casa. Después de que él murió, ella divulgó el mito de su reconciliación y todo el mundo se lo creyó, pero yo sabía que era mentira. El señor Crutchfield tenía una enorme sensación de fracaso en relación con su matrimonio. Se culpaba a sí mismo, y probablemente tenía razón. Pero recuerdo una noche al comienzo del verano, en que yo le dije que no había problema, que si no era feliz con Lucy, bien podía andar tirando por ahí. ¿Tú si crees?, me dijo él. Claro, le dije yo. Adelante.

Por supuesto que me podían preguntar: ¿qué podía saber yo? A los trece años no me había ni siquiera besuqueado con una niña, peo nada perdía con darle ánimos.

Estaba borracho, se sentía miserable, y yo tenía un trabajo, un trabajo que consistía en llevarlo hasta su casa y evitar que se compadeciera mucho de sí mismo.

Fue esa noche, la noche en que llevé al señor Crutchfield a su casa, mientras regresaba a la mía, cuando desarrollé la teoría del agujero negro, que me ayudó enormemente en este negocio de manejar borrachos por La Punta. La idea es la siguiente: que a cierta edad aparece en la mitad de la vida un agujero negro que se lo chupa todo, y uno sabe que ahí está para siempre, ese denso espacio negativo, y sin embargo, uno sigue y lucha, y hace plata, y tiene unos cuantos hijos y se agota, y uno hace de cuenta que no está ahí y nunca lo mira de frente, si puede arreglárselas para no hacerlo. Me imaginaba que este agujero negro existe en algún punto justo detrás de uno y también en algún punto justo delante de uno, de manera que uno está siempre dejándolo atrás y entrando en él al mismo tiempo. La cosa espacial no la tenía resuelta todavía, pero eso era lo que me imaginaba. A veces el agujero era sólo un agujerito en la mente, generalmente era vasto, y con frecuencia fluctuaba, latiendo como un corazón, pero siempre estaba allí, y cuando uno se emborrachaba, creyendo escapar, lo notaba todavía más. De todas maneras, cuando descubrí esto, a la manera de un astrónomo que observa el universo, pensé que tenía la clave, y convertí en norma no permitir nunca que alguno de mis borrachos pensara demasiado y cayera hacia adelante o hacia atrás en el agujero negro. Vamos a casa, les decía, eso es todo.

Me pregunté cuantos años podría tener la señora Gurney, y pensé que treinta y siete. Me imaginé que su agujero negro tendría el tamaño de una tapa de alcantarilla.

La señora Gurney se sentó en el casco de una balsa salvavidas volteada. Se metió las manos debajo de la falda y se quitó las medias de nailon, enrollándolas pierna abajo, y luego lanzó al viento las rosquitas negras. Yo las recogí y las embutí en las sandalias.

“Así está mucho mejor”, dijo.

“No estamos lejos, señora Gurney. Estará en su casa en un momento.”

Logró ponerse de pie por sí misma. Pasó ante mí flotando hacia el mar. Una maraña fantasmal de madera gris —viejas cepas de árboles, troncos desprendidos de los botalones, tablas— obstruía el camino, y era demasiado traicionera, pensé, para que ella tratara de escalarla en ese estado de embriaguez. Pero la señora Gurney siguió de largo mientras su cabello estallaba al viento, su falda ondeaba como una vela, y sus brazos se mecían como los de un trapecista en la cuerda floja.

“Señora Gurney”, llamé.

“Quiero…”, comenzó, pero el viento le arrebató las palabras. Después se sentó en un tronco, y cuando llegué, se estaba sosteniendo la cabeza con las manos y vomitaba entre las piernas. El vómito y el espectáculo de los adultos vomitando eran los aspectos desagradables de este oficio. Detestaba ver a la gente en una posición tan abyecta. Sin embargo, después de tres años, ya sabía en qué closet se guardaban los trapeadores y las esponjas y los limpiadores en más de una casa de La Punta.

Le di una palmadita a la señora Gurney en el hombro y le dije: “Está bien, está bien, vomite tranquila. Se sentirá mejor cuando lo haya sacado todo.”

Se atoró y escupió y un rastro de plata quedó colgándole de los labios hasta la arena. “Maldita sea, Kurt. Al diablo con todo.” Levantó la cabeza. “Mírame, sólo mírame, ¿quieres?”

Se veía un poco maltrecha pero bien. Los había visto peores.

“Fúmese un cigarrillo, señora Gurney”, dije. “Cálmese.”

Yo no fumaba —creía que era un hábito repugnante—, pero mi experiencia pasada me había enseñado que un cigarrillo debe saberle bien a la persona que acaba de vomitar. Uno o dos cigarrillos parecen clamar a la gente dándole en qué concentrarse.

La señora Gurney me pasó sus cigarrillos. Saqué uno de la cajetilla y me lo metí en la boca. Rastrillé media docena de fósforos antes de poder encender uno, protegiendo la llama del viento al estilo de las viejas películas de guerra. Di una bocanada. Le pasé el cigarrillo a la señora Gurney, y ella se lo fue fumando abstraída, mirando a lo lejos. Esperé y la dejé fumar en paz.

“Me siento terrible”, gimió la señora Gurney.

“Ya se le pasará, señora Gurney, es que está borracha. Tenemos que llevarla a su casa.”

“Mira mi falda”, dijo.

Cierto, la había ensuciado un poco con su propio vómito, pero no era nada que no pudiera arreglarse con un poco de agua y jabón. Se lo dije.

“¿Cuántos años tengo, Kurt?”, replicó.

Fingí pensar y luego apunté por lo bajo.

“¿Veintinueve? ¡Por Dios!” la señora Gurney miró a través del agua hacia la sombra negra y profunda de la isla Hat, y yo también miré y era notable la forma como la oscuridad se incrustaba entre la oscuridad que la rodeaba.

Pero eso era algo que podría admirar cuando no estuviera de servicio.

“Tengo treinta y ocho años, Kurt”, gritó. “¡Treinta y ocho, treinta y ocho, treinta y ocho!”

La estaba perdiendo. Se acercaba al diez en una escala de diez.

“Dando tumbos en una noche oscura”, dijo, “uno no puede distinguir entre treinta y ocho y cuarenta. ¡Cincuenta! ¡Sesenta!” Botó su cigarrillo, que trazó una alta curva y fue a estrellarse contra un tronco en una explosión de chispas doradas.

“¿A dónde voy, maldita sea?”

“A casa, señora Gurney. Aguante.”

“Me quiero morir.”

Unos cuantos botes se mecían con el viento, y una foca se quejaba en la balsa de buceo, y el viento alejaba sus gritos de nosotros, hacia el sur. Una boya roja titilaba en la arena. La señora Gurney se trepó sobre la maraña de madera y se fue tambaleando por la arena húmeda hacia el mar. Se detuvo en la orilla y por un momento pensé que se iba a lanzar al agua, pero no lo hizo. Se quedó parada en la orilla, con las olas blancas arremolinándose a sus pies, y dejó que la falda le cayera hasta los tobillos. Llevaba debajo una enagua blanca y sedosa, que brillaba como un reflector de bicicleta a la luz de la luna. Caminó por el agua y se acuclilló a limpiarse la falda. Después salió del agua y se estiró en la arena.

“¿Señora Gurney?”

“Todo me da vueltas.”

Tenía los ojos cerrados. Le recomendé que los abriera.

“Eso ayuda”, le dije. “Y siéntese, señora Gurney. Eso también le ayuda.”

“¿A ti también te da vueltas todo?”, preguntó la señora Gurney. “No me digas que le metes mano al bar de tu mamá, Kurt Pittman. No quiero oírlo. Por favor, evítame eso. Jesús, no podría soportarlo. Realmente, no podría soportarlo. Maldita sea, ni se te ocurra decírmelo ¿bueno?”

Nunca en mi vida me había tomado un trago. “Yo no bebo, señora Gurney.”

“Yo no bebo, señora Gurney”, repitió ella. “Tan santurrón.”

Me pregunté qué hora era y hacía cuánto habíamos salido.

“Tú no sabes cómo puede cambiar la vida de un momento a otro”, dijo la señora Gurney. “Qué tan mala puede llegar a ser.”

Al comienzo no dije nada. Estas conversaciones no conducen a ninguna parte. La señora Gurney estaba borracha y beligerante. Estaba buscando un enemigo. “Tenemos que llegar a su casa, señora Gurney”, dije. “Esa es mi única preocupación.”

“Tu única preocupación”, dijo la señora Gurnay, imitándome de nuevo. “Qué suerte.”

Me quedé allí, detrás de la señora Gurney. Estaba cansado, pero si me sentaba en la arena, la señora Gurney creería que donde estábamos estaba bien, y no era así. Teníamos que superar esta etapa, esta difícil etapa de arrastrarse por la arena y sentirse deprimida, e irnos a dormir.

“Así no llegaremos a ninguna parte”, dije.

“Tengo la boca de algodón”, dijo la señora Gurney. Movía la boca como un pescado. Y estaba temblando. Se agarró las rodillas y escondió la cabeza entre las piernas, tratando de enroscarse como un gusano.

“Kurt”, dijo la señora Gurney mirándome, “¿crees que soy hermosa?”

Pasé las sandalias a la otra mano. Primero contaré lo que dije; luego, lo que estaba pensando. Dije que sí, y lo dije inmediatamente. ¿Por qué? Porque me daba cuenta de que las preguntas que no obtienen una respuesta inmediata caen en el silencio y nunca son respondidas. Se las chupa el agujero negro. Ya me había dado cuenta de esto y sabía que el truco era cerrar el resquicio en la mente de la señora Gurney, suprimir el silencio fantasmal entre la pregunta y la respuesta. Ahí estaba ella, borracha, enferma, temblorosa, sin amor, sentada en la arena y preguntándome, a mí, un simple muchacho, si yo creía que era hermosa. Dije que sí, porque sabía que eso no le haría daño a ella, y a mí no me costaba nada, aunque esa no era realmente mi respuesta. La respuesta estaba en la inmediatez, en la velocidad de mi contestación, despojada de toda incertidumbre y vacilación.

“Sí”, dije.

La señora Gurney se volvió a tender en la arena. Se desabotonó la blusa y se desabrochó el sostén.

Escudriñé la oscuridad y fijé los ojos en un remolcador que arrastraba una barcaza hacia el norte, a través del Pasaje, hacia los San Juanes.

La señora Gurney se sentó. Se deshizo de la blusa y se despojó del sostén y los arrojó contra el viento. De nuevo, recogí sus cosas de donde habían caído, puse el bulto a mi lado y esperé.

“Así está mejor”, dijo la señora Gurney arqueando la espalda, y estiró las manos en el aire, moviéndolas como si fuera una especie de dignatario en un desfile. “Cuando el viento sopla, es como si un espíritu te estuviera lavando.”

“Debemos irnos, señor Gurney.”

“Siéntate, Kurt, siéntate”, dijo palmoteando sobre la arena húmeda. La huella de su mano permaneció allí por unos pocos segundos, después de aplanó y desapareció. La marea estaba subiendo rápidamente, y estaría alta hasta la noche, con la luna llena.

Me agazapé a poca distancia.

“¿Así que crees que soy hermosa?”, dijo la señora Gurney. Miró hacia adelante, sin fijarse en mí, dejando que sus palabras flotaran en el viento.

“No es asunto de belleza o no belleza, señora Gurney.”

“¿No?”

“No”, dije. “Sé que su esposo no la ama, señora Gurney. Ese es el problema.”

“Belleza”, cantó.

“No. Como dicen, la belleza está en el ojo del espectador. Usted ya no tiene un espectador, señora Gurney.”

“La luna y las estrellas”, dijo, “el viento y el mar.”

Viento, mar, estrellas, luna: estábamos en un territorio inexplorado y la culpa era mía. Había permitido  que nos apartáramos de nuestra meta, y ahora ya ni siquiera la veía. Tenía que retomar el curso, o acabaríamos hablando de Dios.

“Vístase, señora Gurney, está haciendo frío. Eso no es bueno. Vamos a casa.”

Se agarró las rodillas y se meció adelante y atrás. Se quejó. “Es tan lejos.”

“No es lejos”, dije. “Se ve desde aquí.”

“Un día te voy a dejar todo esto”, dijo la señora Gurney moviendo los brazos en círculos, señalando todo lo que había en el mundo. “Cuando lo herede de mi esposo, después del divorcio, te lo dejaré a ti. Es una promesa, Kurt. En serio. Lo pondré en mi testamento. Recibirás una llamada. Recibirás una llamada y sabrás que he muerto. Pero tú estarás feliz, muy feliz, porque todo esto será tuyo.”

Su casa estaba a escasos cien metros. Una mangaveleta llena del aire que la atravesaba, se agitaba de un lado a otro en lo alto de un poste blanco. Sus dos niños se habían estado quedando en la ciudad durante casi todo el verano. Yo no sabía si habían venido este fin de semana. Ella había dejado encendida la luz de la entrada.

“Quisieras tener esto, ¿no es cierto?”, preguntó la señora Gurney.

“No es el momento de discutirlo”, dije.

La señora Gurney se acostó en la arena. “Las estrellas tienen colas”, dijo. “Cuando dan vueltas.”

Miré hacia arriba. A mí me pareció que estaban fijas en su sitio.

“La primera vez que me enamoré tenía catorce años. Me enamoré cuando tenía quince, me enamoré cuando tenía dieciséis, diecisiete, dieciocho. Me enamoré una y otra vez”, dijo la señora Gurney. “Eventualmente esto me llevó al matrimonio.” Se aplastó una manotada de arena mojada en el pecho. “Es tan estúpido. ¿Sabes dónde lo conocí?”

Pensé que se refería a Jack, al señor Gurney. “No”, le dije.

“En una cancha de golf, ¿puedes creerlo?”

“¿Usted juega golf, señora Gurney?”

“¡No! Maldita sea, no.”

“¿Y Jack?”

“Tampoco.”

No podía ayudarla: esta es la clase de historias que no tienen sentido y que a los borrachos les gusta repetir. Llevaba tres años oyendo las mismas historias cada verano, la clase de historias que todos creen que son muy especiales sin darse cuenta de que todo el mundo cuenta casi lo mismo, sin darse cuenta de que todas se mezcal unas con otras, rezuman una en la otra.

“Tengo sed”, dijo la señora Gurney. “Me hace falta mi casa.”

“Ya estamos cerca”, dije.

“Eso no es lo que quiero decir”, dijo ella. “Tú no sabes lo que quiero decir.”

“Tal vez no”, dije. “Por favor, póngase la blusa, señora Gurney.”

“Me voy a matar”, dijo la señora Gurney. “Me voy a casa y me voy a matar.”

“Eso no la va a llevar a ninguna parte.”

“Van a ver.”

“Lo único que lograría es estar muerta, señora Gurney. Entonces la olvidarán.”

“A Crutchfield no lo han olvidado. Pobre Crutchfield. La bandera está a media asta.”

“Este año”, dije. “El próximo año estará donde siempre ha estado.”

“Mis niños no olvidarán.”

Eso era cierto, pensé, pero no quería entrar en esa discusión.

La señora Gurney se sentó. Sacudió violentamente la cabeza, y le salió arena. Entonces se levantó, tambaleándose. Le alcancé la blusa, mirando al suelo. Meneó los dedos de los pies y los enterró en la arena.

“Mírame”, dijo la señora Gurney.

“Preferiría no hacerlo, señora Gurney”, dije. “Mañana usted se alegrará de que no lo haya hecho.”

Por un momento no hablamos, y en ese espacio vacío se precipitaron el viento, las olas, el quejido de la foca en la balsa de buceo. Miré hacia arriba, a los ojos de la señora Gurney que eran verde oscuros, y estaban flotando entre lágrimas. Me miró pero vagamente y me pregunté qué veía.

Tenía la impresión de que el primero que pestañeara perdería.

Me quitó la blusa de las manos.

Miré.

Yo no tenía experiencia en esto, pero sabía que lo que estaba mirando no era carne joven. Los senos le colgaban como sacos de arena mojada, desplomándose hacia los lados. Pensé que eran enormes, aunque no tenía con qué compararlos. Tenían largas cicatrices blancuzcas como si un hombre salvaje o un oso la hubieran arañado. Los pezones se veían morados a la luz de la luna, y fruncidos por el viento frío. Las cadenas doradas y serpenteantes le brillaban en la oscuridad del cuello, y la V del bronceado hacía que todo lo demás pareciera asombrosamente blanco. La piel bronceada de su pecho se veía como un pergamino, como la página amarillenta y ajada de algún texto antiguo, tal vez la Biblia o la Constitución —la copia original o incluso el borrador.

La señora Gurney se echó la blusa sobre los hombros y la dejó aletear al viento. Se le fue volando por la playa. Suspiró. Después se acercó y se inclinó hacia mí. Podía olerla —la pimienta, los bananos.

“Señora Gurney”, dije. “Vámonos ya.” La marea estaba tan alta que podíamos sentir la espuma blanca de las olas alrededor de los pies. Las olas que retrocedían arrastraban su blusa hacia el mar, y las que venían la devolvían. Se quedó allí en la orilla, remojándose. Nos miramos a los ojos. Incluso así de cerca, no había nada familiar en los de ella; eran vidriosos, oscuros y sin expresión.

En ese momento, estoy seguro, sus manos rozaron el frente de mi pantaloneta. No recuerdo muy bien en qué estaba pensando o si pensaba en algo. Y esto, el no haber estado pensando con claridad, pudo haber sido mi ruina. ¿Qué hay allá afuera que nos indique el camino recto? Hubiera podido caer del todo. Me hubiera podido hundir en ese instante. Conocía todas las palabras para nombrarlo y todas eran cortas y brutales. Joder, tirar, clavar. Una voz me dijo que podía hacerlo impunemente. ¿Quién se va a dar cuenta? Preguntó la voz. Dale, siguió diciendo. Yo conocía la voz, sabía que era la misma voz que le había dicho al señor Crutchfield que le diera, que tirara con quien quisiera. Estábamos solos, allá afuera no había más que la luna y el mar. Miré a la señora Gurney, la miré a los ojos, y vi dos líneas negras que brotaban de ellos y rodaban en líneas locas por sus mejillas.

Sentí que debía ser galante o tierno y besar a la señora Gurney. Sentí que debía decir algo, después sentí que debía quedarme callado. El momento parecía estar suspendido en el aire, como si todo fuera frágil, como si sólo el silencio le diera consistencia.

Nos alejamos de la orilla y de la marea por la playa, y la arena bajo la superficie aún conservaba algo del calor del día.

Me quité la camiseta. “Póngasela”, le dije.

Ella se la puso al revés, y yo recogí las sandalias, las medias y el sostén. Nos quedamos callados. Seguimos nuestro camino por la arena, sobre la maraña de palos arrojados a la playa, con el viento empujándonos desde el norte.

Cruzamos el entramado y yo sostuve a la señora Gurney por el codo mientras subíamos las escaleras de su casa. Adentro encontré la aspirina, serví un vaso de cidra y se lo llevé a la cama donde ya se había enroscado bajo una pesada frazada mexicana. Parecía como si estuviera durmiendo debajo de una alfombra. “Tengo sed”, dijo y se tomó la aspirina con el jugo. Había una lámpara encendida. El cabello platinado de la señora Gurney se desparramó sobre la almohada, con chuzos como los radios de una bicicleta. Me arrodillé al lado de la cama, y ella me tocó la mano y entreabrió los labios como para hablar, pero yo le apreté la mano y sus ojos se cerraron. Pronto estuvo dormida.

Cuando bajaba las escaleras, sus dos hijos, Mark y Timmy, salieron de su alcoba y me miraron desde el rellano.

“¿Ya llegó mamá?”, preguntó Timmy que tenía tres años.

“Sí”, dije. “Está acostada, está dormida.”

Se quedaron allí en el rellano iluminado, parpadeando y frotándose los ojos, y yo me quedé parado más abajo en las escaleras, en la oscuridad.

“¿Dónde está la niñera?”, pregunté.

“Se quedó dormida”, dijo Timmy.

“Ustedes, niños, también deberían estar dormidos.”

“No me puedo dormir”, dijo Timmy. “Cuéntame un cuento.”

“No me sé ningún cuento”, dije.

Cuando regresé y entré a la casa, la luz brillante y el humo me hicieron arder los ojos. La sala estaba llena de gente, pero yo conocía a todo el mundo —loa Potters, los Shanks, los Capstands, etc. Había un ruidaje frenético; alguien le había dado cuerda a la vitrola, y de uno de los viejos discos de mi abuelo salían oleadas de estática que inundaban el cuarto. Podía ver en la repisa de la chimenea, a través de las nubes de humo, el altar que mi madre le había levantado a mi padre: su Estrella de Plata y el Corazón Púrpura que recibió en Lao Bao, hacia arriba, por Khe Sanh, cerca de la zona desmilitarizada en donde sirvió como médico. Su diploma de la escuela de medicina colgaba torcido de un clavo. La pelota que atrapó en un juego de béisbol, sus anteojos, una navaja de bolsillo, el estetoscopio, un juramento hipocrático enmarcado con serpientes enrolladas alrededor de lo que parecía un poste de barbero. Vi a mi madre revolotear por la cocina con una coctelera de plata, que sacudía como si fuera un instrumento de percusión. Se paseaba como un animal enjaulado, sacudiendo hielo picado en la coctelera. El ruido de la fiesta me impedía oír alguna voz específica. Me quedé allí un rato. Nadie parecía haber notado mi presencia hasta cuando Fred, como una cuba, levantó su vaso vacío en el aire y dijo “¡Hola, Capitán!”

Entré a la cocina. Mi madre dejó la coctelera y me miró. La abracé y le dije: “Volví.”

Después me fui para mi alcoba y destendí la cama. Saqué las sábanas por la ventana y sacudí la arena. Volví a ponerlas en la cama y me acosté, pero no me pude dormir. Me levanté y saqué una de las viejas cartas de mi padre de debajo del colchón. Salí por la puerta de atrás. Era una de esas noches de La Punta en las que el viento que sopla, las olas que se rompen en líneas blancas contra la orilla, la arena molida, las siluetas amontonadas de las casas lavadas por la luna, el golpeteo de las boyas, en las que todo esto parece haber estado sucediendo durante mucho, mucho tiempo, y uno siente que la eternidad lo está mirando. Me senté en el columpio. La carta estaba un poco rota en los dobleces, y la abrí con cuidado, buscando la luz de la luna. Estaba fechada en 1966 y dirigida a mi madre. La letra era borrosa y difícil de distinguir.

Primero que todo, las viejas noticias: gracias por la corbata. No sé cuándo podré usarla, pero gracias. Ahora mis noticias. Me hirieron, pero no te preocupes. Estoy bien.

Desde hace varios días han desplegado una compañía en el perímetro de este pueblo —corría el rumor de que los campos habían sido minados por el Vietcong. Los hombres trabajan con tanques —tanques de película que se mueven hacia adelante y hacia atrás sobre un campo como podadoras de césped gigantes. Despejan el camino haciendo explotar las minas. Generalmente las minas del Vietcong son antipersonales, y la idea es que los tanques deberían activarlas y absorber las explosiones. Los tanques resisten los estallidos fácilmente y adentro los hombres están a salvo. Una operación de libro. Fácil. Ayer hicieron explotar doce minas. Quién sabe cómo llegaron hasta allá.

Tomó varios días despejar el perímetro. Anoche creyeron que habían terminado. Pero cuando los hombres estaban saltando de los tanques, uno de ellos cayó directamente sobre una mina. Yo fui el primer médico en llegar. Sus pies y sus piernas habían volado, volado hasta el nivel de la ingle. Nunca había visto algo tan terrible, pero esto es lo que recuerdo con más claridad: una pieza de metralla había perforado su lata de crema de afeitar y un chorro de espuma blanca se elevaba metro y medio por el aire. La sangre se regaba por todas partes, y ese surtidor blanco salía de su espalda haciendo un arco. La presión dentro de la lata no dejaba de silbar. El muchacho podía tener unos diecinueve años. “Doctor, estoy vuelto nada”, dijo. Llamé a una unidad de evacuación. Comencé a aplicarle compresas, después vi que sus ojos se cerraron y traté de revivirlo con un masaje cardiaco. El muchacho murió antes de que la crema de afeitar hubiera terminado de regarse.

Todo quedó misteriosamente tranquilo, considerando el estrago, y de un momento a otro la zona liberada se puso caliente y comenzaron a dispararnos: quince minutos de artillería y fuego de mortero; después, tranquilo otra vez. Nada, absolutamente nada. Recibí un fragmento de metralla en la espalda, pero no te preocupes. Estoy bien, aunque no tendré ocasión de ponerme esa corbata pronto. Ni siquiera supe que estaba herido hasta que sentí la sangre, y aun entonces creí que era de alguien más.

Es curioso, pero no sentí miedo durante los quince minutos de la acción. Generalmente no hay mucho contacto con el enemigo. A veces no se ve un solo Vietcong. Pasan los días sin contacto alguno. Uno sabe que están ahí, pero nunca los ve. Sólo las minas y las bombas. Yo no soy más que un médico y mi contacto con el enemigo casi nunca es directo —lo que veo son los hombres heridos y los muertos, los cadáveres. Veo la destrucción y he comenzado tanto a temer como a odiar a los vietnamitas —aun aquí, en Vietnam del Sur, no sé de qué lado están. Visito todos los días un pueblo cercano y ayudo al médico local a vacunar a los niños. La mañana después del ataque, sentí que la gente del pueblo se reía de mí porque sabía que un americano había muerto. Ayer volví al mismo pueblo. Todo estaba tranquilo, cada cual en lo suyo, como siempre, y yo me quedé ahí parado, rodeado de borrachines, pensando en aquel muchacho muerto, y por un momento sentí la necesidad de emparejar la cuenta en alguna forma.

No sé lo que digo,  cariño. Soy un médico, entrenado para salvar vidas. Todos los días estoy más cerca de la muerte que la mayor parte de las personas, excepto en su último segundo sobre la tierra. Este es un mundo de dolor —esa es la expresión que usamos— y aquí pasan cosas, cosas que uno no puede guardarse. He visto lo que pasa a los hombres que tratan de hacerlo. Lo que han visto y lo que han hecho los consume, se vuelven obsesivos y lentamente pierden de vista el trabajo que se supone que deben hacer. No tengo clara prueba de esto, pero creo que los hombres en estas condiciones se exponen al ataque. Uno tiene que hablar de las cosas, tenerlo todo muy claro en la mente. Tengo la suerte de tener aquí a un compañero que también ha estado bajo fuego, y entiende lo que estoy sintiendo. Eso ayuda.

Lamento escribir así, pero en tu carta decías que querías saberlo todo. No está en mi poder decir lo que esta guerra significa para ti o para cualquiera allá en casa, pero puedo describir lo que sucede y, si quieres seguiré haciéndolo. Para mí, por lo menos, es una tranquilidad saber que hay alguien allá lejos que realmente no puede comprender, y que espero que nunca pueda hacerlo. Pronto escribiré de nuevo.

Con amor,

Henry.

Yo había sacado esta carta de una caja que mi madre guardaba en su alcoba, bajo la cama. Había otras clases de cartas, cartas sobre el amor y la familia y el trabajo, pero no creí que mi madre echara de menos esta que era sólo sobre la guerra. Mi padre nunca habló mucho sobre su permanencia en Vietnam, pero lo hacía cuando se le preguntaba. En consideración a esto, yo estaba enterado de las redadas Zippo, los códigos luminosos, las minas asesinas, las granadas de fragmentación, las mochilas explosivas y demás. Y cuando estaba furioso, o triste, mi padre salpicaba su lenguaje con jerga que se le había prendido, como titi, que quiere decir “pequeño”, y didi mow, que quiere decir “apúrese”, y xin loi, que quiere decir “lo siento”.

Guardé la carta. Me columpié con fuerza, y subí, después bajé, subí y bajé, mirando y luego sin mirar. Cuando el columpio estuvo lo suficientemente alto, me dejé ir y navegué por el aire libre antes de caer en una explosión de arena blanda. Me quité la arena de los ojos. Los ojos se me aguaron, y todo se puso borroso. El viento volcaba y arrratraba las cosas. Una sombrilla de playa a rayas rodaba por el campo de juego, dando vueltas como un trompo. Una sábana de la tendedera de alguien aleteó hasta que se soltó y salió volando. Pensé en mi pesadilla, en el globo de mi padre amarrado a una habichuela. Miré hacia el cielo, y estaba negro, con alguna luz. Había estrellas, millones de estrellas como agujeritos en algo, y la luna, como un agujero más grande en la misma cosa. Agujeros blancos. Pensé en la señora Gurney y en sus ojos en blanco y en lo negro que salía de ellos. ¿Fue el viento, una ráfaga súbita, la que me empujó y me rozó los pantalones? Sucedió tan rápidamente. ¿Había tratado de tocarme? ¿Lo había hecho? Me estiré en la arena. El viento me puso la carne de gallina. Temblando, escuché. De la casa, me llegaba el sonido de hombres que reían, de hielo que tintineaba, de mujeres que chillaban. Allí todo seguía frenético. Nunca podría dormirme. Decidí permanecer despierto. Todos se irían a sus casas, pero hasta entonces yo esperaría afuera.

Me quedé allí, muy quieto. Me sacudí un poco de arena. Esperé.

Fui yo quien encontré a mi padre esa mañana. Había ido a sacar un poco de creosota del baúl de su carro. Era una mañana fría y húmeda, como las que tenemos habitualmente, y en la pradera sobre el estacionamiento había una familia de ciervos rumiando, mirando alrededor, toda inocencia. Y allí estaba, sentado en el carro. Abrí la puerta del lado pasajero. Al comienzo, los ojos como que se separaron del cerebro, y lo vi todo muy despacio, como en una película o como algo lejano que no le está pasando a uno. Se había volado parte de la cara. Uno de los ojos miraba fijamente hacia afuera. Todavía respiraba, pero sus pulmones trabajaban como si se hubiera tragado un metro de cascajo o de arena. Se sacudía. Le toqué su mano y sus dedos se enroscaron alrededor de los míos, agarrándolos, pero eran sólo los nervios, una antigua reacción o algo, porque su cerebro ya estaba muerto. Mi imaginación se disparó cuando él me agarró. Supe en seguida que un muerto me había agarrado. Hui. Corrí. En casa traté de hablar, pero no había palabras. Comencé a golpear las paredes y a patear los muebles y a quebrar cosas. No podía ver, oía que caía. Corrí alrededor de la casa cogiéndome la cabeza y jalándome el pelo. Eventualmente mi madre me alcanzó. Yo sólo señalé hacia el carro. Mi padre me hace falta, entiéndanme, me hace falta tenerlo a mi lado para que me diga lo que está bien y lo que está mal, o para hablar de boom-boom, o sea de sexo, o para ir a pescar salmón por los lados de la isla Hat, y no preocuparme por nada en ningún sentido. Pero también quiero decir que nunca más quiero ver lo que vi aquella mañana. Nunca, mientras viva, quiero encontrarme a otra persona muerta. Ya ni siquiera era una persona, era sólo una cosa reventada, basura aplastada. Parte de su cabeza había volado, y había sangre y pelo y hueso salpicados en el parabrisas. Parecía como si hubiera pasado con el carro a través de algo terrible, como si necesitara usar los limpiabrisas, poner las plumillas a toda velocidad y limpiarlo todo, excepto que las plumillas no le iban a servir de nada porque todo el horror estaba por dentro.

James Joyce / Una nubecilla

James Joyce

Una nubecilla

A Little Cloud
Dubliners, 1914
Traducción de Guillermo Cabrera Infante
      Ocho años atrás había despedido a su amigo en la estación de North Wall diciéndole que fuera con Dios. Gallaher hizo carrera. Se veía enseguida: por su aire viajero, su traje de lana bien cortado y su acento decidido. Pocos tenían su talento y todavía menos eran capaces de permanecer incorruptos ante tanto éxito. Gallaher tenía un corazón de este tamaño y se merecía su triunfo. Daba gusto tener un amigo así.
      Desde el almuerzo, Chico Chandler no pensaba más que en su cita con Gallaher, en la invitación de Gallaher, en la gran urbe londinense donde vivía Gallaher. Le decían Chico Chandler porque, aunque era poco menos que de mediana estatura, parecía pequeño. Era de manos blancas y cortas, frágil de huesos, de voz queda y maneras refinadas. Cuidaba con exceso su rubio pelo lacio y su bigote, y usaba un discreto perfume en el pañuelo. La medialuna de sus uñas era perfecta y cuando sonreía dejaba entrever una fila de blancos dientes de leche.
      Sentado a su buró en King’s Inns pensaba en los cambios que le habían traído esos ocho años. El amigo que había conocido con un chambón aspecto de necesitado se había convertido en una rutilante figura de la prensa británica. Levantaba frecuentemente la vista de su escrito fatigoso para mirar a la calle por la ventana de la oficina. El resplandor del atardecer de otoño cubría céspedes y aceras; bañaba con un generoso polvo dorado a las niñeras y a los viejos decrépitos que dormitaban en los bancos; irisaba cada figura móvil: los niños que corrían gritando por los senderos de grava y todo aquel que atravesaba los jardines. Contemplaba aquella escena y pensaba en la vida; y (como ocurría siempre que pensaba en la vida) se entristeció. Una suave melancolía se posesionó de su alma. Sintió cuán inútil era luchar contra la suerte: era ése el peso muerto de sabiduría que le legó la época.
      Recordó los libros de poesía en los anaqueles de su casa. Los había comprado en sus días de soltero y más de una noche, sentado en el cuarto al fondo del pasillo, se había sentido tentado de tomar uno en sus manos para leerle algo a su esposa. Pero su timidez lo cohibió siempre: y los libros permanecían en los anaqueles. A veces se repetía a sí mismo unos cuantos versos, lo que lo consolaba.
      Cuando le llegó la hora, se levantó y se despidió cumplidamente de su buró y de sus colegas. Con su figura pulcra y modesta salió de entre los arcos de King’s Inns y caminó rápido calle Henrietta abajo. El dorado crepúsculo menguaba ya y el aire se hacía cortante. Una horda de chiquillos mugrientos pululaba por las calles. Corrían o se paraban en medio de la calzada o se encaramaban anhelantes a los quicios de las puertas o bien se acuclillaban como ratones en cada umbral. Chico Chandler no les dio importancia. Se abrió paso, diestro, por entre aquellas sabandijas y pasó bajo la sombra de las estiradas mansiones espectrales donde había baladronado la antigua nobleza de Dublín. No le llegaba ninguna memoria del pasado porque su mente rebosaba con la alegría del momento.
      Nunca había estado en Corless’s, pero conocía la valía de aquel nombre. Sabía que la gente iba allí después del teatro a comer ostras y a beber licores; y se decía que allí los camareros hablaban francés y alemán. Pasando rápido por enfrente de noche había visto detenerse los coches a sus puertas y cómo damas ricamente ataviadas, acompañadas por caballeros, bajaban y entraban a él fugaces, vistiendo trajes escandalosos y muchas pieles. Llevaban las caras empolvadas y levantaban sus vestidos, cuando tocaban tierra, como Atalantas alarmadas. Había pasado siempre de largo sin siquiera volverse a mirar. Era hábito suyo caminar con paso rápido por la calle, aun de día, y siempre que se encontraba en la ciudad tarde en la noche apretaba el paso, aprensivo y excitado. A veces, sin embargo, cortejaba la causa de sus temores. Escogía las calles más tortuosas y oscuras y, al adelantar atrevido, el silencio que se esparcía alrededor de sus pasos lo perturbaba, como lo turbaba toda figura silenciosa y vagabunda; a veces el sonido de una risa baja y fugitiva lo hacía temblar como una hoja.
      Dobló a la derecha hacia la calle Capel. ¡Ignatius Gallaher, de la prensa londinense! ¿Quién lo hubiera pensado ocho años antes? Sin embargo, al pasar revista al pasado ahora, Chico Chandler era capaz de recordar muchos indicios de la futura grandeza de su amigo. La gente acostumbraba a decir que Ignatius Gallaher era alocado. Claro que se reunía en ese entonces con un grupo de amigos algo libertinos, que bebía sin freno y pedía dinero a diestro y siniestro. Al final, se vio involucrado en cierto asunto turbio, una transacción monetaria: al menos, ésa era una de las versiones de su fuga. Pero nadie le negaba el talento. Hubo siempre una cierta… algo en Ignatius Gallaher que impresionaba a pesar de uno mismo. Aun cuando estaba en un aprieto y le fallaban los recursos, conservaba su desfachatez. Chico Chandler recordó (y ese recuerdo lo hizo ruborizarse de orgullo un tanto) uno de los dichos de Ignatius Gallaher cuando andaba escaso:
      —Ahora un receso, caballeros —solía decir a la ligera—. ¿Dónde está mi gorra de pegar?
      Eso retrataba a Ignatius Gallaher por entero, pero, maldita sea, había que admirarlo.
      Chico Chandler apresuró el paso. Por primera vez en su vida se sintió superior a la gente que pasaba. Por primera vez su alma se rebelaba contra la insulsa falta de elegancia de la calle Capel. No había duda de ello: si uno quería tener éxito tenía que largarse. No había nada que hacer en Dublín. Al cruzar el puente de Grattan miró río abajo, a la parte mala del malecón, y se compadeció de las chozas, tan chatas. Le parecieron una banda de mendigos acurrucados a orillas del río, sus viejos gabanes cubiertos por el polvo y el hollín, estupefactos a la vista del crepúsculo y esperando por el primer sereno helado que los obligara a levantarse, sacudirse y echar a andar. Se preguntó si podría escribir un poema para expresar esta idea. Quizá Gallaher pudiera colocarlo en un periódico de Londres. ¿Sería capaz de escribir algo original? No sabía qué quería expresar, pero la idea de haber sido tocado por la gracia de un momento poético le creció dentro como una esperanza en embrión. Apretó el paso, decidido.
      Cada paso lo acercaba más a Londres, alejándolo de su vida sobria y nada artística. Una lucecita empezaba a parpadear en su horizonte mental. No era tan viejo: treinta y dos años. Se podía decir que su temperamento estaba a punto de madurar. Había tantas impresiones y tantos estados de ánimo que quería expresar en verso. Los sentía en su interior. Trató de sopesar su alma para saber si era un alma de poeta. La nota dominante de su temperamento, pensó, era la melancolía, pero una melancolía atemperada por la fe, la resignación y una alegría sencilla. Si pudiera expresar esto en un libro quizá la gente le hiciera caso. Nunca sería popular: lo veía. No podría mover multitudes, pero podría conmover a un pequeño núcleo de almas afines. Los críticos ingleses, tal vez, lo reconocerían como miembro de la escuela celta, en razón del tono melancólico de sus poemas; además, que dejaría caer algunas alusiones. Comenzó a inventar las oraciones y frases que merecerían sus libros. «El señor Chandler tiene el don del verso gracioso y fácil…» «Una anhelante tristeza invade estos poemas…» «La nota celta». Qué pena que su nombre no pareciera más irlandés. Tal vez fuera mejor colocar su segundo apellido delante del primero: Thomas Malone Chandler. O, mejor todavía: T. Malone Chandler. Le hablaría a Gallaher de este asunto.
      Persiguió sus sueños con tal ardor que pasó la calle de largo y tuvo que regresar. Antes de llegar a Corless’s su agitación anterior empezó a apoderarse de él y se detuvo en la puerta, indeciso. Finalmente, abrió la puerta y entró.
      La luz y el ruido del bar lo clavaron a la entrada por un momento. Miró a su alrededor, pero se le iba la vista confundido con tantos vasos de vino rojo y verde deslumbrándolo. El bar parecía estar lleno de gente y sintió que la gente lo observaba con curiosidad. Miró rápido a izquierda y derecha (frunciendo las cejas ligeramente para hacer ver que la gestión era seria), pero cuando se le aclaró la vista vio que nadie se había vuelto a mirarlo: y allí, por supuesto, estaba Ignatius Gallaher de espaldas al mostrador y con las piernas bien separadas.
      —¡Hola, Tommy, héroe antiguo, por fin llegas! ¿Qué quieres? ¿Qué vas a tomar? Estoy bebiendo whisky: es mucho mejor que al otro lado del charco. ¿Soda? ¿Lithia? ¿Nada de agua mineral? Yo soy lo mismo. Le echa a perder el gusto…
      Vamos, garçon, sé bueno y tráenos dos líneas de whisky de malta… Bien, ¿y cómo te fue desde que te vi la última vez? ¡Dios mío, qué viejos nos estamos poniendo! ¿Notas que envejezco o qué? Canoso y casi calvo acá arriba, ¿no?
      Ignatius Gallaher se quitó el sombrero y exhibió una cabeza casi pelada al rape. Tenía una cara pesada, pálida y bien afeitada. Sus ojos, que eran casi color azul pizarra, aliviaban su palidez enfermiza y brillaban aún por sobre el naranja vivo de su corbata. Entre estas dos facciones en lucha, sus labios se veían largos, sin color y sin forma. Inclinó la cabeza y se palpó con dos dedos compasivos el pelo ralo. Chico Chandler negó con la cabeza. Ignatius Gallaher se volvió a poner el sombrero.
      —El periodismo —dijo— acaba. Hay que andar rápido y sigiloso detrás de la noticia y eso si la encuentras: y luego que lo que escribas resulte novedoso. Al carajo con las pruebas y el cajista, digo yo, por unos días. Estoy más que encantado, te lo digo, de volver al terruño. Te hacen mucho bien las vacaciones. Me siento muchísimo mejor desde que desembarqué en este Dublín sucio y querido… Por fin te veo, Tommy. ¿Agua? Dime cuándo.
      Chico Chandler dejó que le aguara bastante su whisky.
      —No sabes lo que es bueno, mi viejo —dijo Ignatius Gallaher—. Apuro el mío puro.
      —Bebo poco como regla —dijo Chico Chandler, modestamente—. Una media línea o cosa así cuando me topo con uno del grupo de antes: eso es todo.
      —Ah, bueno —dijo Ignatius Gallaher, alegre—, a nuestra salud y por el tiempo viejo y las viejas amistades.
      Chocaron los vasos y brindaron.
      —Hoy me encontré con parte de la vieja pandilla —dijo Ignatius Gallaher—. Parece que O’Hara anda mal. ¿Qué es lo que le pasa?
      —Nada —dijo Chico Chandler—. Se fue a pique.
      —Pero Hogan está bien colocado, ¿no es cierto?
      —Sí, está en la Comisión Agraria.
      —Me lo encontré una noche en Londres y se le veía boyante… ¡Pobre O’Hara! La bebida, supongo.
      —Entre otras cosas —dijo Chico Chandler, sucinto. Ignatius Gallaher se rió.
      —Tommy —le dijo—, veo que no has cambiado un ápice. Eres el mismo tipo serio que me metías un editorial el domingo por la mañana si me dolía la cabeza y tenía lengua de lija. Debías correr un poco de mundo. No has ido de viaje a ninguna parte, ¿no?
      —Estuve en la isla de Man —dijo Chico Chandler. Ignatius Gallaher se rió.
      —¡La isla de Man! —dijo—. Ve a Londres o a París. Mejor a París. Te hará mucho bien.
      —¿Conoces tú París?
      —¡Me parece que sí! La he recorrido un poco.
      —¿Y es, realmente, tan bella como dicen? —preguntó Chico Chandler.
      Tomó un sorbito de su trago mientras Ignatius Gallaher terminaba el suyo de un viaje.
      —¿Bella? —dijo Ignatius Gallaher, haciendo una pausa para sopesar la palabra y paladear la bebida—. No es tan bella, si supieras. Claro que es bella… Pero es la vida de París lo que cuenta. Ah, no hay ciudad que sea como París, tan alegre, tan movida, tan excitante…
      Chico Chandler terminó su whisky y, después de un poco de trabajo, consiguió llamar la atención de un camarero. Ordenó lo mismo otra vez.
      —Estuve en el Molino Rojo —continuó Ignatius Gallaher cuando el camarero se llevó los vasos— y he estado en todos los cafés bohemios. ¡Son candela! Nada aconsejable para un puritano como tú, Tommy.
      Chico Chandler no respondió hasta que el camarero regresó con los dos vasos: entonces chocó el vaso de su amigo levemente y reciprocó el brindis anterior. Empezaba a sentirse algo desilusionado. El tono de Gallaher y su manera de expresarse no le gustaban. Había algo vulgar en su amigo que no había notado antes. Pero tal vez fuera resultado de vivir en Londres en el ajetreo y la competencia periodística. El viejo encanto personal se sentía todavía por debajo de sus nuevos modales aparatosos. Y, después de todo, Gallaher había vivido y visto mundo. Chico Chandler miró a su amigo con envidia.
      —Todo es alegría en París —dijo Ignatius Gallaher—. Los franceses creen que hay que gozar la vida. ¿No crees que tienen razón? Si quieres gozar la vida como es, debes ir a París. Y déjame decirte que los irlandeses les caemos de lo mejor a los franceses. Cuando se enteraban que era de Irlanda, muchacho, me querían comer.
      Chico Chandler bebió cinco o seis sorbos de su vaso.
      —Pero, dime —le dijo—, ¿es verdad que París es tan… inmoral como dicen?
      Ignatius Gallaher hizo un gesto católico con la mano derecha.
      —Todos los lugares son inmorales —dijo—. Claro que hay cosas escabrosas en París. Si te vas a uno de esos bailes de estudiantes, por ejemplo. Muy animados, si tú quieres, cuando las cocottes se sueltan la melena. Tú sabes lo que son, supongo.
      —He oído hablar de ellas— dijo Chico Chandler.
      Ignatius Gallaher bebió de su whisky y meneó la cabeza.
      —Tú dirás lo que quieras, pero no hay mujer como la parisina. En cuanto a estilo, a soltura.
      —Luego es una ciudad inmoral —dijo Chico Chandler, con insistencia tímida—. Quiero decir, comparada con Londres o con Dublín.
      —¡Londres! —dijo Ignatius Gallaher—. Eso es media mitad de una cosa y tres cuartos de la otra. Pregúntale a Hogan, amigo mío, que le enseñé algo de Londres cuando estuvo allá. Ya te abrirá él los ojos… Tommy, viejo, que no es ponche, es whisky: de un solo viaje.
      —De veras, no…
      —Ah, vamos, que uno más no te va a matar. ¿Qué va a ser? ¿De lo mismo, supongo?
      —Bueno… vaya…
      —François, repite aquí… ¿Un puro, Tommy?
      Ignatius Gallaher sacó su tabaquera. Los dos amigos encendieron sus cigarros y fumaron en silencio hasta que llegaron los tragos.
      —Te voy a dar mi opinión —dijo Ignatius Gallaher, al salir después de un rato de entre las nubes de humo en que se refugiara—, el mundo es raro. ¡Hablar de inmoralidades! He oído de casos… pero, ¿qué digo? Conozco casos de… inmoralidad…
      Ignatius Gallaher tiró pensativo de su cigarro y luego, con el calmado tono del historiador, procedió a dibujarle a su amigo el cuadro de la degeneración imperante en el extranjero. Pasó revista a los vicios de muchas capitales europeas y parecía inclinado a darle el premio a Berlín. No podía dar fe de muchas cosas (ya que se las contaron amigos), pero de otras sí tenía experiencia personal. No perdonó ni clases ni alcurnia. Reveló muchos secretos de las órdenes religiosas del continente y describió muchas de las prácticas que estaban de moda en .la alta sociedad, terminando por contarle, con detalle, la historia de una duquesa inglesa, cuento que sabía que era verdad. Chico Chandler se quedó pasmado.
      —Ah, bien —dijo Ignatius Gallaher—, aquí estamos en el viejo Dublín, donde nadie sabe nada de nada.
      —¡Te debe parecer muy aburrido —dijo Chico Chandler—, después de todos esos lugares que conoces!
      —Bueno, tú sabes —dijo Ignatius Gallaher—, es un alivio venir acá. Y, después de todo, es el terruño, como se dice, ¿no es así? No puedes evitar tenerle cariño. Es muy humano… Pero dime algo de ti. Hogan me dijo que habías… degustado las delicias del himeneo. Hace dos años, ¿no?
      Chico Chandler se ruborizó y sonrió.
      —Sí —le dijo—. En mayo pasado hizo dos años.
      —Confío en que no sea demasiado tarde para ofrecerte mis mejores deseos —dijo Ignatius Gallaher—. No sabía tu dirección o lo hubiera hecho entonces.
      Extendió una mano, que Chico Chandler estrechó.
      —Bueno, Tommy —le dijo—, te deseo, a ti y a los tuyos, lo mejor en esta vida, viejito: toneladas de plata y que vivas hasta el día que yo te pegue un tiro. Estos son los deseos de un viejo y sincero amigo, como tú sabes.
      —Yo lo sé —dijo Chico Chandler.
      —¿Alguna cría? —dijo Ignatius Gallaher. Chico Chandler se ruborizó otra vez.
      —No tenemos más que una —dijo.
      —¿Varón o hembra?
      —Un varoncito.
      Ignatius Gallaher le dio una sonora palmada a su amigo en la espalda.
      —Bravo, Tommy —le dijo—. Nunca lo puse en duda.
      Chico Chandler sonrió, miró confusamente a su vaso y se mordió el labio inferior con tres dientes infantiles.
      —Espero que pases una noche con nosotros —dijo—, antes de que te vayas. A mi esposa le encantaría conocerte. Podríamos hacer un poco de música y…
      —Muchísimas gracias, mi viejo —dijo Ignatius Gallaher—. Lamento que no nos hayamos visto antes. Pero tengo que irme mañana por la noche.
      —¿Tal vez esta noche…?
      —Lo siento muchísimo, viejo. Tú ves, ando con otro tipo, bastante listo él, y ya convinimos en ir a echar una partida de cartas. Si no fuera por eso…
      —Ah, en ese caso…
      —Pero, ¿quién sabe? —dijo Ignatius Gallaher, considerado—. Tal vez el año que viene me dé un saltito, ahora que ya rompí el hielo. Vamos a posponer la ocasión.
      —Muy bien —dijo Chico Chandler—, la próxima vez que vengas tenemos que pasar la noche juntos. ¿Convenido?
      —Convenido, sí —dijo Ignatius Gallaher—. El año que viene si vengo, parole d’honneur.
      —Y para dejar zanjado el asunto —dijo Chico Chandler—, vamos a tomar otra.
      Ignatius Gallaher sacó un relojón de oro y lo miró.
      —¿Va a ser ésa la última? —le dijo—. Porque, tú sabes, tengo una c.t.
      —Oh, sí, por supuesto —dijo Chico Chandler.
      —Entonces, muy bien —dijo Ignatius Gallaher—, vamos a echarnos otra como de deoc an doirus, que quiere decir un buen whisky en el idioma vernáculo, me parece.
      Chico Chandler pidió los tragos. El rubor que le había subido a la cara hacía unos momentos, se le había instalado. Cualquier cosa lo hacía ruborizarse; y ahora se sentía caliente, excitado. Los tres vasitos se le habían ido a la cabeza y el puro fuerte de Gallaher le confundió las ideas, ya que era delicado y abstemio. La excitación de ver a Gallaher después de ocho años, de verse con Gallaher en Corless’s, rodeados por esa iluminación y ese ruido, de escuchar los cuentos de Gallaher y de compartir por un momento su vida itinerante y exitosa, alteró el equilibrio de su naturaleza sensible. Sintió en lo vivo el contraste entre su vida y la de su amigo, y le pareció injusto. Gallaher estaba por debajo suyo en cuanto a cuna y cultura. Sabía que podía hacer cualquier cosa mejor que lo hacía o lo haría nunca su amigo, algo superior al mero periodismo pedestre, con tal de que le dieran una oportunidad. ¿Qué se interponía en su camino? ¡Su maldita timidez! Quería reivindicarse de alguna forma, hacer valer su virilidad. Podía ver lo que había detrás de la negativa de Gallaher a aceptar su invitación. Gallaher le estaba perdonando la vida con su camaradería, como se la estaba perdonando a Irlanda con su visita.
      El camarero les trajo la bebida. Chico Chandler empujó un vaso hacia su amigo y tomó el otro, decidido.
      —¿Quién sabe? —dijo al levantar el vaso—. Tal vez cuando vengas el año que viene tenga yo el placer de desear una larga vida feliz al señor y a la señora Gallaher.
      Ignatius Gallaher, a punto de beber su trago, le hizo un guiño expresivo por encima del vaso. Cuando bebió, chasqueó sus labios rotundamente, dejó el vaso y dijo:
      —Nada que temer por ese lado, muchacho. Voy a correr mundo y a vivir la vida un poco antes de meter la cabeza en el saco… si es que lo hago.
      —Lo harás un día —dijo Chico Chandler con calma.
      Ignatius Gallaher enfocó su corbata anaranjada y sus ojos azul pizarra sobre su amigo.
      —¿Tú crees? —le dijo.
      —Meterás la cabeza en el saco —repitió Chico Chandler, empecinado—, como todo el mundo, si es que encuentras mujer.
      Había marcado el tono un poco y se dio cuenta de que acababa de traicionarse; pero, aunque el color le subió a la cara, no desvió los ojos de la insistente mirada de su amigo. Ignatius Gallaher lo observó por un momento y luego dijo:
      —Si ocurre alguna vez puedes apostarte lo que no tienes a que no va a ser con claros de luna y miradas arrobadas. Pienso casarme por dinero. Tendrá que tener ella su buena cuenta en el banco o de eso nada.
      Chico Chandler sacudió la cabeza.
      —Pero, vamos —dijo Ignatius Gallaher con vehemencia—, ¿quieres que te diga una cosa? No tengo más que decir que sí y mañana mismo puedo conseguir las dos cosas. ¿No me quieres creer? Pues lo sé de buena tinta. Hay cientos, ¿qué digo cientos?, miles de alemanas ricas y de judías podridas de dinero, que lo que más querrían… Espera un poco, mi amigo, y verás si no juego mis cartas como es debido. Cuando yo me propongo algo, lo consigo. Espera un poco.
      Se echó el vaso a la boca, terminó el trago y se rió a carcajadas. Luego, miró meditativo al frente, y dijo, más calmado:
      —Pero no tengo prisa. Pueden esperar ellas. No tengo ninguna gana de amarrarme a nadie, tú sabes.
      Hizo como si tragara y puso mala cara.
      —Al final sabe siempre a rancio, en mi opinión —dijo.
…..
      Chico Chandler estaba sentado en el cuarto del pasillo con un niño en brazos. Para ahorrar no tenían criados, pero la hermana menor de Annie, Mónica, venía una hora, más o menos, por la mañana y otra hora por la noche para ayudarlos. Pero hacía rato que Mónica se había ido. Eran las nueve menos cuarto. Chico Chandler regresó tarde para el té y, lo que es más, olvidó traerle a Annie el paquete de azúcar de Bewley’s. Claro que ella se incomodó y le contestó mal. Dijo que podía pasarse sin el té, pero cuando llegó la hora del cierre de la tienda de la esquina, decidió ir ella misma por un cuarto de libra de té y dos libras de azúcar. Le puso el niño dormido en los brazos con pericia y le dijo:
      —Ahí tienes, no lo despiertes.
      Sobre la mesa había una lamparita con una pantalla de porcelana blanca y la luz daba sobre una fotografía enmarcada en cuerno corrugado. Era una foto de Annie. Chico Chandler la miró, deteniéndose en los delgados labios apretados. Llevaba la blusa de verano azul pálido que le trajo de regalo un sábado. Le había costado diez chelines con once; ¡pero qué agonía de nervios le costó! Cómo sufrió ese día esperando a que se vaciara la tienda, de pie frente al mostrador tratando de aparecer calmado mientras la vendedora apilaba las blusas frente a él, pagando en la caja y olvidándose de coger el penique de vuelto, mandado a buscar por la cajera, y, finalmente, tratando de ocultar su rubor cuando salía de la tienda examinando el paquete para ver si estaba bien atado. Cuando le trajo la blusa, Annie lo besó y le dijo que era muy bonita y a la moda; pero cuando él le dijo el precio, tiró la blusa sobre la mesa y dijo que era un atraco cobrar diez chelines con diez por eso. Al principio quería devolverla, pero cuando se la probó quedó encantada, sobre todo con el corte de las mangas y le dio otro beso y le dijo que era muy bueno al acordarse de ella.
      ¡Hum!…
      Miró en frío los ojos de la foto y en frío ellos le devolvieron la mirada. Cierto que eran lindos y la cara misma era bonita. Pero había algo mezquino en ella. ¿Por qué eran tan de señorona inconsciente? La compostura de aquellos ojos lo irritaba. Lo repelían y lo desafiaban: no había pasión en ellos, ningún arrebato. Pensó en lo que dijo Gallaher de las judías ricas. Esos ojos negros y orientales, pensó, tan llenos de pasión, de anhelos voluptuosos… ¿Por qué se había casado con esos ojos de la fotografía?
      Se sorprendió haciéndose la pregunta y miró, nervioso, alrededor del cuarto. Encontró algo mezquino en el lindo mobiliario que comprara a plazos. Annie fue quien lo escogió y a ella se parecían los muebles. Las piezas eran tan pretenciosas y lindas como ella. Se le despertó un sordo resentimiento contra su vida. ¿Podría escapar de la casita? ¿Era demasiado tarde para vivir una vida aventurera como Gallaher? ¿Podría irse a Londres? Había que pagar los muebles, todavía. Si sólo pudiera escribir un libro y publicarlo, tal vez eso le abriría camino.
      Un volumen de los poemas de Byron descansaba en la mesa. Lo abrió cauteloso con la mano izquierda para no despertar al niño y empezó a leer los primeros poemas del libro:
Quedo el viento y queda la pena vespertina,
Ni el más leve céfiro ronda la enramada,
Cuando vuelvo a ver la tumba de mi Margarita
Y esparzo las flores sobre la tierra amada.
      Hizo una pausa. Sintió el ritmo de los versos rondar por el cuarto. ¡Cuánta melancolía! ¿Podría él también escribir versos así, expresar la melancolía de su alma en un poema? Había tantas cosas que quería describir; la sensación de hace unas horas en el puente de Grattan, por ejemplo. Si pudiera volver a aquel estado de ánimo…
      El niño se despertó y empezó a gritar. Dejó la página para tratar de callarlo: pero no se callaba. Empezó a acunarlo en sus brazos, pero sus aullidos se hicieron más penetrantes. Lo meció más rápido mientras sus ojos trataban de leer la segunda estrofa:
En esta estrecha celda reposa la arcilla,
Su arcilla que una vez…
      Era inútil. No podía leer. No podía hacer nada. El grito del niño le perforaba los tímpanos. ¡Era inútil, inútil! Estaba condenado a cadena perpetua. Sus brazos temblaron de rabia y de pronto, inclinándose sobre la cara del niño, le gritó:
      —¡Basta!
      El niño se calló por un instante, tuvo un espasmo de miedo y volvió a gritar. Se levantó de su silla de un salto y dio vueltas presurosas por el cuarto cargando al niño en brazos. Sollozaba lastimoso, desmoreciéndose por cuatro o cinco segundos y luego reventando de nuevo. Las delgadas paredes del cuarto hacían eco al ruido. Trató de calmarlo, pero sollozaba con mayores convulsiones. Miró a la cara contraída y temblorosa del niño y empezó a alarmarse. Contó hasta siete hipidos sin parar y se llevó el niño al pecho, asustado. ¡Si se muriera!…
      La puerta se abrió de un golpe y una mujer joven entró corriendo, jadeante.
      —¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —exclamó.
      El niño, oyendo la voz de su madre, estalló en paroxismos de llanto.
      —No es nada, Annie… nada… Se puso a llorar.
      Tiró ella los paquetes al piso y le arrancó el niño.
      —¿Qué le has hecho? —le gritó, echando chispas.
      Chico Chandler sostuvo su mirada por un momento y el corazón se le encogió al ver odio en sus ojos. Comenzó a tartamudear.
      Sin prestarle atención, ella comenzó a caminar por el cuarto, apretando al niño en sus brazos y murmurando:
      —¡Mi hombrecito! ¡Mi muchachito! ¿Te asustaron, amor?… ¡Vaya, vaya, amor! ¡Vaya!… ¡Cosita! ¡Corderito divino de mamá!… ¡Vaya, vaya!
      Chico Chandler sintió que sus mejillas se ruborizaban de vergüenza y se apartó de la luz. Oyó cómo los paroxismos del niño menguaban más y más; y lágrimas de culpa le vinieron a los ojos.

James Joyce / Una madre

by Paul Cézanne

 

James Joyce

Una madre

A MotherDubliners, 1914 Traducción de Guillermo Cabrera Infante

      El señor Holohan, vicesecretario de la sociedad Eire Abu, se paseó un mes por todo Dublín con las manos y los bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la serie de conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan. Anduvo para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una esquina discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue la señora Kearney quien tuvo que resolverlo todo.

      La señorita Devlin se transformó en la señora Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar a que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con el señor Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.

      Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio la señora Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:
      —El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.
      Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.
      Cuando el Despertar Irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, la señora Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando el señor Kearney iba con su familia a las reuniones procatedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de la calle Catedral. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. La señora Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día el señor Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.
      Como el señor Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, la señora Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete del señor Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. El señor Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:
      —Vamos, ¡sírvase usted, señor Holohan!
      Y si él se servía, añadía ella:
      —¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!
      Todo salió a pedir de boca. la señora Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.
      Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando la señora Kearney llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.
      En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, el señor Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. El señor Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. El señor Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:
      —Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.
      La señora Kearney recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:
      —¿Estás lista, tesoro?
      Cuando tuvo la oportunidad llamó al señor Holohan aparte y le preguntó qué significaba aquello. El señor Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados.
      —¡Y con qué artistas! —dijo la señora Kearney—. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.
      El señor Holohan admitió que los artistas eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. La señora Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa del señor Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.
      El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero la señora Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. El señor Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que la señora Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda la señora Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó al señor Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.
      —Pero, naturalmente, eso no altera el contrato —dijo ella—. El contrato es por cuatro conciertos.
      El señor Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con el señor Fitzpatrick. La señora Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó al señor Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. El señor Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de la señora Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:
      —¿Y quién es este comidé, hágame el favor?
      Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.
      El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. La señora Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.
      Vino la noche del gran concierto. La señora Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. La señora Kearney dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando al señor Holohan y al señor Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada la señorita Beirne, a quien la señora Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. La señorita Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. La señora Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:
      —¡No, gracias!
      La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:
      —¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe!
      La señora Kearney tuvo que regresar al camerino.
      Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen’s Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. El señor Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio al señor Duggan se le acercó a preguntarle:
      —¿Estás tú también en el programa?
      —Sí —respondió el señor Duggan.
      El señor Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:
      —¡Chócala!
      La señora Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, la señorita Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.
      —Me pregunto de dónde la sacaron —dijo Kathleen a la señorita Healy—. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.
      La señorita Healy tuvo que sonreír. El señor Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. El señor Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.
      La señora Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos del señor Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.
      —Señor Holohan —le dijo—, quiero hablar con usted un momento.
      Se fueron a un extremo discreto del corredor. La señora Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. El señor Holohan dijo que ya se encargaría de ello el señor Fitzpatrick. La señora Kearney dijo que ella no sabía nada del señor Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. El señor Holohan dijo que eso no era asunto suyo.
      —¿Por qué no es asunto suyo? —le preguntó la señora Kearney—. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.
      —Más vale que hable con el señor Fitzpatrick —dijo el señor Holohan, remoto.
      —A mí no me interesa su señor Fitzpatrick para nada —repitió la señora Kearney—. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.
      Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con la señorita Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y el señor O’Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. La señorita Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.
      —O’Madden Burke va a escribir la nota —le explicó al señor Holohan—, y yo me ocupo de que la metan.
      —Muchísimas gracias, señor Hendrick —dijo el señor Holohan—. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?
      —No estaría mal —dijo el señor Hendrick.
      Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era el señor O’Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.
      Mientras el señor Holohan convidaba al enviado del Freeman, la señora Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había hecho tensa. El señor Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, era evidente. El señor Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras la señora Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y la señorita Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero el señor Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.
      El señor Holohan y el señor O’Madden Burke entraron al camerino. En un instante el señor Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a la señora Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. El señor Holohan estaba rojo y excitadísimo. Habló con volubilidad, pero la señora Kearney repetía cortante, a intervalos:
      —Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.
      El señor Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió al señor Kearney y a Kathleen. Pero el señor Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. la señora Kearney repetía:
      —No saldrá si no se le paga.
      Después de un breve combate verbal, el señor Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, la señorita Healy le dijo al barítono:
      —¿Vio usted a la señora Pat Campbell esta semana?
      El barítono no la había visto, pero le habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia la señora Kearney.
      El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando el señor Fitzpatrick entró al camerino, seguido por el señor Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. El señor Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de la señora Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. La señora Kearney dijo:
      —Faltan cuatro chelines.
      Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos, el señor Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.
      La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.
      En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba el señor Holohan, el señor Fitzpatrick, la señorita Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y el señor O’Madden Burke. El señor O’Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de la señora Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que la señora Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.
      —Estoy de acuerdo con la señorita Beirne —dijo el señor O’Madden Burke—. De pagarle, nada.
      En la otra esquina del cuarto estaban la señora Kearney y su marido, el señor Bell, la señorita Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. La señora Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.
      Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a la señorita Healy. La señorita Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.
      Tan pronto como terminó la primera parte, el señor Fitzpatrick y el señor Holohan se acercaron a la señora Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.
      —No he visto a ese tal comité —dijo la señora Kearney, furiosa—. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.
      —Me sorprende usted, señora Kearney —dijo el señor Holohan—. Nunca creí que nos trataría usted así.
      —Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? —preguntó la señora Kearney.
      Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.
      —No exijo más que mis derechos —dijo ella.
      —Debía usted tener un poco de decencia —dijo el señor Holohan.
      —Debería yo, ¿de veras?… Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.
      Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:
      —Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.
      —Yo creí que era usted una dama —dijo el señor Holohan, alejándose de ella, brusco.
      Después de lo cual la conducta de la señora Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero la señorita Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. La señora Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:
      —¡Busca un coche!
      Salió él inmediatamente. La señora Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de el señor Holohan:
      —Todavía no he terminado con usted —le dijo.
      —Pues yo sí —respondió el señor Holohan.
      Kathleen siguió, modosa, a su madre. El señor Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.
      —¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! —dijo—. ¡Vaya que es agradable!
      —Hiciste lo indicado, Holohan —dijo el señor O’Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.

James Joyce / Los muertos

Imagen

James Joyce

LOS MUERTOS

“The Dead”

Traducción de Guillermo Cabrera Infante

 

Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muer­tos. No había todavía acabado de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y pre­guntar a Lily quién acababa de entrar.

El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión. Venían todos los conocidos, los miembros de la familia, los viejos amigos de la familia, los integrantes del coro de Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bastante mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane también. Nunca quedaba mal. Por años -y años y tan atrás como se tenía memoria había resultado una ocasión lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió su hermano Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellas en la sombría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos alquilaban a Mr Fulham, un comerciante en granos que vivía en los bajos. Eso ocurrió hace sus buenos treinta años. Mary Jane, entonces una niñita vestida de corto, era ahora el principal sostén de la casa, ya que tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y daba su concierto anual de alumnas en el salón de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Mu­chas de sus alumnas pertenecían a las mejores familias de la ruta de Kingstown y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contri­buían con lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía era la primera soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate, muy deli­cada para salir afuera, daba lecciones de música a principiantes en el viejo piano vertical del fondo. Lily, la hija del encargado, les hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida modesta les gustaba comer bien; lo mejor de lo mejor: costillas de riñonada, té de a tres chelines y stout embotellado del bueno. Pero Lily nunca hacía un mandado mal, por lo que se llevaba muy bien con las señoritas. Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único que no soportaban era que les contestaran.

Claro que tenían razón para dar tanta lata en una noche así, pues eran más de las diez y ni señas de Gabriel y su es­posa. Además, que tenían muchísimo miedo de que Freddy Malins se les apareciera tomado. Por nada del mundo querían que las alumnas de Mary Jane lo vieran en ese estado; y cuan­do estaba así era muy difícil de manejar, a veces. Freddy Ma­lins llegaba siempre tarde, pero se preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y era eso lo que las hacía asomarse a la escalera para preguntarle a Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.

-Ah, Mr Conroy -le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta-, Miss Kate y Miss Julia creían que usted ya no venía. Buenas noches, Mrs Conroy.

-Me apuesto a que creían eso -dijo Gabriel-, pero es que se olvidaron que acá mi mujer se toma tres horas mortales para vestirse.

Se paró sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las galo­chas, mientras Lily conducía a la mujer al pie de la escalera y gritaba:

-Miss Kate, aquí está Mrs Conroy.

Kate y Julia bajaron enseguida la oscura escalera dando tumbos. Las dos besaron a la esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar aterida en vida y le preguntaron si Gabriel había venido con ella.

-Aquí estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban ustedes que yo las alcanzo -gritó Gabriel desde la oscuridad.

Siguió limpiándose los pies con vigor mientras las tres mu­jeres subían las escaleras, riendo, hacia el cuarto de vestir. Una leve franja de nieve reposaba sobre los hombros del abrigo, como una esclavina, y como una pezuña sobre el empeine de las galochas; y al deslizar los botones con un ruido crispante por los ojales helados del abrigo, de entre sus pliegues y do­bleces salió el vaho fragante del descampado.

-¿Está nevando otra vez, Mr Conroy? -preguntó Lily. Se le había adelantado hasta el cuarto de desahogo para ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír que añadía una sílaba más a su apellido. Era una muchacha delgada que aún no había parado de crecer, de tez pálida y pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía lucir lívida. Gabriel la cono­ció siendo una niña que se sentaba en el último escalón a acunar su muñeca de trapo.

-Sí, Lily -le respondió-, y me parece que tenemos para toda la noche.

Miró al cielo raso, que temblaba con los taconazos y el deslizarse de pies en el piso de arriba, atendió un momento al piano y luego echó una ojeada a la muchacha, que ya doblaba su abrigo con cuidado al fondo del estante.

-Dime, Lily -dijo en tono amistoso-, ¿vas todavía a la escuela?

-Oh, no, señor -respondió ella-, ya no más y nunca.

-Ah, pues entonces -dijo Gabriel, jovial-, supongo que un día de estos asistiremos a esa boda con tu novio, ¿no?

La muchacha lo miró esquinada y dijo con honda amar­gura:

-Los hombres de ahora no son más que labia y lo que puedan echar mano.

Gabriel se sonrojó como si creyera haber cometido un error y, sin mirarla, se sacudió las galochas de los pies y con su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.

Era un hombre joven, más bien alto y robusto. El color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente, donde se re­gaba en parches rojizos y sin forma; y en su cara desnuda bri­llaban sin cesar los lentes y los aros de oro de los espejuelos que amparaban sus ojos inquietos y delicados. Llevaba el bri­llante pelo negro partido al medio y peinado hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo de la estría que le dejaba marcada el sombrero. Cuando le sacó bastante brillo a los zapatos, se enderezó y se ajustó el chaleco tirando de él por sobre el vientre rollizo. Luego extrajo con rapidez una moneda del bolsillo.

-Ah, Lily -dijo, poniéndosela en la mano-, es Navi­dad, ¿no es cierto? Aquí tienes… esto…

Caminó rápido hacia la puerta.

-¡Oh, no, señor! -protestó la muchacha, cayéndole de­trás-. De veras, señor, no creo que deba.

-¡Es Navidad! ¡Navidad! -dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y moviendo sus manos hacia ella indicando que no tenía importancia.

La muchacha, viendo que ya había ganado la escalera, gritó tras él:

-Bueno, gracias entonces, señor.

Esperaba fuera a que el vals terminara en la sala, escu­chando las faldas y los pies que se arrastraban, barriéndola. Todavía se sentía desconcertado por la súbita y amarga ré­plica de la muchacha, que lo entristeció. Trató de disiparlo arreglándose los puños y el lazo de la corbata. Luego, sacó del bolsillo del chaleco un papelito y echó una ojeada a la lista de temas para su discurso. Se sentía indeciso sobre los versos de Robert Browning porque temía que estuvieran muy por enci­ma de sus oyentes. Sería mejor una cita que pudieran recono­cer, de Shakespeare o de las Melodías de Thomas Moore. El grosero claqueteo de los tacones masculinos y el arrastre de suelas le recordó que el grado de cultura de ellos difería del suyo. Haría el ridículo si citaba poemas que no pudieran en­tender. Pensarían que estaba alardeando de su cultura. Come­tería un error con ellos como el que cometió con la muchacha en el cuarto de desahogo. Se equivocó de tono. Todo su dis­curso estaba equivocado de arriba a abajo. Un fracaso total.

Fue entonces que sus tías y su mujer salieron del cuarto de vestir. Sus tías eran dos ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más alta. Llevaba el pelo gris hacia atrás, en un moño a la altura de las orejas; y gris también, con sombras oscuras, era su larga cara flácida. Aunque era robusta y caminaba erguida, los ojos lánguidos y los labios entreabiertos le daban la apariencia de una mujer que no sabía dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más viva. Su cara, más saludable que la de su hermana, era toda bultos y arrugas, como una manzana roja pero fruncida, y su pelo, peinado también a la antigua, no había perdido su color de castaña madura.

Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino pre­ferido, hijo de la hermana mayor, la difunta Ellen, la que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.

-Gretta me acaba de decir que no vas a regresar en co­che a Monkstown esta noche, Gabriel -dijo tía Kate.

-No -dijo Gabriel, volviéndose a su esposa-, ya tuvi­mos bastante con el año pasado, ¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate, el catarro que cogió Gretta entonces? Con las puertas del coche traqueteando todo el viaje y el viento del este dán­donos de lleno en cuanto pasamos Merrion. Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo más malo.

Tía Kate fruncía el ceño y asentía a cada palabra.

-Muy bien dicho, Gabriel, muy bien dicho -dijo-. No hay que descuidarse nunca.

-Pero en cuanto a Gretta -dijo Gabriel-, ésta es ca­paz de regresar a casa a pie por entre la nieve, si por ella fuera. Mrs Conroy sonrió.

-No le haga caso, tía Kate -dijo-, que es demasiado precavido: obligando a Tom a usar visera verde cuando lee de noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a comer potaje. ¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!… Ah, ¿pero a que no adivinan lo que me obliga a llevar ahora?

Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cuyos ojos admirados y contentos, iban de su vestido a su cara y su pelo. Las dos tías rieron también con ganas, ya que la solicitud de Gabriel formaba parte del repertorio familiar.

-¡Galochas! -dijo Mrs Conroy-. La última moda. Cada vez que está el suelo mojado tengo que llevar galochas. Quería que me las pusiera hasta esta noche, pero de eso nada. Si me descuido me compra un traje de bañista.

Gabriel se rió nervioso y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que tía Kate se doblaba de la risa de tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa desapareció enseguida de la cara de tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su so­brino. Después de una pausa, preguntó:

-¿Y qué son galochas, Gabriel?

-¡Galochas, Julia! -exclamó su hermana-. Santo cielo, ¿tú no sabes lo que son galochas? Se ponen sobre los… sobre las botas, ¿no es así, Gretta?

-Sí -dijo Mrs Conroy-. Unas cosas de gutapercha. Los dos tenemos un par ahora. Gabriel dice que todo el mundo las usa en el continente.

-Ah, en el continente -murmuró tía Julia, moviendo la cabeza lentamente.

Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera en­fadado:

-No son nada del otro mundo, pero Gretta cree que son muy cómicas porque dice que le recuerdan a los minstrels ne­gros de Christy.

-Pero dime, Gabriel -dijo tía Kate, con tacto brusco-. Claro que te ocupaste del cuarto. Gretta nos contaba que…

-Oh, lo del cuarto está resuelto -replicó Gabriel-. Tomé uno en el Gresham.

-Claro, claro –dijo tía Kate-, lo mejor que podías ha­ber hecho. Y los niños, Gretta, ¿no te preocupan?

-Oh, no es más que por una noche -dijo Mrs Conroy-. Además, que Bessie los cuida.

-Claro, claro –dijo tía Kate de nuevo-. ¡Qué comodi­dad tener una muchacha así, en quien se puede confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa últimamente. No es la de antes.

Gabriel estuvo a punto de hacerle una pregunta a su tía sobre este asunto, pero ella dejó de prestarle atención para observar a su hermana, que se había escurrido escaleras aba­jo, sacando la cabeza por sobre la baranda.

-Ahora dime tú -dijo ella, como molesta-, ¿dónde irá Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde vas tú?

Julia, que había bajado más de media escalera, regresó a decir, zalamera:

-Ahí está Freddy.

En el mismo instante unas palmadas y un floreo final del piano anunció que el vals acababa de terminar. La puerta de la sala se abrió desde dentro y salieron algunas parejas. Tía Kate se llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y le susu­rró al oído:

-Sé bueno, Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y no lo dejes subir si está tomado. Estoy segura de que está toma­do. Segurísima.

Gabriel se llegó a la escalera y escuchó más allá de la ba­laustrada. Podía oír dos personas conversando en el cuarto de desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy Malins. Bajó las escaleras haciendo ruido.

-Qué alivio –dijo tía Kate a Mrs Conroy- que Gabriel esté aquí… Siempre me siento más descansada mentalmente cuando anda por aquí… Julia, aquí están Miss Daly y Miss Power, que van a tomar refrescos. Gracias por el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo encantador.

Un hombre alto, de cara mustia, bigote de cerdas y piel oscura, que pasaba con su pareja, dijo:

-¿Podríamos también tomar nosotros un refresco, Miss Morkan?

-Julia -dijo la tía Kate sumariamente-, y aquí están Mr Browne y Miss Furlong. Llévatelos adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.

-Yo me encargo de las damas -dijo Mr Browne, apre­tando sus labios hasta que sus bigotes se erizaron para sonreír con todas sus arrugas.

-Sabe usted, Miss Morkan, la razón por la que les caigo bien a las mujeres es que…

No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate estaba ya fuera de alcance, enseguida se llevó a las tres mujeres al cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas puestas juntas ocupa­ban el centro del cuarto y la tía Julia y el encargado estiraban y alisaban un largo mantel sobre ellas. En el cristalero se veían en exhibición platos y platillos y vasos y haces de cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa del piano vertical servía como mesa auxiliar para los entremeses y los postres. Ante un apa­rador pequeño en un rincón dos jóvenes bebían de pie maltas amargas.

Mr Browne dirigió su encomienda hacia ella y las invitó, en broma, a tomar un ponche femenino, caliente, fuerte y dul­ce. Mientras ellas protestaban no tomar tragos fuertes, él les abría tres botellas de limonada. Luego les pidió a los jóvenes que se hicieran a un lado y, tomando el frasco, se sirvió un buen trago de whisky. Los jóvenes lo miraron con respeto mientras probaba un sorbo.

-Alabado sea Dios -dijo, sonriendo-, tal como me lo recetó el médico.

Su cara mustia se extendió en una sonrisa aún más abierta y las tres muchachas rieron haciendo eco musical a su ocu­rrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén y dando nerviosos tirones a los hombros. La más audaz dijo:

-Ah, vamos, Mr Browne, estoy segura de que el médico nunca le recetará una cosa así.

Mr Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo con una mueca ladeada: -Bueno, ustedes saben, yo soy como Mrs Cassidy, que dicen que dijo: Vamos, Mary Grimes, si no tomo dámelo tú, que es que lo necesito.

Su cara acalorada se inclinó hacia adelante en gesto de­masiado confidente y habló imitando un dejo de Dublín tan bajo que las muchachas, con idéntico instinto, escucharon su dicho en silencio. Miss Furlong, que era una de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss Daly cuál era el nombre de ese vals tan lindo que acababa de tocar, y Mr Browne, viendo que lo ignoraban, se volvió prontamente a los jóvenes, que podían apreciarlo mejor.

Una muchacha de cara roja y vestido violeta entró en el cuarto, dando palmadas excitadas y gritando:

-¡Contradanza! ¡Contradanza!

Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:

-¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!

-Ah, aquí están Mr Bergin y Mr Kerrigan -dijo Mary Jane.

-Mr Kerrigan, ¿quiere usted escoltar a Miss Power? Miss Furlong, ¿puedo darle de pareja a Mr Bergin? Ah, ya está bien así.

Tres damas, Mary Jane -dijo tía Kate.

Los dos jóvenes les pidieron a sus damas que si podrían tener el gusto y Mary Jane se volvió a Miss Daly:

-Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al tocar las dos últimas piezas, pero, realmente, estamos tan cortas de mujeres esta noche…

-No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.

-Pero le tengo un compañero muy agradable, Mr Bartell D’Arey, el tenor. Después voy a ver si canta. Dublín entero está loco por él.

-¡Bella voz, bella voz! -dijo la tía Kate.

Cuando el piano comenzaba por segunda vez el preludio de la primera figura, Mary Jane sacó a sus reclutas del salón rápidamente. No acababan de salir cuando entró al cuarto Ju­lia, lentamente, mirando hacia atrás por algo.

-¿Qué pasa, Julia? -preguntó tía Kate, ansiosa-. ¿Quién es?

Julia, que cargaba una pila de servilletas, se volvió a su hermana y dijo, simplemente, como si la pregunta la sorpren­diera:-No es más que Freddy, Kate, y Gabriel que viene con él.

De hecho detrás de ella se podía ver a Gabriel piloteando a Freddy Malins por el rellano de la escalera. El último, que tenía unos cuarenta años, era de la misma estatura y del mismo peso de Gabriel, pero de hombros caídos. Su cara era mofle­tuda y pálida, con toques de color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía facciones toscas, nariz roma, frente convexa y alta y labios hinchados y protuberantes. Los ojos de párpados pesados y el desorden de su escaso pelo le hacían parecer soñoliento. Se reía con ganas de un cuento que le venía haciendo a Gabriel por la escalera, al mismo tiempo que se frotaba un ojo con los nudillos del puño izquierdo.

-Buenas noches, Freddy -dijo tía Julia.

Freddy Malins dio las buenas noches a las señoritas Mor­kan de una manera que pareció desdeñosa a causa del tono habitual de su voz y luego, viendo que Mr Browne le sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con paso vacilante y empe­zó de nuevo el cuento que acababa de hacerle a Gabriel. -No se ve tan mal, ¿no es verdad? -dijo la tía Kate a Gabriel.

Las cejas de Gabriel venían fruncidas, pero las despejó enseguida para responder:

-Oh, no, ni se le nota.

-¡Es un terrible! -dijo ella-. Y su pobre madre que lo obligó a hacer una promesa el Fin de Año. Pero, por qué no pasamos al salón, Gabriel.

Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo señas a Mr Browne, poniendo mala cara y sacudiendo el dedo índice. Mr Browne asintió y, cuando ella se hubo ido, le dijo a Fred­dy Malins:

-Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso de limonada para entonarte.

Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta con un gesto impaciente, pero Mr Browne, después de haberle llamado la atención sobre lo desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso de limonada y se lo entregó. Freddy Malins aceptó el vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras que su mano derecha se encargaba de ajustar sus ropas mecánicamente. Mr Browne, cuya cara se colmaba de regocijadas arrugas, se llenó un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de llegar al momento culminante de su historia, en una explosión de carcajadas bron­quiales y, dejando a un lado su vaso rebosado sin tocar, em­pezó a frotarse los nudillos de su mano izquierda sobre un ojo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía el ataque de risa.

……………………………………………………………………………………….

Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary Jane, tan académica, llena de glissandi y de pasajes difíciles para un público respetuoso. Le gustaba la música, pero la pie­za que ella tocaba no tenía melodía, según él, y dudaba que la tuviera para los demás oyentes, aunque le hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo. Cuatro jóvenes, que vinieron del refectorio a pararse en la puerta tan pronto como empezó a sonar el piano, se alejaron de dos en dos y en silencio des­pués de unos acordes. Las únicas personas que parecían seguir la música eran Mary Jane, cuyas manos recorrían el teclado o se alzaban en las pausas como las de una sacerdotisa en una imprecación momentánea, y tía Kate, de pie a su lado vol­teando las páginas.

Los ojos de Gabriel, irritados por el piso que brillaba en­cerado debajo del macizo candelabro, vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la escena del balcón de Romeo y Julieta, junto a una reproducción del asesinato de los principitos en la Torre que tía Julia había bordado en lana roja, azul y carmelita cuando niña. Probablemente les enseña­ban a hacer esa labor en la escuela a que fueron de niñas, por­que una vez su madre le bordó, para cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura con cabecitas de zorro, festoneado de raso castaño y con botones redondos imitando moras. Era raro que su madre no tuviera talento musical porque tía Kate acostum­braba a decir que era el cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían parecido siempre bastante orgullosas de su hermana, tan matriarcal y tan seria. Su fotografía se veía delante del tremó. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le señalaba algo en él a Constantine que, vestido de marino, estaba tumbado a sus pies. Fue ella quien puso nombre a sus hijos, sensible como era al protocolo familiar. Gracias a ella, Constantine era ahora el cura párroco de Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en la Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al recordar su amarga oposición a su matrimonio. Algunas frases peyorativas que usó vibraban todavía en su memoria; una vez dijo que Gretta era una rubia rural y no era verdad, nada. Fue Gretta quien la atendió solí­cita durante su larga enfermedad final en la casa de Monks­town.

Sabía que Mary Jane debía de andar cerca del final de la pieza porque estaba tocando otra vez la melodía del comienzo con sus escalas sucesivas después de cada compás y mientras esperó a que acabara, el resentimiento se extinguió en su cora­zón. La pieza terminó con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Atronadores aplausos acogieron a Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la parti­tura y salió corriendo del salón. Las palmadas más fuertes procedían de cuatro muchachones parados en la puerta, los mismos que se fueron a refrescar cuando empezó la pieza y que regresaron tan pronto el piano se quedó callado.

Alguien organizó una danza de lanceros y Gabriel se en­contró de pareja con Miss Ivors. Era una damita franca y ha­bladora, con cara pecosa y grandes ojos castaños. No llevaba escote y el largo broche al frente del cuello tenía un motivo irlandés.

Cuando ocuparon sus puestos ella dijo de pronto: -Tiene usted una cuenta pendiente conmigo.

-¿Yo? -dijo Gabriel.

Ella asintió con gravedad.

-¿Qué cosa es? -preguntó Gabriel, sonriéndose ante su solemnidad.

-¿Quién es G. C.? -respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.

Gabriel se sonrojó y ya iba a fruncir las cejas, como si no hubiera entendido, cuando ella le dijo abiertamente:

-¡Ay, inocente Amy! Me enteré de que escribe usted para el Daily Express. Y bien, ¿no le da vergüenza?

-¿Y por qué me iba a dar? -preguntó Gabriel, pesta­ñeando, tratando de sonreír.

-Bueno, a me da pena -dijo Miss Ivors con franque­za-. Y pensar que escribe usted para ese bagazo. No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.

Una mirada perpleja apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que escribía una columna literaria en el Daily Express los miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-inglés. Los li­bros que le daban a criticar eran casi mejor bienvenidos que el mezquino cheque, ya que le deleitaba palpar la cubierta y ho­jear las páginas de un libro recién impreso. Casi todos los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía recorrer el malecón en busca de las librerías de viejo, y se iba a Hickey’s en el Paseo del Soltero y a Webb’s o a Massey’s en el muelle de Aston o a O’Clohissey’s en una calle lateral. No supo cómo afrontar la acusación. Le hubiera gustado decir que la litera­tura está muy por encima de los trajines políticos. Pero eran amigos de muchos años, con carreras paralelas en la universi­dad primero y después de maestros: no podía, pues, usar con ella una frase pomposa. Siguió pestañeando y tratando de son­reír hasta que murmuró apenas que no veía nada político en hacer crítica de libros.

Cuando les llegó el turno de cruzarse todavía estaba dis­traído y perplejo. Miss Ivors tomó su mano en un apretón cá­lido y dijo en tono suavemente amistoso:

-Por supuesto, no es más que una broma. Venga, que nos toca cruzar ahora.

Cuando se juntaron de nuevo ella habló del problema uni­versitario y Gabriel se sintió más cómodo. Un amigo le había enseñado a ella su crítica de los poemas de Browning. Fue así como se enteró del secreto: pero le gustó muchísimo la críti­ca. De pronto dijo:

-Oh, Mr Conroy, ¿por qué no viene en nuestra excur­sión a la isla de Arán este verano? Vamos a pasar allá un mes. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Debía venir. Vienen Mr Clancy y Mr Kilkely y Kathleen Kearney. Sería formidable que Gretta viniera también. Ella es de Connacht, ¿no?

-Su familia -dijo Gabriel, corto.

-Pero vendrán los dos, ¿no es así? -dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre su brazo, ansiosa.

-Lo cierto es que -dijo Gabriel- yo he quedado en ir…

-¿A dónde? -preguntó Miss Ivors.

-Bueno, ya sabe usted que todos los años hago una gira ciclística con varios compañeros, así que…

-Pero, ¿por dónde? -preguntó Miss Ivors.

-Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania -dijo Gabriel torpemente.

-¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica -dijo Miss Ivors- en vez de visitar su propio país?

-Bueno -dijo Gabriel-, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en parte por dar un cambio.

-¿Y no tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés? -le preguntó Miss Ivors.

-Bueno -dijo Gabriel-, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.

Sus vecinos se volvieron a escuchar el interrogatorio. Ga­briel miró a diestra y siniestra, nervioso, y trató de mantener su buen humor durante aquella inquisición que hacía que el rubor le invadiera la frente.

-¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar -siguió Miss Ivors-, de la que no sabe usted nada, su propio pue­blo, su patria?

-Pues a decir verdad -replicó Gabriel súbitamente-, estoy harto de este país, ¡harto!

-¿Y por qué? -preguntó Miss Ivors.

Gabriel no respondió: su réplica lo había alterado. -¿Por qué? -repitió Miss Ivors. Tenían que hacer la ronda de visitas los dos ahora y, como todavía no había él respondido, Miss Ivors le dijo, muy aca­lorada:

-Por supuesto, no tiene qué decir.

Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía. Evitó los ojos de ella porque había notado una expresión agria en su cara. Pero cuando se encontraron de nuevo en la cadena, se sorprendió al sentir su mano apretar firme la suya. Ella lo miró de soslayo con curiosidad momen­tánea hasta que él sonrió. Luego, como la cadena iba a tren­zarse de nuevo, ella se alzó en puntillas y le susurró al oído:

-¡Pro inglés!

Cuando la danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al rin­cón más remoto del salón donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y fofa y blanca en canas. Tenía la misma voz tomada de su hijo y tartamudeaba bastante. Le habían asegurado que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le preguntó si tuvo una buena travesía. Vivía con su hija casada en Glasgow y venía a Dublín de visita una vez al año. Respondió plácidamente que había sido un viaje muy lindo y que el capitán estuvo de lo más atento. También habló de la linda casa que su hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá. Mientras ella le daba a la lengua Gabriel trató de desterrar el recuerdo del desagradable incidente con Miss Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer o lo que fuese era una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá no debió él responderle como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a llamarlo pro inglés delante de la gente, ni aun en broma. Trató de hacerlo quedar en ridículo delante de la gente, acuciándolo y clavándole sus ojos de conejo.

Vio a su mujer abriéndose paso hacia él por entre las pa­rejas que valsaban. Cuando llegó a su lado le dijo al oído: -Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar el jamón y yo voy a ocuparme del pudín.

-Está bien -dijo Gabriel.

-Van a dar de comer primero a los jóvenes, tan pronto como termine este vals, para que tengamos la mesa para nos­otros solos.

-¿Bailaste? -preguntó Gabriel.

-Por supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas palabras con Molly Ivors por casualidad?

-Ninguna. ¿Por qué? ¿Dijo ella eso?

-Más o menos. Estoy tratando de hacer que Mr D’Arcy cante algo. Me parece que es de lo más vanidoso.

-No cambiamos palabras -dijo Gabriel, irritado-, sino que ella quería que yo fuera a Irlanda del oeste, y le dije que no. Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un saltico: -¡Oh, vamos, Gabriel! -gritó-. Me encantaría volver a Galway de nuevo.

-Ve tú si quieres -dijo Gabriel fríamente.

Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs Malins y dijo:-Eso es lo que se llama un hombre agradable, Mrs Malins.

Mientras ella se escurría a través del salón, Mrs Malins, como si no la hubieran interrumpido, siguió contándole a Ga­briel sobre los lindos lares de Escocia y sus escenarios natu­rales, preciosos. Su yerno las llevaba cada año a los lagos y salían de pesquería. Un día cogió él un pescado, lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel se lo guisó para la cena.

Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la comida empezó a pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba el salón para venir a ver a su madre, Gabriel le dio su silla y se retiró al poyo de la ventana. El salón estaba ya vacío y del cuarto del fondo llegaba un rumor de platos y cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala parecían hartos de bailar y conversaban quedamente en grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel repicaron sobre el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a caminar solo por la orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se veía amontonada sobre las ramas de los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento a Wellington. ¡Cuánto más gra­to sería estar allá fuera que cenando!

Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, Paris, la cita de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crítica: Uno siente que escucha una música acuciada por las ideas. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Sería sincera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propaganda? No había habido nunca animo­sidad entre ellos antes de esta ocasión. Lo enervaba pensar que ella estaría sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos interrogantes. Tal vez no le desagradaría verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y a tía Julia: Damas y caballeros, la generación que ahora se halla en retirada entre nosotros habrá tenido sus faltas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de hospitalidad, de humor, de humani­dad, de las que la nueva generación, tan seria y supereducada, que crece ahora en nuestro seno, me parece carecer. Muy bien dicho: que aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba si sus tías no eran más que dos viejas ignorantes?

Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr Browne venía desde la puerta llevando galante del brazo a la tía Julia, que sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplausos la escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en la ban­queta, y la tía Julia, dejando de sonreír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia el salón, cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del reper­torio de tía Julia, Ataviada para el casorio. Su voz, clara y so­nora, atacó los gorgoritos que adornaban la tonada y aunque cantó muy rápido no se comió ni una floritura. Oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió ruidosamente junto con los demás cuando la canción acabó y atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible. Sonaban tan genuinos, que algo de rubor se esforzaba por salirle a la cara a tía Julia, cuando se agachaba para poner sobre el atril el viejo cancio­nero encuadernado en cuero con sus iniciales en la portada. Freddy Malins, que había ladeado la cabeza para oírla mejor, aplaudía todavía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba animado con su madre que asentía grave y lenta en aquiescencia. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se levantó de pronto y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía Julia y tomar su mano entre las suyas, sacudiéndola cuando le faltaron las palabras o cuando el freno de su voz se hizo insoportable.

-Le estaba diciendo yo a mi madre -dijo- que nunca la había oído cantar tan bien, ¡nunca! No, nunca sonó tan bien su voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo cree? Pero es la verdad. Palabra de honor que es la pura verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan… tan clara y tan fresca, ¡nunca!

La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo sobre aquel cumplido mientras sacaba la mano del aprieto. Mr Brow­ne extendió una mano abierta hacia ella y dijo a los que esta­ban a su alrededor, como un animador que presenta un por­tento a la amable concurrencia:

-¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!

Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se volvió a él para decirle:

-Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho otro descubrimiento peor. Todo lo que puedo decir es que nun­ca la había oído cantar tan bien ninguna de las veces que he estado antes aquí. Y es la pura verdad.

-Ni yo tampoco -dijo Mr Browne-. Creo que de voz ha mejorado mucho.

Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:

-Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.

-Le he dicho a Julia muchas veces -dijo tía Kate enfá­tica- que está malgastando su talento en ese coro. Pero nunca me quiere oír.

Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño incorregible, mientras tía Julia, una vaga sonrisa reminiscente esbozándose en sus labios, miraba alelada al frente.

-Pero no -siguió tía Kate-, no deja que nadie la con­venza ni la dirija, cantando como una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la mañana el día de Na­vidad! ¿Y todo para qué?

-Bueno, ¿no sería por la honra del Señor, tía Kate? -preguntó Mary Jane, girando en la banqueta, sonriendo.

La tía Kate se volvió a su sobrina como una fiera y le dijo:

-¡Yo me sé muy bien qué cosa es la honra del Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea muy honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado en él toda su vida para pasarle por encima a chiquillos malcriados. Su­pongo que el Papa lo hará por la honra del Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no está nada bien.

Se había fermentado apasionadamente y hubiera continua­do defendiendo a su hermana porque le dolía, pero Mary Jane, viendo que los bailadores regresaban ya al salón, intervino apaciguante:

-Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a Mister Browne, que tiene otras creencias.

Tía Kate se volvió a Mr Browne, que sonreía ante esta alusión a su religión, y dijo apresurada:

-Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga razón.

No soy más que una vieja estúpida y no presumo de otra cosa. Pero hay eso que se llama gratitud y cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al padre Healy en su misma cara…

-Y, además, tía Kate -dijo Mary Jane-, que estamos todos con mucha hambre y cuando tenemos hambre somos to­dos muy belicosos.

-Y cuando estamos sedientos también somos belicosos -añadió Mr Browne.

-Así que más vale que vayamos a cenar -dijo Mary Jane- y dejemos la discusión para más tarde.

En el rellano de la salida de la sala Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane tratando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se quería quedar. No se sentía lo más mínimo con apetito y, además, que ya se había quedado más de lo que debía.

-Pero si no son más que diez minutos, Molly -dijo Mrs Conroy-. No es tanta la demora.

-Para que comas un bocado -dijo Mary Jane- después de tanto bailoteo.

-No puedo, de veras -dijo Miss Ivors.

-Me parece que no lo pasaste nada bien -dijo Mary Jane, con desaliento.

-Sí, muy bien, se lo aseguro -dijo Miss Ivors-, pero ahora deben dejarme ir corriendo.

-Pero, ¿cómo vas a llegar? -preguntó Mrs Conroy.

-Oh, no son más que unos pasos malecón arriba. Gabriel dudó por un momento y dijo:

-Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de ve­ras tiene que marcharse usted.

Pero Miss Ivors se soltó de entre ellos.

-De ninguna manera -exclamó-. Por el amor de Dios vayan a cenar y no se ocupen de mí. Ya sé cuidarme muy bien.

-Mira, Molly, que tú eres rara -dijo Mrs Conroy con franqueza.

Beannacht libh -gritó Miss Ivors, entre carcajadas, mientras bajaba la escalera.

Mary Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs Conroy se inclinó por sobre la ba­randa para oír si cerraba la puerta del zaguán. Gabriel se pre­guntó si sería él la causa de que ella se fuera tan abruptamen­te. Pero no parecía estar de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó mirando las escaleras, distraído.

En ese momento la tía Kate salió del comedor, dando tum­bos, casi exprimiéndose las manos de desespero.

-¿Dónde está Gabriel? -gritó-. ¿Dónde es que está Gabriel? Todo el mundo está esperando ahí dentro, con todo listo; ¡y nadie que trinche el ganso!

-¡Aquí estoy yo, tía Kate! -exclamó Gabriel, con súbita animación-. Listo para trinchar una bandada de gansos si fuera necesario.

Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo de la mesa y al otro extremo, sobre un lecho de papel plegado ador­nado con ramitas de perejil, reposaba un jamón grande, des­pellejado y rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos flecos de papel, y justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos extremos rivales corrían hileras pa­ralelas de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla; un plato llano lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde había montones de pasas moradas y de almendras pela­das; un plato gemelo con un rectángulo de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-mosca­da; un pequeño bol lleno de chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, ha­bía dos garrafas achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerrado aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo y detrás había tres pelotones de botellas de stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color de su uniforme: los primeros dos pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón, el tercero, el más pequeño, todo de blanco con vírgulas verdes.

Gabriel tomó asiento decidido a la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo del trinche, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas, ya que era trin­chador experto y nada le gustaba tanto como sentarse a la ca­becera de una mesa bien puesta.

-Miss Furlong, ¿qué le doy? -preguntó-. ¿Un ala o una lasca de pechuga?

-Una lasquita de pechuga.

-¿Y para usted, Miss Higgins?

-Oh, lo que usted quiera, Mr Conroy.

Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de carne aderezada, Lily iba de un huésped al otro con un plato de calientes papas boronosas en­vueltas en una servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane y ella sugirió también salsa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que había comido siempre el ganso asado simple sin nada de salsa de manzana y que esperaba no tener que comer nunca una cosa peor. Mary Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que obtuvieran las mejores lonjas, y tía Kate y tía Julia abrían y traían del piano una botella tras otra de stout y de ale para los hombres y de agua mineral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y ruido: una alharaca de peti­ciones y contra-peticiones, de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio. Gabriel empezó a trinchar porciones extras, tan pronto como cortó las iniciales, sin servirse. Todos protes­taron tan alto que no le quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de stout, ya que halló que trinchar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisán­dose mutuamente los talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr Browne les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron que ya habría tiempo de sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó y, capturando a tía Kate, la arrellanó en su silla en medio del regocijo general.

Cuando todo el mundo estuvo bien servido dijo Gabriel, sonriendo:

-Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo diga él o ella.

Un coro de voces lo conminó a empezar su cena y Lily se adelantó con tres papas que le había reservado.

-Muy bien -dijo Gabriel, amable, mientras tomaba otro sorbo preliminar-, hagan el favor de olvidarse de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.

Se puso a comer y no tomó parte en la conversación que cubrió el ruido de la vajilla al llevársela Lily. El tema era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real. El tenor, Mr Bartell D’Arcy, hombre de tez oscura y fino bigote, elogió mucho a la primera contralto de la compañía, pero a Miss Fur­long le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo que había un negro cantando prin­cipal en la segunda tanda de la pantomima del Gaiety que tenía una de las mejores voces de tenor que él había oído.

-¿Lo ha oído usted? -le preguntó a Mr Bartell D’Arey.

-No -dijo Mr Bartell D’Arcy sin darle importancia.

-Porque -explicó Freddy Malins- tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me parece que tiene una gran voz.

-Y Teddy sabe lo que es bueno -dijo Mr Browne, con­fianzudo, a la concurrencia.

-¿Y por qué no va a tener él también una buena voz? -preguntó Freddy Malins en tono brusco-. ¿Porque no es más que un negro?

Nadie respondió a su pregunta y Mary Jane pastoreó la conversación de regreso a la ópera seria. Una de sus alumnas le había dado un pase para Mignon. Claro que era muy buena, dijo, pero le recordaba a la pobre Georgina Bums. Mr Browne se fue aún más lejos, a las viejas compañías italianas que solían visitar a Dublín: Tietjens, Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo, cuando se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto. Contó cómo la tertulia del viejo Real estaba siem­pre de bote en bote, noche tras noche, cómo una noche un tenor italiano había dado cinco bises de Déjame caer como cae un soldado, dando el do de pecho en cada ocasión, y cómo la galería en su entusiasmo solía desenganchar los caba­llos del carruaje de una gran prima donna para tirar ellos del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué ya no cantaban las grandes óperas, preguntó, como Dinorah, Lucrezia Bor­gia? Porque ya no había voces para cantarlas: por eso.

-Ah, pero -dijo Mr Bartell D’Arcy- a mi entender hay tan buenos cantantes hoy como entonces.

-¿Dónde están? -preguntó Mr Browne, desafiante.

-En Londres, París, Milán -dijo Mr Bartell D’Arcy, acalorado-. Para mí, Caruso, por ejemplo, es tan bueno, si no mejor que cualquiera de los cantantes que usted ha men­cionado.

-Tal vez sea así -dijo Mr Browne-. Pero tengo que de­cirle que lo dudo mucho.

-Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso -dijo Mary Jane.

-Para mí -dijo tía Kate, que estaba limpiando un hue­so-, no ha habido más que un tenor. Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído hablar de él.

-¿Quién es él, Miss Morkan? -preguntó Mr Bartell D’Arcy, cortésmente.

-Su nombre -dijo tía Kate- era Parkinson. Lo oí can­tar cuando estaba en su apogeo y creo que tenía la más pura voz de tenor que jamás salió de una garganta humana.

-Qué raro -dijo Mr Bartell D’Arcy-. Nunca oí hablar de él.

-Sí, sí, tiene razón Miss Morkan- dijo Mr Browne-. Recuerdo haber oído hablar del viejo Parkinson. Pero eso fue mucho antes de mi época.

-Una bella, pura, dulce y suave voz de tenor inglés -dijo la tía Kate entusiasmada.

Como Gabriel había terminado, se trasladó el enorme pu­dín a la mesa. El sonido de cubiertos comenzó otra vez. La mujer de Gabriel partía porciones del pudín y pasaba los pla­tillos mesa abajo. A medio camino los detenía Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de frambuesas o de naranja o con manjar blanco o jalea. El pudín había sido hecho por tía Julia y ésta recibió elogios de todas partes. Pero ella dijo que no había quedado lo bastante bruno.

-Bueno, confío, Miss Morkan -dijo Mr Browne-, en que yo sea lo bastante bruno para su gusto, porque, como ya sabe, yo soy todo browno.

Los hombres, con la excepción de Gabriel, le hicieron el honor al pudín de la tía Julia. Como Gabriel nunca comía pos­tre le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins también cogió un tallo y se lo comió junto con su pudín. Alguien le había dicho que el apio era lo mejor que había para la sangre y como estaba bajo tratamiento médico. Mrs Malins, que no había ha­blado durante la cena, dijo que en una semana o cosa así su hijo ingresaría en Monte Melleray. Los concurrentes todos ha­blaron de Monte Melleray, de lo reconstituyente que era el aire allá, de lo hospitalarios que eran los monjes y cómo nunca cobraban ni un penique a sus huéspedes.

-¿Y me quiere usted decir -preguntó Mr Browne, incré­dulo- que uno va allá y se hospeda como en un hotel y vive de lo mejor y se va sin pagar un penique?

-Oh, la mayoría dona algo al monasterio antes de irse -dijo Mary Jane.

-Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia -dijo Mr Browne con franqueza.

Se asombró de saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban a las dos de la mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.

-Son preceptos de la orden -dijo tía Kate con firmeza.

-Sí, pero ¿por qué? -preguntó Mr Browne.

La tía Kate repitió que eran los preceptos y así eran. A pe­sar de todo, Mr Browne parecía no comprender. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes trataban de ex­piar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo exterior. La explicación no quedó muy clara para Mr Browne, quien, sonriendo, dijo:

-Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cómoda cama de muelles tan bien como un ataúd?

-El ataúd -dijo Mary Jane- es para que no olviden su último destino.

Como la conversación se hizo fúnebre se la enterró en el silencio, en medio del cual se pudo oír a Mrs Malins decir a su vecina en un secreto a voces:

-Son muy buenas personas los monjes, muy religiosos.

Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los chocolates y los caramelos pasaron de mano en mano y tía Julia invitó a los huéspedes a beber oporto o jerez. Al principio, Mr Bartell D’Arcy no quiso beber nada, pero uno de sus vecinos le llamó la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual aquél permitió que le llenaran su copa. Gradualmente, según se llenaban las copas, la conversación se detuvo. Siguió una pausa, rota sólo por el ruido del vino y las sillas al moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos cuantos comensales tocaron en la mesa suavemente pidiendo silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó su silla hacia atrás y se levantó.

El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez dedos temblorosos en el mantel y sonrió, ner­vioso, a su público. Al enfrentarse a la fila de cabezas volteadas levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las faldas frotar contra la puerta del comedor. Tal vez ha­bía alguien afuera en la calle, bajo la nieve, mirando a las ven­tanas alumbradas y oyendo la melodía del vals. Al aire libre, puro. A lo lejos se vería el parque con sus árboles cargados de nieve. El monumento a Wellington tendría un brillante gorro nevado refulgiendo hacia el poniente, sobre los blancos campos de Quince Acres.

Comenzó:

-Damas y caballeros.

-Hame tocado en suerte esta noche, como en años ante­riores, cumplir una tarea muy grata, para la cual me temo, em­pero, que mi pobre capacidad oratoria no sea lo bastante ade­cuada.

-¡De ninguna manera! -dijo Mr Browne.

-Bien, sea como sea, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho y me presten su amable atención por unos minutos, mientras trato de expresarles con palabras cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.

-Damas y caballeros. No es la primera vez que nos reuni­mos bajo este hospitalario techo, alrededor de esta mesa hos­pitalaria. No es la primera vez que hemos sido recipendarios -o, quizá sea mejor decir, víctimas- de la hospitalidad de ciertas almas bondadosas.

Dibujó un círculo en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rió o sonrió hacia tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosiguió con más audacia:

-Cada año que pasa siento con mayor fuerza que nuestro país no tiene otra tradición que honre mejor y guarde con ma­yor celo que la hospitalidad. Es una tradición única en mi ex­periencia (y he visitado no pocos países extranjeros) entre las naciones modernas. Algunos dirían, tal vez, que es más defecto que virtud de cual vanagloriarse. Pero aun si concediéramos que fuera así, se trata, a mi entender, de un defecto principesco, que confío que cultivemos por muchos años por venir. De una cosa, por lo menos, estoy seguro. Mientras este techo cobije a las buenas almas mencionadas antes -y deseo desde el fondo de mi corazón que sea así por muchos años y muchos años por transcurrir- la tradición de genuina, cálidamente entrañable, y cortés hospitalidad irlandesa, que nuestros antepasados nos legaron y que a su vez debemos legar a nuestros descendien­tes, palpita todavía entre nosotros.

Un cordial murmullo de asenso corrió por la mesa. Le pasó por la mente a Gabriel que Miss Ivors no estaba presente y que se había ido con descortesía: y dijo con confianza en sí mismo:

-Damas y caballeros.

-Una nueva generación crece en nuestro seno, una gene­ración motivada por ideales nuevos y nuevos principios. Es ésta seria y entusiasta de estos nuevos ideales, y su entusiasmo, aun si está mal enderezado, es, creo, eminentemente sincero. Pero vivimos en tiempos escépticos y, si se me permite la frase, en una era acuciada por las ideas: y a veces me temo que esta nueva generación, educada o hipereducada como es, carecerá de aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, de gene­roso humor que pertenecen a otros tiempos. Escuchando esta noche los nombres de esos grandes cantantes del pasado me pa­reció, debo confesarlo, que vivimos en época menos espaciosa. Aquéllos se pueden llamar, sin exageración, días espaciosos: y si desaparecieron sin ser recordados esperemos que, por lo me­nos, en reuniones como ésta todavía hablaremos de ellos con orgullo y con afecto, que todavía atesoraremos en nuestros co­razones la memoria de los grandes, muertos y desaparecidos, pero cuya fama el mundo no dejará perecer nunca de motu propio.

-¡Así se habla! -dijo Mr Browne bien alto.

-Pero como todo -continuó Gabriel, su voz cobrando una entonación más suave-, siempre hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuer­dos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está cubierto de tales memorias dolorosas: y si fuéramos a cavilar sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vi­vientes. Tenemos todos deberes vivos y vivos afectos que re­claman, y con razón reclaman, nuestro esfuerzo más cons­tante y tenaz.

-Por tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ninguna lúgubre reflexión moralizante se entrometa entre nos esta noche. Aquí estamos reunidos por un breve instante extraído de los trajines y el ajetreo de la rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como amigos, en espíritu de fraternal com­pañerismo, como colegas, y hasta cierto punto en verdadero espíritu de camaradería, y como invitados de -¿cómo podría llamarlas?- las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.

La concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal sali­da. Tía Julia pidió en vano a cada una de sus vecinas, por tur­no, que le dijeran lo que Gabriel había dicho.

-Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia -dijo Mary Jane.

La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que prosiguió en la misma vena:

-Damas y caballeros.

-No intento interpretar esta noche el papel que Paris jugó en otra ocasión. No intentaré siquiera escoger entre ellas. La tarea sería ingrata y fuera del alcance de mis pobres aptitudes, porque cuando las contemplo una a una, bien sea nuestra anfi­triona mayor, cuyo buen corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en estribillo de todos aquellos que la conocen, o su hermana, que parece poseer el don de la eterna juventud y cuyo canto debía haber constituido una sorpresa y una revela­ción para nosotros esta noche, o, last but not least, cuando con­sidero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, animosa y trabajadora, la mejor de las sobrinas, confieso, damas y caba­lleros, que no sabría a quién conceder el premio.

Gabriel echó una ojeada a sus tías y viendo la enorme son­risa en la cara de tía Julia y las lágrimas que brotaron a los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar. Levantó su copa de oporto, galante, mientras los concurrentes palpaban sus res­pectivas copas expectantes, y dijo en alta voz:

-Brindemos por las tres juntas. Bebamos a su salud, pros­peridad, larga vida, felicidad y ventura, y ojalá que continúen por largo tiempo manteniendo la posición soberana y bien ga­nada que tienen en nuestra profesión, y la honfa y el afecto que se han ganado en nuestros corazones.

Todos los huéspedes se levantaron, copa en mano, y, vol­viéndose a las tres damas sentadas, cantaron al unísono, con Mr Browne como guía:

Pues son jocosas y ufanas,

Pues son jocosas y ufanas,

Pues son jocosas y ufanas,

Nadie lo puede negar!

La tía Kate hacía uso descarado de su pañuelo y hasta tía Julia parecía conmovida. Freddy Malins marcaba el tiempo con su tenedor de postre y los cantantes se miraron cara a cara, como en melodioso concurso, mientras cantaban con énfasis:

 

A menos que diga mentira,

A menos que diga mentira…

Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, entonaron:

Pues son jocosas y ufanas,

Pues son jocosas y ufanas,

Pues son jocosas y ufanas,

Nadie lo puede negar!

La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puer­tas del comedor por muchos otros invitados y renovada una y otra vez, con Freddy Malins de tambor mayor, tenedor en ristre.

…………………………………………………………………………………………

El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en el salón en que esperaban, por lo que tía Kate dijo:

-Que alguien cierre esa puerta. Mrs Malins se va a morir de frío.

-Browne está fuera, tía Kate -dijo Mary Jane.

-Browne está en todas partes -dijo tía Kate, bajando la voz.

Mary Jane se rió de su tono de voz. -¡Vaya -dijo socarrona- si es atento!

-Se nos ha expandido como el gas -dijo la tía Kate en el mismo tono- por todas las Navidades.

Se rió de buena gana esta vez y añadió enseguida:

-Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya oído.

En ese momento se abrió la puerta del zaguán y del portal y entró Mr Browne desternillándose de risa. Vestía un largo gabán verde con cuello y puños de imitación de astrakán, y lle­vaba en la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló para el malecón nevado de donde venía un sonido penetrante de sil­bidos.

-Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín -dijo.

Gabriel avanzó del desván detrás de la oficina, luchando por meterse en su abrigo y, mirando alrededor, dijo:

-¿No bajó ya Gretta?

-Está recogiendo sus cosas, Gabriel -dijo tía Kate.

-¿Quién toca arriba? -preguntó Gabriel.

-Nadie. Todos se han ido ya.

-Oh, no, tía Kate -dijo Mary Jane-. Bartell D’Arcy y Miss O’Callaghan no se han ido todavía.

-En todo caso, alguien teclea al piano –dijo Gabriel. Mary Jane miró a Gabriel y a Mr Browne y dijo, tiritando:

-Me da frío nada más de mirarlos a ustedes, caballeros, abrigados así como están. No me gustaría nada tener que ha­cer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta a casa a esta hora.

-Nada me gustaría más en este momento -dijo Mr Brow­ne, atlético- que una crujiente caminata por el campo o una carrera con un buen trotón entre las varas.

-Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en casa -dijo tía Julia con tristeza.

-El Nunca Olvidado Johnny -dijo Mary Jane, riendo. La tía Kate y Gabriel rieron también.

-Vaya, ¿y qué tenía de extraordinario este Johnny? -pre­guntó Mr Browne.

-El Muy Malogrado Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo -explicó Gabriel-, comúnmente conocido en su edad provecta como el caballero viejo, fabricaba cola.

-Ah, vamos, Gabriel -dijo tía Kate, riendo-, tenía una fábrica de almidón.

-Bien, almidón o cola –dijo Gabriel-, el caballero viejo tenía un caballo que respondía al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del caballero viejo, dando vueltas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora viene la trágica historia de Johnny. Un buen día se le ocurrió al ca­ballero viejo ir a dar un paseo en coche con la gente de postín a ver una parada en el bosque.

-El Señor tenga piedad de su alma -dijo tía Kate, com­pasiva.

-Amén -dijo Gabriel-. Así, el caballero viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y se puso él su mejor chistera y su mejor cuello duro y sacó su coche con mucho estilo de su mansión ancestral cerca del callejón de Back Lane, si no me equivoco.

Todos rieron, hasta Mrs Malins, de la manera en que Ga­briel lo dijo y tía Kate dijo: -Oh, vaya, Gabriel, que no vivía en Back Lane, vamos. Nada más que tenía allí su fábrica.

-De la casa de sus antepasados -continuó Gabriel- sa­lió, pues, el coche tirado por Johnny. Y todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermito: sea porque se enamorara del caballo de Guillermito el rey o porque se creye­ra que estaba de regreso en la fábrica, la cuestión es que em­pezó a darle vueltas a la estatua.

Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.

-Vueltas y vueltas le daba –dijo Gabriel-, hasta que el caballero viejo, que era un viejo caballero muy pomposo, se indignó terriblemente. ¡Vamos, señor! ¿Pero qué es eso de se­ñor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Extraño comportamiento! ¡No com­prendo a este caballo!

Las risotadas que siguieron a la interpretación que Gabriel dio al incidente quedaron interrumpidas por un resonante golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a abrirla para dejar entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero bien echado hacia atrás en la cabeza y los hombros encogidos de frío, sol­taba vapor después de semejante esfuerzo.

-No conseguí más que un coche -dijo.

-Bueno, encontraremos nosotros otro por el malecón -dijo Gabriel.

-Sí -dijo tía Kate-. Lo mejor es evitar que Mrs Malins se quede ahí parada en la corriente.

Su hijo y Mr Browne ayudaron a Mrs Malins a bajar el quicio de la puerta y, después de muchas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins se encaramó detrás de ella y estuvo mucho tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos de Mr Browne. Por fin se acomodó ella y Freddy Malins invitó a Mr Browne a subir al coche. Se oyó una con­versación confusa y después Mr Browne entró al coche. El cochero se arregló la manta sobre el regazo y se inclinó a pre­guntar la dirección. La confusión se hizo mayor y Freddy Ma­lins y Mr Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventani­lla, dirigieron al cochero en direcciones distintas. El problema era saber dónde en el camino había que dejar a Mr Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a la discusión desde el portal con direcciones cruzadas y contradicciones y carca­jadas. En cuanto a Freddy Malins, no podía hablar por la risa. Sacaba la cabeza de vez en cuando por la ventanilla, con mu­cho riesgo de perder el sombrero, y luego le contaba a su ma­dre cómo iba la discusión, hasta que, finalmente, Mr Browne le dio un grito al confundido cochero por sobre el ruido de las risas.

-¿Sabe usted dónde queda Trinity College?

-Sí, señor -dijo el cochero.

-Muy bien, siga entonces derecho hasta dar contra la por­tada de Trinity College -dijo Mr Browne- y ya le diré yo por dónde coger. ¿Entiende ahora?

-Sí, señor -dijo el cochero. -Volando hasta Trinity College.

-Entendido, señor -gritó el cochero.

Unos foetazos al caballo y el coche traqueteó por la orilla del río en medio de un coro de risas y de adioses.

Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se que­dó en la oscuridad del zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, en las sombras también. No podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos del vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era su mujer. Se apoyaba en la baran­da, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el oído para oír él también. Pero no podía oír más que el ruido de las risas y de la discusión del portal, unos pocos acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre.

Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de cap­tar la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la som­bra y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras de relieve. Lejana Melodía llamaría él al cuadro, si fue­ra pintor.

Cerraron la puerta del frente y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al zaguán riendo todavía.

-¡Vaya con ese Freddy, es terrible! -dijo Mary Jane-. ¡Terrible!

Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz y el piano. Gabriel levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz. La voz, que sonaba plañidera por la distancia y la ronquera del cantante, subrayaba débil­mente las cadencias de aquella canción con palabras que ex­presaban tanto dolor:

Oh, la lluvia cae sobre mi pesado pelo

Y el rocío moja la piel de mi cara,

Mi hijo yace aterido de frío…

-Ay -exclamó Mary Jane-. Es Bartell D’Arcy can­tando y no quiso cantar en toda la noche. Ah, voy a hacerle que cante una canción antes de irse.

-Oh, sí, Mary Jane -dijo tía Kate.

Mary Jane pasó rozando a los otros y corrió hacia la es­calera, pero antes de llegar allá la música dejó de oírse y al­guien cerró el piano de un golpe.

-¡Ay, qué pena! -se lamentó-. ¿Ya viene para abajo, Gretta?

Gabriel oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos pasos detrás venían Bartell D’Arcy y Miss O’Ca­llaghan.

-¡Oh, Mr D’Arcy -exclamó Mary Jane-, muy egoísta de su parte acabar así de pronto cuando todos le oíamos arro­bados!

-He estado detrás de él toda la noche -dijo Miss O’Ca­llaghan- y también Mrs Conroy, y nos decía que tiene un catarro terrible y no podía cantar.

-Ah, Mr D’Arcy -dijo la tía Kate-, mire que decir tal embuste.

-¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una rana? -dijo Mr D’Arcy grosero.

Entró apurado al cuarto de desahogo a ponerse su abrigo. Los demás, pasmados ante su ruda respuesta, no hallaban qué decir. Tía Kate encogió las cejas y les hizo señas a todos de que olvidaran el asunto. Mr D’Arcy, ceñudo, se abrigaba la garganta con cuidado.

-Es el tiempo -dijo tía Julia, luego de una pausa.

-Sí, todo el mundo tiene catarro -dijo tía Kate ense­guida-, todo el mundo.

-Dicen -dijo Mary Jane- que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; y leí esta mañana en los periódicos que nieva en toda Irlanda.

-A mí me gusta ver la nieve -dijo tía Julia con tristeza.

-Y a mí -dijo Miss O’Callaghan-. Yo creo que las Na­vidades no son nunca verdaderas Navidades si el suelo no está nevado.

-Pero al pobre de Mr D’Arcy no le gusta la nieve -dijo tía Kate sonriente.

Mr D’Arcy salió del cuarto de desahogo todo abrigado y abotonado y en son de arrepentimiento les hizo la historia de su catarro. Cada uno le dio un consejo diferente, le dijeron que era una verdadera lástima y lo urgieron a que se cuidara mucho la garganta del sereno. Gabriel miraba a su mujer, que no se mezcló en la conversación. Estaba de pie debajo del re­verbero y la llama del gas iluminaba el vivo bronce de su pelo, que él había visto a ella secar al fuego unos días antes. Seguía en su actitud y parecía no estar consciente de la conversación a su alrededor. Finalmente, se volvió y Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos brillosos. Una súbita marca de alegría inundó su corazón.

-Mr D’Arcy -dijo ella-, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?

-Se llama La joven de Aughrim -dijo Mr D’Arcy-, pero no la puedo recordar muy bien. ¿Por qué? ¿La conoce?

La joven de Aughrim -repitió ella-. No podía recor­dar el nombre.

-Linda melodía -dijo Mary Jane-. Qué pena que no estuviera usted en voz esta noche.

-Vamos, Mary Jane -dijo tía Kate-. No importunes a Mr D’Arcy. No quiero que se vaya a poner bravo.

Viendo que estaban todos listos para irse comenzó a pas­torearlos hacia la puerta donde se despidieron:

-Bueno, tía Kate, buenas noches y gracias por la velada tan grata.

-Buenas noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta! -Buenas noches, tía Kate, y un millón de gracias. Buenas noches, tía Julia.

-Ah, buenas noches, Gretta, no te había visto.

-Buenas noches, Mr D’Arcy. Buenas noches, Miss O’Ca­llaghan.

-Buenas noches, Miss Morkan. -Buenas noches, de nuevo. -Buenas noches a todos. Vayan con Dios. -Buenas noches. Buenas noches.

Todavía era oscuro. Una palidez cetrina se cernía sobre las casas y el río; y el cielo parecía estar bajando. El suelo se hacía fango bajo los pies y sólo quedaban retazos de nieve so­bre los techos, en el muro del malecón y en las barandas de los alrededores. Las lámparas ardían todavía con un fulgor rojo en el aire lóbrego y, al otro lado del río, el palacio de las Cuatro Cortes se erguía amenazador contra el cielo oneroso.

Caminaba ella delante de él con Mr Bartell D’Arcy, sus zapatos en un cartucho bajo el brazo, sus manos levantando la falda del fango. No tenía ya una pose graciosa, pero los ojos de Gabriel brillaban de felicidad. La sangre golpeaba en sus ve­nas; y los pensamientos se amotinaban en su cerebro: orgullo­sos, regocijados, tiernos, valerosos.

Caminaba ella delante tan leve y tan erguida que él deseó caerle detrás sin ruido, tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso. Le parecía tan frágil que quería defenderla de cualquier cosa para luego quedarse solo con ella. Momentos de su vida secreta juntos fulguraron como estrellas en su memoria. Junto a la taza de té del desayuno, un sobre color heliotropo que él acariciaba con su mano. Los pájaros piaban en la enredadera y la luminosa telaraña del cortinaje cabrilleaba sobré el piso: era tan feliz que no podía probar bocado. Estaban en la concurrida plataforma y él deslizaba un billete en la cálida palma recóndita de su mano enguantada. Estaba de pie con ella a la intemperie, mirando por entre los barrotes de una ventana a un hombre haciendo botellas ante un horno rugiente. Hacía mucho frío. Su cara, reluciente por el viento helado, estaba muy cerca de la suya; y de pronto ella le llamó la atención al hombre del horno:

-Señor, ¿ese fuego, está caliente?

Pero el hombre no la pudo oír con el ruido que hacía la fornalla. Más valía así. Con toda seguridad le habría respon­dido groseramente.

Una ola de una alegría más tierna escapó de su corazón para correrle en cálido torrente por las arterias. Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar su memoria mo­mentos de su vida juntos que nadie conocía, que nadie sabría nunca. Anhelaba hacerle recordar a ella todos esos momentos, para hacerle olvidar su aburrida existencia juntos y que reme­morara solamente los momentos de éxtasis. Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de su alma o la de ella. Los hijos sus escritos, su labor de ama de casa no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En una carta que le es­cribió por aquel tiempo, él le decía: ¿Por qué palabras como éstas me parecen tan sosas y frías? ¿Es porque no hay una palabra tan tierna que sea capaz de ser tu nombre?

Como una melodía lejana estas palabras que había escrito años atrás le llegaron desde el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando estuvieran solos él y ella en la habitación del hotel, entonces estarían juntos y a solas. La llamaría quedamente:

-¡Gretta!

Tal vez no lo oyera ella enseguida: se estaría desnudando. Luego, algo en su voz llamaría su atención. Se volvería ella a mirarlo…

En la esquina de Winetavern Street encontraron un coche. Se alegró de que hiciera tanto ruido, pues ahorraba la conver­sación. Ella miraba por la ventana y parecía cansada. Los otros hablaban apenas, señalando a un edificio o a una calle. El ca­ballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando de la caja crujiente tras sus cascos, y Gabriel estaba de nuevo en un coche con ella, galopando a alcanzar el barco, galopando hacia su luna de miel.

Cuando el coche atravesaba el puente de O’Connell, Miss Callaghan dijo:

-Dicen que nadie cruza el puente de O’Donnell sin ver un caballo blanco.

-Yo veo un hombre blanco esta vez -dijo Gabriel.

-¿Dónde? -preguntó Mr Bartell D’Arcy.

Gabriel señaló a la estatua, en la que había parches de nie­ve. Luego, la saludó familiarmente y levantó la mano.

-Buenas noches, Daniel -dijo, alegre.

Cuando el coche arrimó ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las protestas de Mr Bartell D’Arcy, pagó al co­chero. Le dio al hombre un chelín por el viaje. El hombre lo saludó y dijo:

-Próspero Año Nuevo, señor.

-Igualmente -dijo Gabriel, cordial.

Ella se apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y luego, de pie en la acera, dándoles las buenas noches a los demás. Se sujetaba leve a su brazo, tan levemente como cuando bailó con él antes. Se sintió orgulloso y feliz entonces: feliz de estar con ella, orgulloso de su gracia y su porte señorial. Pero ahora, después de reavivar tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, armonioso y extraño y perfumado, produjo en él un agudo latido de lujuria. Aprovechándose de su silencio, le apretó el brazo a su costado; y al detenerse a la puerta del ho­tel, sintió que se habían escapado a sus vidas y a sus deberes, escapado de la familia y de los amigos, y se habían fugado juntos, sus corazones vibrantes y salvajes, en busca de una aventura nueva.

Un viejo dormitaba en uno de los grandes sillones de ore­jas en el vestíbulo. Encendió él una vela en la oficina y los precedió escaleras arriba. Lo siguieron en silencio, sus pies pi­sando sordamente los mullidos escalones alfombrados. Ella subía detrás del portero, su cabeza doblegada por el ascenso, sus frágiles hombros encorvados como por una pesada carga, su falda entallándola ceñida. Echaría los brazos alrededor de sus caderas para obligarla a detenerse, pues le temblaban de deseo de poseerla y solamente la presión de sus uñas contra la pal­ma de su mano mantenía bajo control el impulso de su cuer­po. El portero se paró en las escaleras a enderezar la vela que chorreaba. Se detuvieron detrás de él. En el silencio, Gabriel podía oír la esperma derretida caer goteando en la palmatoria, tanto como el latido del corazón golpeando sus costillas.

El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Luego, puso su inestable vela en una mesita de noche y preguntó que a qué hora querían los señores despertarse.

-A las ocho -dijo Gabriel.

El portero señaló para el botón de la luz y empezó a mur­murar una disculpa, pero Gabriel lo detuvo.

-No queremos luz. Hay bastante con la de la calle. Y yo diría -dijo, señalando la vela- que puede usted, amigo mío, librarnos de tan orondo instrumento.

El portero cargó con la vela otra vez, pero sin prisa, ya que se había sorprendido de idea tan novedosa. Luego, murmuró las buenas noches y salió. Gabriel pasó el pestillo.

La fantasmal luz del alumbrado público iluminaba el tra­mo de la ventana a la puerta. Gabriel arrojó abrigo y sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección a la ventana. Miró abajo hacia la calle para calmar su emoción un tanto. Luego, se volvió a apoyarse en un armario, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa y se paró delante de un gran espejo movible a zafarse el vestido. Gabriel se detuvo a mirarla un momento y después dijo:

-¡Gretta!

Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el cuadro de luz para acercarse. Su cara lucía tan seria y fatigada que las palabras no acertaban a salir de los labios de Gabriel. No, no era el momento todavía.

-Se te ve cansada -dijo él.

-Lo estoy un poco -respondió ella.

-¿No te sientes enferma ni débil?

-No, cansada: eso es todo.

Se fue a la ventana y se quedó allá, mirando para fuera. Gabriel esperó de nuevo y luego, temiendo que lo ganara la indecisión, dijo, abrupto:

-¡Por cierto, Gretta!

-¿Qué es?

-¿Tú conoces a ese pobre tipo Malins? -dijo rápido. -Sí. ¿Qué le pasa?

-Nada, que el pobre es de lo más decente, después de todo -siguió Gabriel con voz falsa-. Me devolvió el soberano que le presté y no me lo esperaba, en absoluto. Es una pena que no se aleje de ese tipo Browne, pues no es mala persona.

Temblaba, molesto. ¿Por qué parecía ella tan distraída? No sabía por dónde empezar. ¿Estaría molesta, ella también, por algo? ¡Si solamente se volviera o viniera hacia él por sí mis­ma! Tomarla así como estaba sería bestial. No, tenía que notar un poco de pasión en sus ojos. Deseaba dominar su extraño estado de ánimo.

-¿Cuándo le prestaste la libra? -preguntó ella después de una pausa.

Gabriel luchó por contenerse y no arrancar a maldecir bru­talmente al estúpido de Malins y su libra. Anhelaba gritarle desde el fondo de su alma, estrujar su cuerpo contra el suyo, dominarla. Pero dijo:

-Oh, por Navidad, cuando abrió su tien­decita de tarjetas de felicitaciones en Henry Street.

Sufría tal fiebre de rabia y de deseo que no la oyó acer­carse desde la ventana. Ella se detuvo frente a él un instante, mirándolo de modo extraño. Luego, poniéndose de pronto en puntillas y posando sus manos, leve, en sus hombros, lo besó. -Eres tan generoso, Gabriel -dijo.

Gabriel, temblando de deleite ante su beso súbito y la ra­reza de su frase, le puso una mano sobre el pelo y empezó a alisárselo hacia atrás, tocándolo apenas con los dedos. El la­vado se lo había puesto fino y brillante. Su corazón desbordaba de felicidad. Justo cuando lo deseaba había venido ella por su propia voluntad. Quizá sus pensamientos corrían acordes con los suyos. Quizás ella sintiera el impetuoso deseo que él guar­daba dentro y su estado de ánimo imperioso la había subyu­gado. Ahora que ella se le había entregado tan fácilmente se preguntó él por qué había sido tan pusilánime.

Se puso en pie, sosteniendo su cabeza entre las manos. Lue­go, deslizando un brazo rápidamente alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:

-Gretta querida, ¿en qué piensas?

No respondió ella ni cedió a su abrazo por entero. De nuevo habló él, quedo:

-Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te pasa. ¿Lo sé? No respondió ella enseguida. Luego, dijo en un ataque de llanto:

-Oh, pienso en esa canción, La joven de Aughrim.

Se soltó de su abrazo y corrió hasta la cama y, tirando los brazos por sobre la baranda, escondió la cara. Gabriel se quedó paralizado de asombro un momento y luego la siguió. Cuando cruzó frente al espejo giratorio se vio de lleno: el ancho pecho de la camisa, relleno, la cara cuya expresión siempre lo intri­gaba cuando la veía en un espejo y sus relucientes espejuelos de aros de oro. Se detuvo a pocos pasos de ella y le dijo:

-¿Qué ocurre con esa canción? ¿Por qué te hace llorar? Ella levantó la cabeza de entre los brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota más bonda­dosa de lo que hubiera querido se introdujo en su voz:

-¿Por qué, Gretta? -preguntó.

-Pienso en una persona que cantaba esa canción hace tiempo.

-¿Y quién es esa persona? -preguntó Gabriel, sonriendo.

-Una persona que yo conocí en Galway cuando vivía con mi abuela -dijo ella.

La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas.

-¿Alguien de quien estuviste enamorada? -preguntó iró­nicamente.

-Un muchacho que yo conocí -respondió ella-, que se llamaba Michael Furey. Cantaba esa canción, La joven de Aughrim. Era tan delicado.

Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su muchacho delicado.

-Tal como si lo estuviera viendo -dijo un momento des­pués-. ¡Qué ojos tenía: grandes, negros! ¡Y qué expresión en ellos…, qué expresión!

-Ah, ¿entonces estabas enamorada de él? -dijo Gabriel. Salía con él a pasear -dijo ella-, cuando vivía en Galway.

Un pensamiento pasó por el cerebro de Gabriel.

-¿Tal vez fuera por eso que querías ir a Galway con esa muchacha Ivors? -dijo fríamente.

Ella le miró y le preguntó, sorprendida:

-¿Para qué?

Sus ojos hicieron que Gabriel sintiera desazón. Encogien­do los hombros dijo:

-¿Cómo voy a saberlo yo? Para verlo, ¿no?

Retiró la mirada para recorrer con los ojos el rayo de luz hasta la ventana.

-El está muerto -dijo ella al rato-. Murió cuando ape­nas tenía diecisiete años. ¿No es terrible morir así tan joven?

-¿Qué era él? -preguntó Gabriel, irónico todavía.

 -Trabajaba en el gas -dijo ella.

Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y ante la evocación de esta figura de entre los muertos: un mu­chacho que trabajaba en el gas. Mientras él había estado lleno de recuerdos de su vida secreta en común, lleno de ternura y deseo, ella lo comparaba mentalmente con el otro. Lo asaltó una vergonzante conciencia de sí mismo. Se vio como una figu­ra ridícula, actuando como recadero de sus tías, un nervioso y bienintencionado sentimental, alardeando de orador con los humildes, idealizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había visto momentáneamente en el espejo. Ins­tintivamente dio la espalda a la luz, no fuera que ella pudiera ver la vergüenza que le quemaba el rostro.

Trató de mantener su tono frío, de interrogatorio, pero cuando habló su voz era indiferente y humilde.

-Supongo que estarías enamorada de este Michael Furey, Gretta -dijo.

-Me sentía muy bien con él entonces -dijo ella.

Su voz sonaba velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tratar de llevarla más lejos de lo que se pro­puso, acarició una de sus manos y dijo, él también triste:

-¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, su­pongo.

-Creo que murió por mí -respondió ella.

Un terror vago se apoderó de Gabriel ante su respuesta, como si, en el momento en que confiaba triunfar, algún ser impalpable y vengativo se abalanzara sobre él, reuniendo las fuerzas de su mundo tenue para echársele encima. Pero se sa­cudió libre con un esfuerzo de su raciocinio y continuó aca­riciándole a ella la mano. No la interrogó más porque sentía que se lo contaría ella todo por sí misma. Su mano estaba hú­meda y cálida: no respondía a su caricia, pero él continuaba acariciándola tal como había acariciado su primera carta aque­lla mañana de primavera.

-Era en invierno -dijo ella-, como al comienzo del invierno en que yo iba a dejar a mi abuela para venir acá al convento. Y él estaba enfermo siempre en su hospedaje de Galway y no lo dejaban salir y ya le habían escrito a su gente en Oughterard. Estaba decaído, decían, o cosa así. Nunca supe a derechas.

Hizo una pausa para suspirar.

-El pobre -dijo-. Me tenía mucho cariño y era tan gen­til. Salíamos a caminar, tú sabes, Gabriel, como hacen en el campo. Hubiera estudiado canto de no haber sido por su sa­lud. Tenía muy buena voz, el pobre Michael Furey.

-Bien, ¿y entonces? -preguntó Gabriel.

-Y entonces, cuando vino la hora de dejar yo Galway y venir acá para el convento, él estaba mucho peor y no me de­jaban ni ir a verlo, por lo que le escribí una carta diciéndole que me iba a Dublín y regresaba en el verano y que espera­ba que estuviera mejor para entonces.

Hizo una pausa para controlar su voz y luego siguió: -Entonces, la noche antes de irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que no podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio y allí estaba el pobre al final del jardín, tiritando.

-¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.

-Le rogué que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo! Estaba parado al final del jardín donde había un árbol.

-¿Y se fue? -preguntó Gabriel.

-Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo enterraron en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que, que se había muerto!

Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emo­ción, se tiró en la cama bocabajo, a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo, a la ventana.

Ella dormía profundamente.

Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin re­sentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se po­saron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.

Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se mo­vieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las ro­dillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llo­rando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.

El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cui­dado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar au­daz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.

Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecie­ron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba cons­ciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presen­cias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vi­vieron se disolvía consumiéndose.

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ven­tana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había lle­gado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz cor­va y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.

James Joyce / Dos galanes

 James Joyce

Dos galanes

 “Two Gallants”

Dubliners, 1914

 

La tarde de agosto había caído, gris y cálida, y un aire tibio, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. La calle, los comercios cerrados por el descanso dominical, bullía con una multitud alegremente abigarrada. Como perlas luminosas, las lámparas alumbraban de encima de los postes estirados y por sobre la textura viviente de abajo, que variaba de forma y de color sin parar y lanzaba al aire gris y cálido de la tarde un rumor invariable que no cesa.

Dos jóvenes bajaban la cuesta de Rutland Square. Uno de ellos acababa de dar fin a su largo monólogo. El otro, que caminaba por el borde del contén y que a veces se veía obligado a bajar un pie a la calzada, por culpa de la grosería de su acompañante, mantenía su cara divertida y atenta. Era rubicundo y rollizo. Usaba una gorra de yatista echada frente arriba y la narración que venía oyendo creaba olas expresivas que rompían constantemente sobre su cara desde las comisuras de los labios, de la nariz y de los ojos. Breves chorros de una risa sibilante salían en sucesión de su cuerpo convulso. Sus ojos titilando con un contento pícaro echaban a cada momento miradas de soslayo a la cara de su compañero. Una o dos veces se acomodó el ligero impermeable que llevaba colgado de un hombro a la torera. Sus bombachos, sus zapatos de goma blancos y su impermeable echado por encima expresaban juventud. Pero su figura se hacía rotunda en la cintura, su pelo era escaso y canoso, y su cara, cuando pasaron aquellas olas expresivas, tenía aspecto estragado.

Cuando se aseguró de que el cuento hubo acabado se rió ruidoso por más de medio minuto. Luego dijo:

—¡Vaya!… ¡Ese sí que es el copón divino!

Su voz parecía batir el aire con vigor; y para dar mayor fuerza a sus palabras añadió con humor:

—¡Ese sí que es el único, solitario y si se me permite llamarlo así, recherché copón divino!

Al decir esto se quedó callado y serio. Tenía la lengua cansada, ya que había hablado toda la tarde en el pub de la Calle Dorset. La mayoría de la gente consideraba a Lenehan un sanguijuela, pero a pesar de esa reputación, su destreza y elocuencia evitaba siempre que sus amigos la cogieran con él. Tenía una manera atrevida de acercarse a un grupo en la barra y de mantenerse sutilmente al margen hasta que alguien lo incluía en la primera ronda. Vago por deporte, venía equipado con un vasto repertorio de adivinanzas, cuentos y cuartetas. Era, además, insensible a toda descortesía. Nadie sabía realmente cómo cumplía la penosa tarea de mantenerse, pero su nombre se asociaba vagamente a papeletas y a caballos.

—¿Y dónde fue que la levantaste, Corley? —le preguntó.

Corley se pasó rápido la lengua sobre el labio de arriba.

—Una noche, chico —le dijo—, que iba yo por Calle Dame y me veo a esta tipa tan buena parada debajo del reloj de Waterhouse y cojo y le doy, tú sabes, las buenas noches. Luego nos damos una vuelta por el canal y eso, y ella que me dice que es criadita en una casa de la Calle Baggot. Le eché el brazo por arriba y la apretujé un poco esa noche. Entonces, el domingo siguiente, chico, tengo cita con ella y nos vemos. Nos fuimos hasta Donnybrook y la metí en un sembrado. Me dijo que ella salía con un lechero… ¡La gran vida, chico! Cigarrillos todas las noches y ella pagando el tranvía a la ida y a la venida. Una noche hasta me trajo dos puros más buenos que el carajo. Panetelas, tú sabes, de las que fuma el caballero… Yo que, claro, chico, tenía miedo de que saliera preñada. Pero, ¡tiene una esquiva!

—A lo mejor se cree que te vas a casar con ella —dijo Lenehan.

—Le dije que estaba sin pega —dijo Corley—. Le dije que trabajaba en Pim’s. Ella ni mi nombre sabe. Estoy demasiado asustado para decirle eso. Pero se cree que soy de buena familia, para que tú lo sepas.

Lenehan se rió de nuevo, sin hacer ruido.

—De todos los cuentos buenos que he oído en mi vida —dijo—, ese sí que de veras es el copón divino.

Corley reconoció el cumplido en su andar. El vaivén de su cuerpo macizo obligaba a su amigo a bailar la suiza del contén a la calzada y viceversa. Corley era hijo de un inspector de policía y había heredado de su padre la caja del cuerpo y el paso. Caminaba con las manos al costado, muy derecho y moviendo la cabeza de un lado al otro. Tenía la cabeza grande, de globo, grasosa; sudaba siempre, en invierno y en verano; y su enorme bombín, ladeado, parecía un bombillo saliendo de un bombillo. La vista siempre al frente, como si estuviera en un desfile, cuando quería mirar a alguien en la calle, tenía que mover todo su cuerpo desde las caderas. Por el momento estaba sin trabajo. Cada vez que había un puesto vacante uno de sus amigos le pasaba la voz. A menudo se le veía conversando con policías de paisano, hablando con toda seriedad. Sabía dónde estaba el meollo de cualquier asunto y era dado a decretar sentencia. Hablaba sin oír lo que decía su compañía. Hablaba mayormente de sí mismo: de lo que había dicho a tal persona y lo que esa persona le había dicho y lo que él había dicho para dar por zanjado el asunto. Cuando relataba estos diálogos aspiraba la primera letra de su nombre, como hacían dos florentinos.

Lenehan ofreció un cigarrillo a su amigo. Mientras los dos jóvenes paseaban por entre la gente, Corley se volvía ocasionalmente para sonreír a una muchacha que pasaba, pero la vista de Lenehan estaba fija en la larga luna pálida con su hado doble. Vio con cara seria cómo la gris telaraña del ocaso atravesaba su faz. Al cabo dijo:

—Bueno… dime, Corley, supongo que sabrás cómo manejarla, ¿no?

Corley, expresivo, cerró un ojo en respuesta.

—¿Sirve ella? —preguntó Lenehan, dudoso—. Nunca se sabe con las mujeres.

—Ella sirve —dijo Corley—. Yo sé cómo darle la vuelta, chico. Está loquita por mí.

—Tú eres lo que yo llamo un tenorio contento —dijo Lenehan—. ¡Y un don Juan muy serio también!

Un dejo burlón quitó servilismo a la expresión. Como vía de escape tenía la costumbre de dejar su adulonería abierta a interpretaciones de burla. Pero Corley no era muy sutil que digamos.

—No hay como una buena criadita —afirmó—. Te lo digo yo.

—Es decir, uno que las ha levantado a todas —dijo Lenehan.

—Yo primero salía con muchachas de su casa, tú sabes —dijo Corley, destapándose—. Las sacaba a pasear, chico, en tranvía a todas partes y yo era el que pagaba, o las llevaba a oír la banda o a una obra de teatro o les compraba chocolates y dulces y eso. Me gastaba con ellas el dinero que daba gusto —añadió en tono convincente, como si estuviera consciente de no ser creído.

Pero Lenehan podía creerlo muy bien; asintió, grave.

—Conozco el juego —dijo—, y es comida de bobo.

—Y maldito sea lo que saqué de él —dijo Corley.

—Ídem de ídem —dijo Lenehan.

—Con una excepción —dijo Corley.

Se mojó el labio superior pasándole la lengua. El recuerdo lo encandiló. Él, también, miró al pálido disco de la luna, ya casi velado, y pareció meditar.

—Ella estaba… bastante bien -dijo con sentimiento. De nuevo se quedó callado. Luego, añadió:

—Ahora trabaja la calle. La vi montada en un carro con dos tipos, abajo en la Calle Earl, una noche.

—Supongo que por tu culpa —dijo Lenehan.

—Hubo otros antes que yo —dijo Corley, filosófico.

Esta vez Lenehan se sentía inclinado a no creerle. Movió la cabeza de un lado a otro y sonrió.

—Tú sabes que tú no me puedes andar a mí con cuentos, Corley —dijo.

—¡Por lo más sagrado! —dijo Corley—. ¿No me lo dijo ella misma?

Lenehan hizo un gesto trágico.

—¡Triste traidora! —dijo.

Al pasar por las rejas de Trinity College, Lenehan saltó al medio de la calle y miró al reloj arriba.

—Veinte pasadas —dijo.

—Hay tiempo —dijo Corley—. Ella va a estar allí. Siempre la hago esperar un poco.

Lenehan se rió entre dientes.

—¡Anda! Tú sí que sabes cómo manejarlas, Corley —dijo.

—Me sé bien todos sus truquitos —confesó Corley.

—Pero dime —dijo Lenehan de nuevo—, ¿estás seguro de que te va a salir bien? No es nada fácil, tú sabes. Tocante a eso son muy cerradas. ¿Eh?… ¿Qué?

Lenehan no dijo más. No quería acabarle la paciencia a su amigo, que lo mandara al demonio y luego le dijera que no necesitaba para nada sus consejos. Hacía falta tener tacto. Pero el ceño de Corley volvió a la calma pronto. Tenía la mente en otra cosa.

—Es una tipa muy decente —dijo, con aprecio—, de veras que lo es.

Bajaron por la Calle Nassau y luego doblaron por Kildare. No lejos del portal del club un arpista tocaba sobre la acera ante un corro de oyentes. Tiraba de las cuerdas sin darle importancia, echando de vez en cuando miradas rápidas al rostro de cada recién venido y otras veces, pero con idéntico desgano, al cielo. Su arpa, también, sin darle importancia al forro que le caía por debajo de las rodillas, parecía desentenderse por igual de las miradas ajenas y de las manos de su dueño. Una de estas manos bordeaba la melodía de Silent, O Moyle, mientras la otra, sobre las primas, le caía detrás a cada grupo de notas. Los arpegios de la melodía vibraban hondos y plenos.

Los dos jóvenes continuaron calle arriba sin hablar, seguidos por la música fúnebre. Cuando llegaron a Stephen’s Green atravesaron la calle. En este punto el ruido de los tranvías, las luces y la muchedumbre los libró del silencio.

—¡Allí está! —dijo Corley.

Una mujer joven estaba parada en la esquina de la calle Hume. Llevaba un vestido azul y una gorra de marinero blanca. Estaba sobre el contén, balanceando una sombrilla en la mano. Lenehan se avivó.

—Vamos a mirarla de cerca, Corley —dijo.

Corley miró ladeado a su amigo y una sonrisa desagradable apareció en su cara.

—¿Estás tratando de colarte? —le preguntó.

—¡Maldita sea! —dijo Lenehan, osado—. No quiero que me la presentes. Nada más quiero verla. No me la voy a comer…

—Ah… ¿Verla? -dijo Corley, más amable—. Bueno… atiende. Yo me acerco a hablar con ella y tú pasas de largo.

—¡Muy bien! —dijo Lenehan.

Ya Corley había cruzado una pierna por encima de las cadenas cuando Lenehan lo llamó:

—¿Y luego? ¿Dónde nos encontramos?

—Diez y media —respondió Corley, pasando la otra pierna.

—¿Dónde?

—En la esquina de la Calle Merrion. Estaremos de regreso.

—Trabájala bien —dijo Lenehan como despedida.

Corley no respondió. Cruzó la calle a buen paso, moviendo la cabeza de un lado a otro. Su bulto, su paso cómodo y el sólido sonido de sus botas tenían en sí algo de conquistador. Se acercó a la joven y, sin saludarla, empezó a conversar con ella enseguida. Ella balanceó la sombrilla más rápido y dio vueltas a sus tacones. Una o dos veces que él le habló muy cerca de ella se rió y bajó la cabeza.

Lenehan los observó por unos minutos. Luego, caminó rápido junto a las cadenas guardando distancia y atravesó la calle en diagonal. Al acercarse a la esquina de la Calle Hume encontró el aire densamente perfumado y rápidos sus ojos escrutaron, ansiosos, el aspecto de la joven. Tenía puesto su vestido dominguero. Su falda de sarga azul estaba sujeta a la cintura por un cinturón de cuero negro. La enorme hebilla del cinto parecía oprimir el centro de su cuerpo, cogiendo como un broche la ligera tela de su blusa blanca. Llevaba una chaqueta negra corta con botones de nácar y una desaliñada boa negra. Las puntas de su cuellito de tul estaban cuidadosamente desarregladas y tenía prendido sobre el busto un gran ramo de rosas rojas con los tallos vueltos hacia arriba. Lenehan notó con aprobación su corto cuerpo macizo. Una franca salud rústica iluminaba su rostro, sus rojos cachetes rollizos y sus atrevidos ojos azules. Sus facciones eran toscas. Tenía una nariz ancha, una boca regada, abierta en una mueca entre socarrona y contenta, y dos dientes botados. Al pasar Lenehan se quitó la gorra y, después de unos diez segundos, Corley devolvió el saludo al aire. Lo hizo levantando su mano vagamente y cambiando, distraído, el ángulo de caída del sombrero.

Lenehan llegó hasta el hotel Shelbourne, donde se detuvo a la espera. Después de esperar un ratito los vio venir hacia él y cuando doblaron a la derecha, los siguió, apresurándose ligero en sus zapatos blancos, hacia un costado de Merrion Square. Mientras caminaba despacio, ajustando su paso al de ellos, miraba la cabeza de Corley, que se volvía a cada minuto hacia la cara de la joven como un gran balón dando vueltas sobre un pivote. Mantuvo la pareja a la vista hasta que los vio subir la escalera del tranvía a Donnybrook; entonces, dio media vuelta y regresó por donde había venido.

Ahora que estaba solo su cara se veía más vieja. Su alegría pareció abandonarlo y al caminar junto a las rejas de Duke’s Lawn dejó correr su mano sobre ellas. La música que tocaba el arpista comenzó a controlar sus movimientos. Sus pies, suavemente acolchados, llevaban la melodía, mientras sus dedos hicieron escalas imitativas sobre las rejas, cayéndole detrás a cada grupo de notas.

Caminó sin ganas por Stephen’s Green y luego a la Calle Grafton abajo. Aunque sus ojos tomaban nota de muchos elementos de la multitud por entre la que pasaba, lo hacían desganadamente. Encontró trivial todo lo que debía encantarle y no tuvo respuesta a las miradas que lo invitaban a ser atrevido. Sabía que tendría que hablar mucho, que inventar y que divertir, y su garganta y su cerebro estaban demasiado secos para semejante tarea. El problema de cómo pasar las horas hasta encontrarse con Corley de nuevo le preocupó. No pudo encontrar mejor manera de pasarlas que caminando. Dobló a la izquierda cuando llegó a la esquina de Rutland Square y se halló más a gusto en la tranquila calle oscura, cuyo aspecto sombrío concordaba con su ánimo. Se detuvo, al fin, ante las vitrinas de un establecimiento de aspecto miserable en que las palabras Bar Refrescos estaban pintadas en letras blancas. Sobre el cristal de las vitrinas había dos letreros volados: Cerveza de Jengibre y Ginger Ale. Un jamón cortado se exhibía sobre una fuente azul, mientras que no lejos, en una bandeja, había un pedazo de pudín de pasas. Miró estos comestibles fijamente por espacio de un rato y, luego, después de echar una mirada vigilante calle arriba y abajo, entró en la fonda, rápido.

Tenía hambre, ya que, excepto unas galletas que había pedido y le trajeron dos dependientes avinagrados, no había comido nada desde el desayuno. Se sentó a una mesa descubierta frente a dos obreritas y a un mecánico. Una muchacha desaliñada vino de camarera.

—¿A cómo la ración de chícharos? —preguntó.

—Tres medio-peniques, señor —dijo la muchacha.

—Tráigame un plato de chícharos —dijo—, y una botella de cerveza de jengibre.

Había hablado con rudeza para desacreditar su aire urbano, ya que su entrada fue seguida por una pausa en la conversación. Estaba abochornado… Para parecer natural, empujó su gorra hacia atrás y puso los codos en la mesa. El mecánico y las dos obreritas lo examinaron punto por punto antes de reanudar su conversación en voz baja. La muchacha le trajo un plato de guisantes calientes sazonados con pimienta y vinagre, un tenedor y su cerveza de jengibre. Comió la comida con ganas y la encontró tan buena que mentalmente tomó nota de la fonda. Cuando hubo comido los guisantes sorbió su cerveza y se quedó sentado un rato pensando en Corley y en su aventura. Vio en la imaginación a la pareja de amantes paseando por un sendero a oscuras; oyó la voz de Corley diciendo galanterías y de nuevo observó la descarada sonrisa en la boca de la joven. Tal visión le hizo sentir en lo vivo su pobreza de espíritu y de bolsa. Estaba cansado de dar tumbos, de halarle el rabo al diablo, de intrigas y picardías. En noviembre cumpliría treintaiún años. ¿No iba a conseguir nunca un buen trabajo? ¿No tendría jamás casa propia? Pensó lo agradable que sería tener un buen fuego al que arrimarse y sentarse a una buena mesa. Ya había caminado bastante por esas calles con amigos y con amigas. Sabía bien lo que valían esos amigos: también conocía bastante a las mujeres. La experiencia lo había amargado contra todo y contra todos. Pero no lo había abandonado la esperanza. Se sintió mejor después de comer, menos aburrido de la vida, menos vencido espiritualmente. Quizá todavía podría acomodarse en un rincón y vivir feliz, con tal de que encontrara una muchacha buena y simple que tuviera lo suyo.

Pagó los dos peniques y medio a la camarera desaliñada y salió de la fonda, reanudando su errar. Entró por la Calle Capel y caminó hacia el Ayuntamiento. Luego, dobló por la Calle Dame. En la esquina de la Calle George  se encontró con dos amigos y se detuvo a conversar con ellos. Se alegró de poder descansar de la caminata. Sus amigos le preguntaron si había visto a Corley y que cuál era la última. Replicó que se había pasado el día con Corley. Sus amigos hablaban poco. Miraron estólidos a algunos tipos en el gentío y a veces hicieron un comentario crítico. Uno de ellos dijo que había visto a Mac una hora atrás en la Calle Westmoreland. A esto Lenehan dijo que había estado con Mac la noche antes en Egan’s. El joven que había estado con Mac en la Calle Westmoreland preguntó si era verdad que Mac había ganado una apuesta en un partido de billar. Lenehan no sabía: dijo que Holohan los había convidado a los dos a unos tragos en Egan’s.

Dejó a sus amigos a la diez menos cuarto y subió por la Calle George. Dobló a la izquierda por el Mercado Municipal y caminó hasta la Calle Grafton. El gentío de muchachos y muchachas había menguado, y caminando calle arriba oyó a muchas parejas y grupos darse las buenas noches unos a otros. Llegó hasta el reloj del Colegio de Cirujanos: estaban dando las diez. Se encaminó rápido por el lado norte del Green, apresurado por miedo a que Corley llegara demasiado pronto. Cuando alcanzó la esquina de la Calle Merrion se detuvo en la sombra de un farol y sacó uno de los cigarrillos que había reservado y lo encendió. Se recostó al poste y mantuvo la vista fija en el lado por el que esperaba ver regresar a Corley y a la muchacha.

Su mente se activó de nuevo. Se preguntó si Corley se las habría arreglado. Se preguntó si se lo habría pedido ya o si lo había dejado para lo último. Sufría las penas y anhelos de la situación de su amigo tanto como la propia. Pero el recuerdo de Corley moviendo su cabeza lo calmó un tanto: estaba seguro de que Corley se saldría con la suya. De pronto lo golpeó la idea de que quizá Corley la había llevado a su casa por otro camino, dándole el esquinazo. Sus ojos escrutaron la calle: ni señas de ellos. Sin embargo, había pasado con seguridad media hora desde que vio el reloj del Colegio de Cirujanos. ¿Habría Corley hecho cosa semejante? Encendió el último cigarrillo y empezó a fumarlo nervioso. Forzaba la vista cada vez que paraba un tranvía al otro extremo de la plaza. Tenían que haber regresado por otro camino. El papel del cigarrillo se rompió y lo arrojó a la calle con una maldición.

De pronto los vio venir hacia él. Saltó de contento y pegándose al poste trató de adivinar el resultado en su manera de andar. Caminaban lentamente, la muchacha dando rápidos pasitos, mientras Corley se mantenía a su lado con su paso largo. No parecía que se hablaran. El conocimiento del resultado lo pinchó como la punta de un instrumento con filo. Sabía que Corley iba a fallar; sabía que no le salió bien.

Doblaron la Calle Baggot abajo y él los siguió enseguida, cogiendo por la otra acera. Cuando se detuvieron, se detuvo él también. Hablaron por un momento y después la joven bajó los escalones hasta el fondo de la casa. Corley se quedó parado al borde de la acera, a corta distancia de la escalera del frente. Pasaron unos minutos. La puerta del recibidor se abrió lentamente y con cautela. Luego, una mujer bajó corriendo las escaleras del frente y tosió. Corley se dio vuelta y fue hacia ella. Su cuerpazo la ocultó a su vista por unos segundos y luego ella reapareció corriendo escaleras arriba. La puerta se cerró tras ella y Corley salió caminando rápido hacia Stephen’s Green.

Lenehan se apuró en la misma dirección. Cayeron unas gotas. Las tomó por un aviso y echando una ojeada hacia atrás, a la casa donde había entrado la muchacha, para ver si no lo observaban, cruzó la calle corriendo impaciente. La ansiedad y la carrera lo hicieron acezar. Dio un grito:

—¡Hey, Corley!

Corley volteó la cabeza a ver quién lo llamaba y después siguió caminando como antes. Lenehan corrió tras él, arreglándose el impermeable sobre los hombros con una sola mano.

—¡Hey, Corley! —gritó de nuevo.

Se emparejó a su amigo y lo miró a la cara, atento. No vio nada en ella.

—Bueno, ¿y qué? —dijo—. ¿Dio resultado?

Habían llegado a la esquina de Ely Place. Sin responder aún, Corley dobló a la izquierda rápido y entró en una calle lateral. Sus facciones estaban compuestas con una placidez austera. Lenehan mantuvo el paso de su amigo, respirando con dificultad. Estaba confundido y un dejo de amenaza se abrió paso por su voz.

—¿Vas a hablar o no? —dijo—. ¿Trataste con ella?

Corley se detuvo bajo el primer farol y miró torvamente hacia el frente. Luego, con un gesto grave, extendió una mano hacia la luz y, sonriendo, la abrió para que la contemplara su discípulo. Una monedita de oro brillaba sobre la palma.

Anton Chejov / En la oscuridad

El despertar de la criada

Anton Chejov

EN LA OSCURIDAD

 

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.

Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.

Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.

Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y… desaparecía en el hueco negro de la ventana.

«¡Un ladrón!», se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extendió por su rostro.

En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor…, en el aparador está la vajilla de plata…, más allá el dormitorio…, un hacha…, los rostros de unos bandidos…, las joyas… Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.

-¡Vasia! -exclamó zarandeando a su marido-. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo suplico!

-¿Qué ocurre? -balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.

-¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor…, ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.

-¿Qué pasa? ¿Quién… es?

-¡Dios mío! No oye… Pero, comprende, pedazo de tronco… Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y…¡la vasija de plata está en el aparador!

-¡Majaderías!

-¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?

El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.

-¡Dios mío, qué seres! -gruñó-. ¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!

-Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.

-¿Y qué? Que entre… Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.

-¿Cómo? ¿Qué dices?

-Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.

-¡Eso es peor aún! -gritó María Michailovna-. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.

-¡Vaya una virtud!… No permitir ese cinismo… Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.

-¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante…, semejante… ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!

-¡Dios mío!… -gruñó Gaguin con fastidio-. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?

-¡Vasili, que me desmayo!

Gaguin escupió con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.

-Vasilia -le dijo-, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?

-Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.

-¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.

Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas…

-¡Pelagia! -gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla-. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?

-¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?

-Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.

-Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!… ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes…, tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas…¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!

-Bueno, bueno… No hay por qué gritar tanto… ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?

-Es vergonzoso, señor -dice Pelagia, con voz llorosa-. Unos señores cultos… y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros…-se echó a llorar-. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.

-¡Bueno, basta!… ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!

Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.

-Escucha, Pelagia -le dice-. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?

-¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.

Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.

María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud.

«¡Cuánto tarda en volver! -piensa-. Menos mal si es ese… cínico, pero ¿y si es un ladrón?»

Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura…, un golpe de maza…, muere sin proferir un grito…, un charco de sangre…

Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis… Un sudor frío perló su frente.

-¡Vasili! -gritó con voz estridente-. ¡Vasili!

-¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí… -le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando acaso?

Se acercó y se sentó en el borde de la cama.

-No había nadie -dice-. Estabas ofuscada… Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa…, una!…

Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.

-¡Lo que tú eres es una miedosa! -se burla de ella-. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una sicópata!

-Huele a brea -dice su mujer-. A brea o… a algo así como a cebolla…, a sopa de coles.

-Sí… Hay algo que huele mal… ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía… ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.

Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera…

-¿Has cogido la bata en la cocina? -le preguntó palideciendo.

-¿Por qué?

-¡Mírate al espejo!

El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a su imaginación.

Anton Chejov / Un asesinato

Sleeping Girl by Balthus

Anton Chejov

UN ASESINATO 

Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:

«Duerme, niño bonito, que viene el coco…»

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.

«Duerme, niño bonito…», balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.

La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.

-¿Para qué hacen eso? -les pregunta Varka.

-¡Para dormir! -contestan-. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.

«Duerme, niño bonito…», canturrea entre sueños Varka.

Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no lo ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto -atacado de no se sabe qué dolencia-, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

-Bu-bu-bu-bu…

La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.

Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.

Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

-¡Enciendan luz! -dice.

-¡Bu-bu-bu! -responde Efim, rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

-¡Espere un instante, señor doctor! -dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

-¿Qué es eso, muchacho? -le pregunta el médico, inclinándose sobre él-. ¿Hace mucho que estás enfermo?

¡Me ha llegado la hora, excelencia! -contesta, con mucho trabajo, Efim-. No me hago ilusiones…

-¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas…

-Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio… Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella…

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

-Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!

-Señor doctor, ¿y cómo va a ir? -dice la madre-. No tenemos caballo.

-No importa; hablaré a los señores y les dejarán uno.

El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.

-Bu-bu-bu-bu…

Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.

Pasa, al cabo, la noche y sale el sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.

Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:

«Duerme niño bonito…»

A Varka le parece su propia voz la voz que canta.

Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:

-¡Acaban de operarlo, pero ha muerto! ¡Santa gloria haya!… El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.

Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:

-¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!

Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible, y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.

El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.

De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Vorka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.

-¡Una limosnita, por el amor de Dios! -implora la madre a los caminantes-. ¡Compasión, buenos cristianos!

-¡Dame el niño! -grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka-. ¡Otra vez dormida, mala pécora!

Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.

Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.

-¡Toma al niño! -ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa-. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!

Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.

-¡Varka, enciende la estufa! -grita el ama, al otro lado de la puerta.

Es de día. Hay que comenzar el trabajo.

Varka deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.

Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.

-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.

Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:

-¡Varka, límpiale los chanclos al amo!

Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.

-¡Varka, ve a lavar la escalera! -ordena el ama, a voces-. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando papas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las papas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir…

Transcurre así el día. Llega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Hay aquella noche una visita.

-¡Varka, enciende el samovar! -grita el ama.

El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.

-¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!

Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.

-¡Varka, abraza al niño! -es la última orden que oye.

Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.

«Duerme, niño bonito…» canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta.

El niño grita como un condenado. Está a dos dedos de encanarse.

Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada en limpio. Sin alientos ya, mira el círculo verde, las sombras… En este momento oye gritar al niño y se dice: «Ese es el enemigo que me impide vivir.»

El enemigo es el niño.

Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?

Completamente absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Lo matará y podrá dormir lo que quiera.

Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.

Le atenaza con ambas manos el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere.

Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sueño profundo.