Ernest Hemingway / Un lugar limpio y bien iluminado

Ernest Hemingway

UN LUGAR LIMPIO Y BIEN ILUMINADO

Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.

-La semana pasada trató de suicidarse -dijo uno de ellos.

-¿Por qué?

-Estaba desesperado.

-¿Por qué?

-Por nada.

-¿Cómo sabes que era por nada?

-Porque tiene muchísimo dinero.

Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café, y miraban hacia la terraza donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.

-Los guardias civiles lo recogerán -dijo uno de los camareros.

-¿Y qué importa si consigue lo que busca?

-Sería mejor que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace cinco minutos y volverán.

El viejo sentado a la sombra golpeó su platillo con el vaso. El camarero joven se le acercó.

-¿Qué desea?

El viejo lo miró.

-Otro coñac -dijo.

-Se emborrachará usted -dijo el camarero. El viejo lo miró. El camarero se fue.

-Se quedará toda la noche -dijo a su colega-. Tengo sueño y nunca puedo irme a la cama antes de las tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada.

El camarero tomó la botella de coñac y otro platillo del mostrador que se hallaba en la parte interior del café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac.

-Debía haberse suicidado usted la semana pasada -dijo al viejo sordo. El anciano hizo un movimiento con el dedo.

-Un poco más -murmuró.

El camarero terminó de llenar la copa hasta que el coñac desbordó y se deslizó por el pie de la copa hasta llegar al primer platillo.

-Gracias -dijo el viejo.

El camarero volvió con la botella al interior del café y se sentó nuevamente a la mesa con su colega.

-Ya está borracho -dijo.

-Se emborracha todas las noches.

-¿Por qué quería suicidarse?

-¿Cómo puedo saberlo?

-¿Cómo lo hizo?

-Se colgó de una cuerda.

-¿Quién lo bajó?

-Su sobrina.

-¿Por qué lo hizo?

-Por temor de que se condenara su alma.

-¿Cuánto dinero tiene?

-Muchísimo.

-Debe tener ochenta años.

-Sí, yo también diría que tiene ochenta.

-Me gustaría que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme antes de las tres. ¿Qué hora es ésa para irse a la cama?

-Se queda porque le gusta.

-Él está solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la cama.

-Él también tuvo una mujer.

-Ahora una mujer no le serviría de nada.

-No puedes asegurarlo. Podría estar mejor si tuviera una mujer.

-Su sobrina lo cuida.

-Lo sé. Dijiste que le había cortado la soga.

-No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa asquerosa.

-No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el líquido encima. Aun ahora que está borracho, míralo.

-No quiero mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene ninguna consideración con los que trabajan.

El viejo miró desde su copa hacia la calle y luego a los camareros.

-Otro coñac -dijo, señalando su copa. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse.

-¡Terminó! -dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis que la gente estúpida emplea al hablar con los beodos o los extranjeros-. No más esta noche. Cerramos.

-Otro -dijo el viejo.

-¡No! ¡Terminó! -limpió el borde de la mesa con su servilleta y meneó la cabeza.

El viejo se puso de pie, contó lentamente los platillos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó las bebidas, dejando media peseta de propina.

El camarero lo miraba mientras salía a la calle. El viejo caminaba un poco tambaleante, aunque con dignidad.

-¿Por qué no lo dejaste que se quedara a beber? -preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban bajando las puertas metálicas-. Todavía no son las dos y media.

-Quiero irme a casa.

-¿Qué significa una hora?

-Mucho más para mí que para él.

-Una hora no tiene importancia.

-Hablas como un viejo. Bien puede comprar una botella y bebérsela en su casa.

-No es lo mismo.

-No; no lo es -admitió el camarero que tenía esposa-. No quería ser injusto. Sólo tenía prisa.

-¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de costumbre?

-¿Estás tratando de insultarme?

-No, hombre, sólo quería hacerte una broma.

-No -el camarero que tenía prisa se irguió después de haber asegurado la puerta metálica-. Tengo confianza. Soy todo confianza.

-Tienes juventud, confianza y un trabajo -dijo el camarero de más edad-. Lo tienes todo.

-¿Y a ti, qué te falta?

-Todo; menos el trabajo.

-Tienes todo lo que tengo yo.

-No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven.

-Vamos. Deja de decir tonterías y cierra.

-Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café -dijo el camarero de más edad-, con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche.

-Yo quiero irme a casa y a la cama.

-Somos muy diferentes -dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa-. No es sólo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.

Hombre! Hay bodegas abiertas toda la noche.

-Tú no entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también, ahora, las hojas hacen sombra.

-Buenas noches -dijo el camarero más joven.

-Buenas noches -dijo el otro. Continuó la conversación consigo mismo mientras apagaba las luces. Es la luz por supuesto pero es necesario que el lugar esté limpio y sea agradable. No quieres música. Definitivamente no quieres música. Tampoco puedes estar frente a una barra con dignidad aunque eso sea todo lo que proveemos a estas horas. ¿Qué temía? No era temor, no era miedo. Era una nada que conocía demasiado bien. Era una completa nada y un hombre también era nada. Era sólo eso y todo lo que se necesitaba era luz y una cierta limpieza y orden. Algunos vivieron en eso y nunca lo sintieron pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada y pues nadaNada nuestra que estás en nadanada sea tu nombre nada tu reino nada tu voluntad así en nada como en nada. Danos este nada nuestro pan de cada nada y nada nuestros nada como también nosotros nada a nuestros nada y no nos nada en la nada mas líbranos de nadapues nada. Ave nada llena de nada, nada está contigo. Sonrió y estaba frente a una barra con una cafetera a presión brillante.

-¿Qué le sirvo?- preguntó el barman.

Nada.

Otro loco más -dijo el barman y le dio la espalda.

-Una copita- dijo el camarero.

El barman se la sirvió.

-La luz es bien brillante y agradable pero la barra está opaca -dijo el camarero.

El cantinero lo miró fijamente pero no respondió. Era demasiado tarde para comenzar una conversación.

-¿Quiere otra copita? -preguntó el barman.

-No, gracias -dijo el camarero, y salió. Le disgustaban los bares y las bodegas. Un café limpio, bien iluminado, era algo muy distinto. Ahora, sin pensar más, volvería a su cuarto. Yacería en la cama y, finalmente, con la luz del día, se dormiría. Después de todo, se dijo, probablemente sólo sea insomnio. Muchos deben sufrir de lo mismo.

Ernest Hemingway / Un gato bajo la lluvia


Ernest Hemingway

UN GATO BAJO LA LLUVIA

Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha.

Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí, signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír – ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto!

Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

Ernest Hemingway / En otro país

 

Ernest Hemingway

EN OTRO PAÍS

En el otoño la guerra continuaba, pero nosotros ya no íbamos al frente. El otoño era frío en Milán y anochecía temprano. Después llegaba la luz eléctrica y era agradable mirar las vitrinas a lo largo de las calles. Había mucha caza colgada afuera de los almacenes, la nieve salpicaba la piel de los zorros y el viento agitaba sus colas. Los ciervos colgaban rígidos, pesados y vacíos, y algunos pájaros bailaban en el viento, que les alborotaba las plumas. Era un otoño frío y el viento bajaba de las montañas.          A la tarde todos nosotros estábamos en el hospital, y había distintas formas de llegar a él caminando a través de la ciudad en el atardecer. Había dos caminos que bordeaban canales, pero eran demasiado largos. Sin embargo, para entrar en el hospital siempre se cruzaba un puente tendido a través de un canal. Era posible elegir entre tres puentes. En uno de ellos una mujer vendía castañas asadas. Parado frente al fuego de las brazas se sentía calor y después las castañas calentaban el bolsillo. El hospital era muy viejo y muy hermoso, se entraba por un portón y se caminaba a través de un patio para salir por otro portón en el lado opuesto. Era habitual que los entierros salieran del patio. Más allá del hospital viejo estaban los nuevos pabellones de ladrillo y allí nos encontrábamos todas las tardes, muy corteses e interesados en lo que pasaba, y nos sentábamos ante las máquinas que harían que todo fuese distinto.

El doctor se acercó a la máquina en la que yo estaba y dijo:

 —¿Qué es lo que más le gustaba hacer antes de la guerra? ¿Practicaba algún deporte?

—Sí, el fútbol  —respondí.
—Muy bien —dijo él—. Podrá jugar de nuevo al fútbol mejor que nunca.
Mi rodilla no se doblaba y la pierna sin pantorrilla caía recta de la rodilla al tobillo y la máquina debía doblar la rodilla y hacerla mover como si anduviera en triciclo. Pero aún no se doblaba y, en cambio, cuando llegaba a esa etapa, la máquina se sacudía bruscamente.
El doctor dijo:
   —Todo eso pasará. Es usted un joven afortunado. Volverá a jugar al fútbol como un campeón.
En la máquina siguiente estaba un mayor que tenía una mano chiquita como la de un bebé. Me guiñó un ojo cuando el médico le examinaba la mano: la tenía entre dos correas de cuero que se sacudían hacia arriba y hacia abajo y le movían los dedos rígidos.
—¿También jugaré al fútbol, capitán doctor? —preguntó.
Había sido un gran esgrimista antes de la guerra, el mejor esgrimista de Italia.
El doctor se dirigió a su consultorio al fondo de la sala y volvió con una fotografía en la que se veía una mano casi tan arruinada como la del mayor, antes del tratamiento con la máquina y que después del tratamiento estaba algo más grande. El mayor tomó la fotografía con la mano sana y la miró muy detenidamente:
—¿Una herida? —preguntó.
—Un accidente industrial —dijo el doctor.
—Muy interesante, muy interesante —dijo el mayor y se la devolvió al doctor.
—¿Tiene confianza?
—No —dijo el mayor.
Tres de los muchachos que acudían diariamente al hospital eran más o menos de mi edad, y todos de Milán. Uno quería ser abogado, el otro pintor y el tercero militar. Una vez terminada la sesión  con las máquinas, a veces caminábamos de vuelta todos juntos hasta el Café Cova, que quedaba al lado de la Scala. Caminábamos por el camino más corto a través del barrio comunista porque éramos cuatro. La gente nos odiaba porque éramos oficiales y desde algún bar alguien gritaba al vernos pasar: “A basso gli ufficiali”. Otro muchacho que algunas veces caminaba con nosotros —con él éramos cinco— usaba un pañuelo negro de seda sobre el rostro porque no tenía nariz y le iban a rehacer la cara. De la academia militar había pasado directamente al frente y a la hora de haber llegado por primera vez a la línea de fuego había sido herido. Le rehicieron la cara, pero descendía de una familia muy antigua y nunca le consiguieron dejar igual la nariz. Se fue a América del Sur a trabajar a un banco. Pero eso fue hace mucho tiempo y en ese entonces ninguno de nosotros sabía qué era lo que iba a pasar después. Lo único que sabíamos era que la guerra continuaba, pero que nosotros ya no iríamos nunca más hacia ella.
Todos teníamos las mismas medallas, salvo el muchacho del vendaje de seda negro en la cara, ya que él no había estado en el frente el tiempo suficiente como para obtener medallas. El muchacho alto de la cara muy pálida que había querido ser abogado, había sido teniente de Arditi y tenía tres medallas del tipo de las que los demás teníamos solamente una. Había convivido con la muerte durante mucho tiempo y se mantenía un poco apartado. Todos nos manteníamos un poco apartados y no había nada que nos mantuviera unidos excepto el hecho de que todas las tardes nos encontrábamos en el hospital. Aunque mientras íbamos hacia el Cova a través de la parte brava de la ciudad, caminando en la oscuridad, con la luz y los cantos saliendo de las tabernas, algunas veces teniendo que pasar por la calle cuando los hombres y las mujeres se apelotonaban en la vereda y teníamos que abrirnos paso entre ellos para poder pasar, nos sentíamos unidos por algo que había sucedido y que ellos, los que no nos querían, no comprendían.
Todos nosotros comprendíamos al Cova, donde todo era riqueza y color pero sin demasiada luz, y ruidoso y lleno de humo a ciertas horas, y donde siempre había chicas en las mesas y diarios ilustrados en los estantes contra la pared. Las chicas del Cova eran todas muy patrióticas y encontré que la gente más patriótica de Italia eran las chicas de café y creo que todavía lo son.
Al principio los muchachos fueron muy corteses respecto a mis medallas y me preguntaron qué había hecho para obtenerlas. Les mostré los recortes de los diarios, que estaban escritos en un estilo muy hermoso y llenos de fratellanza y abnegazione pero que en realidad decían, sacando los adjetivos, que me habían dado las medallas porque era norteamericano. Después de eso cambió un poco su trato conmigo, aunque seguía siendo considerado su amigo por los de afuera. Era un amigo, pero después que leyeron los recortes nunca más fui uno de ellos, porque para ellos había sido distinto y habían hecho cosas muy diferentes para obtener sus medallas. Es verdad que había sido herido, pero todos sabíamos que, después de todo, ser herido era realmente un accidente. Sin embargo, nunca me avergoncé de las condecoraciones y algunas veces, después de la hora del copetín, imaginaba a mí mismo habiendo hecho todas las cosas que ellos habían hecho para lograr sus medallas, pero cuando caminaba hacia casa de noche, a través de las calles vacías, con el viento frío y todas las tiendas cerradas, tratando de mantenerme cerca de los faroles de la calle, sabía que nunca hubiera hecho esas cosas y tenía mucho miedo de morirme y a menudo yacía en la cama de noche, con miedo de morir y preguntándome cómo sería cuando volviera al frente otra vez.
Los tres de las medallas eran como halcones de caza; y yo no era un halcón, aunque pudiera parecerlo ante aquellos que no habían cazado nunca; ellos, los tres, lo sabían, y así nos fuimos apartando. Pero seguí siendo amigo del muchacho que en su primer día en el frente había sido herido, porque él no sabía cómo hubiera sido; y por eso no podía sentirse afectado y a mí me gustaba porque pensaba que tal vez él tampoco hubiera llegado a ser un halcón.
El mayor, el que había sido un gran esgrimista, no creía en el coraje y mientras estábamos sentados frente a las máquinas, se pasaba buena parte del tiempo corrigiendo mi gramática. Me había felicitado por la forma en que hablaba el italiano y charlábamos con mucha facilidad. Un día le dije que el italiano me resultaba un idioma tan fácil que no lograba interesarme, era demasiado fácil de hablar.
 —Ah, sí —dijo el mayor—. ¿Entonces por qué no se dedica a estudiar gramática?
Y así fue como nos dedicamos a la gramática y muy pronto el italiano se me convirtió en un idioma tan difícil que tenía miedo de hablarlo hasta no tener en mi cabeza la gramática correcta. El mayor venía al hospital con mucha regularidad. No creo que haya faltado nunca un solo día, aunque estoy seguro que no creía en las máquinas. Hubo una época en la que ninguno de nosotros creía en las máquinas y un día el mayor dijo que todo era una idiotez. Por ese entonces las máquinas eran una novedad y nosotros debíamos probar que servían. Él dijo que era una idea idiota, “una teoría como cualquier otra”. Yo no había aprendido mi gramática y me dijo que yo era un estúpido, un desastre inaguantable y que él era un tonto por haberse molestado conmigo… Era un hombre pequeño y se sentaba muy erguido en su silla con su mano derecha metida en su máquina, mirando para adelante hacia la pared mientras las correas se movían hacia arriba y hacia abajo con sus dedos entre ellas.
—¿Qué hará usted cuando termine la guerra, si termina? —me preguntó—. ¡Hable gramaticalmente!
—Me iré a los Estados Unidos.
—¿Es casado?
—No, pero espero serlo.
 —Todavía más estúpido —dijo, y parecía muy enojado—. Un hombre no se tiene que casar.
—¿Por qué, signor maggiore?
—No me llame signor maggiore.
—¿Por qué un hombre no tiene qué casarse?
—No puede casarse. No puede casarse —dijo muy enojado—. Ya que lo va a perder todo, no debe exponerse a perder eso. No debe exponerse a perderlo. Debe encontrar cosas que no se puedan perder —hablaba en forma airada y amarga, mirando fijamente hacia adelante.
—Pero ¿por qué debe necesariamente perderlo?
—Lo perderá —dijo el mayor. Miraba la pared. Luego bajó la vista hacia la máquina y arrancó su pequeña mano de entre las correas y la golpeó furiosamente contra el muslo—. Lo perderá —casi gritó—. ¡No me discuta! —Luego llamó al ayudante que hacía funcionar las máquinas—. Venga y apague esta maldita máquina.
Se dirigió a la otra habitación para continuar el resto del tratamiento y el masaje. Más tarde oí que le preguntaba al médico si podía usar su teléfono y cerró la puerta. Cuando volvió a la habitación yo estaba sentado frente a otra máquina. Tenía puestas la capa y la gorra y vino directamente hacia mi máquina y me puso el brazo sobre el hombro.
—Lo siento mucho —dijo y me palmeó el hombro con la mano sana—. No tendría que ser grosero. Mi mujer acaba de morir. Perdóneme.
—Oh —dije, sintiendo profunda pena por él—. Lo siento mucho.
Se quedó allí parado mordiéndose el labio inferior.
—Es muy difícil —dijo—. No me puedo resignar. —Miraba a través mío, directamente hacia la ventana. Después empezó a llorar—. Me siento totalmente incapaz de resignarme —dijo y se sofocó. Y después, llorando con la cabeza alta, mirando hacia la nada, manteniéndose erguido militarmente, con lágrimas corriéndole por las dos mejillas y mordiéndose los labios, caminó a través de las máquinas y salió.
El doctor me contó que la mujer del mayor era muy joven, que él no se había casado con ella hasta que quedó fuera de la guerra causa de su invalidez y que ella había muerto de una neumonía. Estuvo enferma sólo unos pocos días. Nadie esperaba que se muriera. Durante tres días el mayor no fue al hospital. Después volvió a la hora habitual, con una banda negra en la manga dl uniforme. Cuando volvió grandes fotos enmarcadas mostrando toda la se de heridas, antes y después de ser tratadas con las máquinas, colgaban de las paredes. Delate de la máquina que utilizaba el mayor había tres fotografías de manos como la suya que habían sido completamente curadas. No sé de dónde las habría sacado el doctor. Siempre supuse que nosotros éramos los primeros en usar las máquinas. Las fotografías no llegaron a afectar al mayor porque él siempre estaba mirando fijamente por la ventana.